domingo, 30 de enero de 2011

Atormentado de sentido (Ronel González Sánchez)

Atormentado de sentido
Ronel González Sánchez

¿qué hago yo aquí?

En mí yo no vivo ya...
 San Juan de la Cruz

 
En mi babel confiada a los extraños
de una provincia que el alcohol subvierte
como un peregrino ante la muerte
cargo mi maldición de treinta años.
Asciendo por los frágiles peldaños
de la literatura sin luz propia
porque yo sé que aunque mi mano copia
el fatum de una estirpe que no mengua
ante las catedrales de la Lengua
no soy más que el refugio de la inopia.

Por desafiar lo inverosímil creo
no ser un personaje protagónico
que ambiciona el laurel decimonónico
o un sitio en el estrado. No deseo
esas jurisdicciones que al ateo
deslumbran. Acercarme a la imposible
comunión con lo oscuro incognoscible
es mi obsesión ahora. En el posludio
de las aberraciones, me repudio
y busco mi otredad en lo invisible.

Cuando pienso que añado al simulacro
escritural un sólido arquetipo,
vuelvo a las sombras como vuelve Edipo
a la caducidad de su ambulacro.
¿Adónde me conduce el fuego sacro
de las palabras que medito? ¿Cuáles
conformarán los ámbitos causales
del porvenir? Sin herramientas hurgo
en las premoniciones de un demiurgo
que abjura de sus aguas maternales.



jueves, 20 de enero de 2011

Yamil Díaz Gómez. Fotógrafo en posguerra


CRÓNICA DE CINE
                                                        
                                                     Yamil Díaz Gómez


Me gustan las películas donde ganan los malos.
El cine fue inventado para que los protagonistas
regresen vivos de todas las batallas;
pero sin malos no habrá batallas ni protagonistas.
De no existir los malos,
¿quién bajará al infierno por rescatar a una mujer?
De no existir los malos, ¿cuál pretexto
inventarán los buenos para sobrevivir?
 Lo único eterno son los malos.

Yamil Díaz Gómez
Fotógrafo en posguerra
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Los malos son los verdaderos héroes.
Sin amar a los malos no hay grandeza;
es demasiado fácil estar de acuerdo con la diva o el galán.

Me gustan las películas donde ganan los malos
porque nadie más malo que yo mismo.
Yo reparto boletos. Yo prendo el proyector.
Anuncio en cartelones las escenas del crimen o el rapto de la novia.

El cine fue inventado para pagar por que otros sufran.
Ahora cientos de malos vienen a mi taquilla,
lanzan al aire su moneda firme:
menos su propia maldad, todo lo apuestan por el héroe.

Ahora no existe nadie más malo que yo mismo.
Yo fijo el precio por mirar un falso porvenir.
Y abro la puerta.
El cine fue inventado para pagar por que otros sufran.
El cine fue inventado
para ponerle voz a la desgracia.


domingo, 2 de enero de 2011

La mujer y otras historias (Juan Bosch)

La mujer y otras historias
Juan Bosch


LA MUJER


La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni en la piel gris se le ve vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan can­dente al rojo, un rojo que se hizo blanco. Tornose luego transparente el acero blanco, y sigue ahí, sobre el lomo de la carretera.

Debe hacer muchos siglos de su muerte. La desenterra­ron hombres con pi­cos y palas. Cantaban y picaban; algunos había, sin embargo, que ni cantaban ni picaban. Fue muy largo todo aquello. Se veía que venían de lejos: sudaban, hedían. De tarde el acero blanco se volvía rojo; entonces en los ojos de los hom­bres que desenterraban la carretera se agitaba una hoguera pequeñita, detrás de las pupilas.

La muerta atravesaba sabanas y lomas y los vientos traían polvo sobre ella. Después aquel polvo murió también y se posó en la piel gris.

A los lados hay arbustos espinosos. Muchas veces la vista se enferma de tanta amplitud. Pero las planicies están peladas. Pajonales, a distancia. Tal vez aves rapaces coro­nen cactos. Y los cactos están allá, más lejos, embutidos en el acero blanco.

También hay bohíos, casi todos bajos y hechos con ba­rro. Algunos están pintados de blanco y no se ven bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso, seco, ansioso de que­marse día a día. Las cañas dieron esas techumbres por las que nunca rueda agua.

La carretera muerta, totalmente muerta, está ahí, desenterrada, gris. La mujer se veía, primero, como un punto negro, después, como una piedra que hubieran dejado sobre la momia larga. Estaba allí tirada sin que la brisa le mo­viera los harapos. No la quemaba el sol; tan sólo sentía do­lor por los gritos del niño. El niño era de bronce, pequeñín, con los ojos llenos de luz, y se agarraba a la madre tratando de tirar de ella con sus manecitas.

Pronto iba la carretera a quemar el cuerpo, las rodillas por lo menos, de aquella cria­tura desnuda y gritona.

La casa estaba allí cerca, pero no podía verse.

A medida que se avanzaba crecía aquello que parecía una piedra tirada en medio de la gran carretera muerta. Crecía, y Quico se dijo: "Un becerro, sin duda, estropeado por un auto".

Tendió la vista: la planicie, la sabana. Una colina le­jana, con pajonales, como si fuera esa colina sólo un mon­toncito de arena apilada por los vientos. El cauce de un río; las fauces secas de la tierra que tuvo agua mil años antes de hoy. Se resquebrajaba la planicie dorada bajo el pesado acero transparente. Y los cactos, los cactos coronados de aves rapaces.

Más cerca ya, Quico vio que era persona. Oyó distinta­mente los gritos del niño.

El marido le había pegado. Por la única habitación del bohío, caliente como horno, la persiguió, tirándole de los cabellos y machacándole la cabeza a puñe­tazos.

––¡Hija de mala madre! ¡Hija de mala madre! ¡Te voy a matar como a una perra, desvergonsá!

––Pero si nadie pasó, Chepe: nadie pasó ––quería ella ex­plicar.

––¿Que no? ¡Ahora verás!

Y volvía a golpearla.

El niño se agarraba a las piernas de su papá, no sabía hablar aún y pretendía evitarlo. Él veía la mujer sangrando por la nariz. La sangre no le daba miedo, no, solamente deseos de llorar, de gritar mucho. De seguro mamá moriría si seguía sangrando.

Todo fue porque la mujer no vendió la leche de cabra, como él se lo man­dara; al volver de las lomas, cuatro días después, no halló el dinero. Ella contó que se había cortado la leche; la verdad es que la bebió el niño. Prefirió no tener unas monedas a que la criatura sufriera hambre tanto tiempo.

Le dijo después que se marchara con su hijo:

––¡Te mataré si vuelves a esta casa!

La mujer estaba tirada en el piso de tierra; sangraba mucho y nada oía. Chepe, frenético, la arrastró hasta la carretera. Y se quedó allí, como muerta, sobre el lomo de la gran momia.

Quico tenía agua para dos días más de camino, pero la gastó en rociar la frente de la mujer. La llevó hasta el bohío, dándole el brazo, y pensó en romper su camisa listada para limpiarla de sangre. Chepe entró por el patio.

––¡Te dije que no quería verte má aquí, condená!

Parece que no había visto al extraño. Aquel acero blanco, transparente, le había vuelto fiera, de seguro. El pelo era estopa y las córneas estaban rojas.

Quico le llamó la atención; pero él, medio loco, amenazó de nuevo a su víctima. Iba a pegarle ya. Entonces fue cuando se entabló la lucha entre los dos hombres.

El niño pequeñín comenzó a gritar otra vez; ahora se envolvía en la falda de su mamá.

La lucha era como una canción silenciosa. No decían palabra. Sólo se oían los gritos del muchacho y las pisadas violentas.

La mujer vio cómo Quico ahogaba a Chepe: tenía los dedos engarfiados en el pescuezo de su marido. Éste co­menzó por cerrar los ojos; abría la boca y le subía la sangre al rostro.

Ella no supo qué sucedió, pero cerca, junto a la puerta, estaba la piedra; una piedra como lava, rugosa, casi negra, pesada. Sintió que le nacía una fuerza brutal. La alzó. Sonó seco el golpe. Quico soltó el pescuezo del otro, luego dobló las rodillas, después abrió los brazos con amplitud y cayó de espaldas, sin que­jarse, sin hacer un esfuerzo.

La tierra del piso absorbía aquella sangre tan roja, tan abundante. Chepe veía la luz brillar en ella.

La mujer tenía las manos crispadas sobre la cara, todo el pelo suelto y los ojos pugnando por saltar. Corrió. Sentía flojedad en las coyunturas. Quería ver si alguien venía. Pero sobre la gran carretera muerta, totalmente muerta, sólo estaba el sol que la mató. Allá, al final de la planicie, la colina de arenas que amontonaron los vientos. Y cactos em­butidos en el acero.


Julián del Casal. Nieve


PAX ANIMÆ


No me habléis más de dichas terrenales
que no ansío gustar. Está ya muerto
mi corazón, y en su recinto abierto
sólo entrarán los cuervos sepulcrales.
Julián del Casal
Nieve
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Del pasado no llevo las señales
y a veces de que existo no estoy cierto,
porque es la vida para mí un desierto
poblado de figuras espectrales.

No veo más que un astro oscurecido
por brumas de crepúsculo lluvioso,
y, entre el silencio de sopor profundo,

tan sólo llega a percibir mi oído
algo extraño y confuso y misterioso
que me arrastra muy lejos de este mundo.


jueves, 9 de diciembre de 2010

8 Cuentos (Luis López Nieves)

 8 Cuentos
Luis López Nieves

LA ÚLTIMA NOCHE DE RODRIGO DE LAS NIEVES

Don Rodrigo de las Nieves, nieto de conquistado­res, dormía la noche del 23 de noviembre en su casa de la calle del Cristo, un poco más arriba de la Cate­dral de San Juan. A su lado, envuelta en un largo ca­misón de batista suiza, soñaba acurrucada su mujer doña Pilar de Adornio, con las manos entre los muslos y la boca en el cuello de su joven marido. Un delicado mosquitero de muselina blanca les protegía el sueño.

En la sala, sobre el piso de barro, dormían sus es­clavas Juanita y Francisca. La noche era silenciosa, tranquila, oscura, como todas las calurosas noches de San Juan. Por eso pudo oírse con tanta claridad el atroz cañonazo que desde la boca de la bahía despertó a todos los habitantes. Sin tiempo para reaccionar, los sanjua­neros petrificados escucharon el agudo silbido de la bala de cañón que volaba hacia la ciudad, y sal­taron de sus camas cuando el tremendo impacto de la bola de hierro voló la garita de Santa Juana en peda­zos diminutos y mandó al centinela González al fondo de la bahía para siempre.

La ciudad tembló con el golpe. Algunos niños, que no habían tenido tiempo para levantarse al oír el silbido, se cayeron de las camas. En un santiamén se prendieron velas en las casas y la ciudad despertó de su sueño. Doña Pilar de Adornio, toledana criada en San Juan, abrió los ojos con el vil cañonazo. Con el estallido que despedazó la garita de Santa Juana se abrazó con fuerza al cuello de su marido y pidió mise­ricordia al Señor. El criollo Rodrigo de las Nieves besó a su mujer en la frente olorosa a sándalo, saltó de la cama y vistió con orgullo el nuevo uniforme de mili­ciano que guardaba en el baúl de su abuelo el conquis­tador. Con la rapidez que había en­sayado muchas ve­ces durante los simulacros de com­bate, calzó sus botas de cuero reluciente y se colocó el peto de acero. Antes de ceñirse la espada toledana que le había regalado su esposa, besó la cruz de la empuña­dura. Luego se co­locó dos pistoletes en el cinto y se puso el casco. Doña Pilar de Adornio se arrojó de la cama cuando escuchó un segundo disparo de cañón prove­niente de la boca de la bahía. Se despojó del camisón y comenzó a vestirse de prisa, en la oscuridad, cuando oyó por se­gunda vez el ominoso silbido que se acercaba como un relámpago de hierro. En seguida se escuchó una se­gunda explosión: el proyectil golpeó las murallas de La Fortaleza y las calles de la ciudad temblaron.

Las esclavas Juanita y Francisca entraron espan­tadas a la alcoba, con una vela encendida y sin tocar a la puerta. Pidieron auxilio a don Rodrigo de las Nieves, quien le ordenó a las tres mujeres que se que­daran en ese aposento y no salieran bajo ninguna con­dición por­que era el cuarto más sólido de la casa. Es­tallaron varios cañonazos más mientras el marido, sin perder un mi­nuto, bajaba el escudo de su abuelo que colgaba de la pared y se llenaba los bolsillos con sacos de pólvora. Las tres mujeres, sentadas en la cama, lo observaban sin decir palabra.

––¿Es el Draque? ––preguntó de golpe la hermosa doña Pilar de Adornio, el largo pelo negro desparra­mado sobre los hombros blancos. Se había puesto el traje al revés y seguía descalza. Respiraba con dificul­tad, a sor­bos, luchando por controlar los nervios.

––Esta vez acabaremos con esos piratas ––respon­dió su marido.

De pronto se escuchó el estrépito más pavoroso que había conocido la ciudad en toda su joven historia. Los cimientos de las casas vibraron como si las hubiera sa­cudido un terremoto y pocos habitantes pu­dieron man­tenerse de pie. Una grieta larga se marcó como una cica­triz en la pared norte de la alcoba del matrimonio de las Nieves, las vigas del techo crujie­ron, y el aire se llenó de un fuerte olor a barro, cal y pólvora. Las tres mujeres cayeron de rodillas, la vela se apagó y doña Pilar de Adornio se aferró a la cintura de su marido.

––¡Rodrigo! ¡Virgen Santísima!

––Tranquila, Pilar. Nuestros cañones responden al fin ––dijo con satisfacción el marido, ayudando a su mujer a ponerse de pie––, en menos de cinco minutos. ¡Ahora sí los acabaremos!

Doña Pilar de Adornio apretó la cintura de su es­poso como si no quisiera soltarlo nunca jamás, aunque en el fondo sabía que su valiente marido defendería la ciudad con su propia vida. Don Rodrigo le besó el cue­llo oloroso a sándalo y recogió con los labios el sudor que le bajaba de la frente. Las esclavas bajaron la vista.


El aire de la nueva ciudad olía a pólvora. Nume­ro­sos grupos de gente armada marchaban hacia El Morro. Diez o doce soldados corrían en dirección con­traria, hacia La Fortaleza. Un jinete desesperado su­bió por la calle a galope, pidiendo a gritos que le abrie­ran paso a un emisario de Su Excelencia el Goberna­dor. Las in­mensas campanas de la Catedral comenza­ron a repicar en un compás ansioso y rápido. En pocos segundos se les unieron las campanas de la Iglesia de San José. Mujeres y niños, algunos a medio vestir, se asomaban a las puer­tas de sus casas y se persignaban.

A don Rodrigo de las Nieves, sanjuanero nacido y criado en la Isla, le tomó pocos minutos subir por la co­nocida calle del Cristo y llegar a la ciudadela de El Mo­rro. En la recia oscuridad de la noche sin luna la confu­sión era enorme. Ya habían caído dos soldados a la mar por accidente y todos caminaban agarrándose de los mu­ros y gritando estoy aquí, no empujéis.

Los piratas habían colocado sus veintiséis navíos en la boca de la bahía, al frente del Castillo de El Mo­rro, y el incesante bombardeo de sus cañones sem­braba el pánico en la ciudad. Los artilleros españoles, famosos en el mundo entero por su mortífera puntería, devolvían el fuego. Sobre la bahía de San Juan caían docenas de enormes bolas de hierro pero pocas daban en el blanco. Era un duelo de artillería como nunca antes se había visto en el Caribe. Los insignes artille­ros de El Morro no le disparaban a los barcos sino a las docenas de lanchas repletas de marinos que el abominable pirata intentaba desembarcar al pie de las murallas. Don Rodrigo de las Nieves se acercó a la batería del capitán Diego de Solór­zano y escuchó cuando le decía al coronel Felipe de Vigo: 

––Para matar hay que ver, mi Coronel, y no ve­mos un carajo.

Aunque la oscuridad no le permitía a don Ro­drigo de las Nieves ver el rostro de su primo el coronel Felipe de Vigo, recién llegado de la Península, supo de inme­diato que éste sudaba mientras pensaba en su honor. A pesar de tener bajo su mando a los más céle­bres artille­ros de la tierra, sin duda se preguntaba cómo justificar ante sus superiores y amigos en Es­paña la derrota que veía inminente debido a la oscuri­dad y a la legendaria astucia del infame pirata. Don Rodrigo de las Nieves comprendió que hacía falta luz, que era necesaria una especie de antorcha gigante y milagrosa que iluminara la bahía y le permitiera a los reputados artilleros ver al enemigo y afinar la pun­tería. No hizo falta más.

Salió corriendo del fuerte, se dirigió a la Puerta de San Juan y llegó antes de que hubieran cerrado los grandes portones de hierro y madera. Desde el muelle pudo divisar largas sombras de lanchas en la bahía y comprendió de pronto que el maldito pirata estaba más cerca de lo que todos    creían. La fragata castellana Santa Magdalena, recién llegada de Sevilla, estaba sola en el muelle. Al ver la nao ágil, liviana, combustible, don Ro­drigo de las Nieves recordó la narración de una batalla naval que había leído en un libro sobre Las Cruzadas y comprendió que el futuro de la ciudad estaba en sus ma­nos. Arrancó la antorcha que seguía encendida en la abandonada garita de San Juan y co­rrió hasta la fragata mientras observaba las docenas de lanchas de desem­barco que se acercaban a las os­curas murallas. Encontró sobre cubierta un tonel de aceite para lámparas. Lo abrió con la espada y dejó que el líquido se derramara. Sacó las bolsas de pólvora que tenía en los bolsillos y las colocó al pie del mástil principal de la nao. Entonces, sin pensarlo dos veces, el héroe criollo prendió fuego a la Santa Magdalena con la antorcha.

El capitán de la fragata, José Castellón, había es­tado durmiendo cerca del Bastión de San Cristóbal, al otro lado de la ciudad, cuando comenzó el ataque. Llegó jadeante a la Puerta de San Juan, justo a tiempo para sorprender a don Rodrigo de las Nieves mientras prendía fuego a su nave. Éste cortó las ama­rras de la fragata con la espada y saltó a tierra antes de que la Santa Magdalena se alejara lentamente del muelle y comenzara a flotar hacia las lanchas enemi­gas. De pronto hubo un estallido en la nave y un fogo­nazo gigan­tesco alumbró la bahía: la noche desapare­ció.

Era un milagro. Los celebérrimos artilleros de El Morro no se preguntaron por qué ni cómo la bahía se había iluminado de golpe. Simplemente apuntaron los masivos cañones y con júbilo patriótico derramaron so­bre los ingleses una lluvia interminable de hierro y fuego. El estrépito de los cañones no bastaba para sofo­car los gritos de los sorprendidos marineros que se aho­gaban en la bahía mientras luchaban por quitarse las pesadas armaduras.

Don Rodrigo de las Nieves, desde el muelle, con­templaba su obra con satisfacción; no escuchó cuando se le acercó el capitán de navío José Castellón, nacido y criado en Oviedo. El hombre de mar apuntó la es­pada a la vulnerable axila del marido de doña Pilar de Adornio y empujó con todas sus fuerzas.

––¡Criollo traidor! ––gritó el Capitán.

El salvador de la ciudad cayó al suelo allí mismo en el muelle, con el rostro iluminado por el portentoso fuego de la fragata Santa Magdalena. El capitán José Castellón lo dio por muerto y partió de inmediato a El Morro para informarle al coronel Felipe de Vigo que había dado muerte a un supuesto espía y saboteador de los ingleses. No le fue difícil caminar por las desco­noci­das calles de la ciudad porque el fuego de la fra­gata y de las lanchas enemigas le alumbraba el ca­mino.

Don Rodrigo de las Nieves, herido de muerte, ob­servaba desde el suelo a los desesperados ingleses que se tiraban al agua envueltos en llamas. Advirtió con satisfacción los estragos que provocaba la furia de los artille­ros más famosos del mundo, entregados en cuerpo y alma al placer de matar ingleses heréticos. Contempló con placidez cómo el caos despedazaba al ejército ene­migo que se ahogaba en la bahía o esca­paba despavorido de la matanza. Recordó el alegre rostro de su abuelo don Diego de las Nieves, el con­quistador, quien pasó la vida en recios combates pero nunca recibió una herida. Pensó en el perfumado cue­llo de la bella Pilar de Adornio, a quien dejaba a salvo de las manos de los perros ingleses.

Entonces se tentó la axila empapada de sangre y comprobó que la estocada del Capitán español en reali­dad no le dolía. Cerró los ojos, colocó la mano de­recha sobre el brillante damasquinado de su espada toledana y murió.

martes, 7 de diciembre de 2010

Arístides Valdés Guillermo. Meditaciones del náufrago


ADVENIMIENTO DEL PEQUEÑO PRÍNCIPE

                                                                                          Freddyarián

                                                                  
Advienes, con tu tamaño
de niño recién despierto,
y ábrese a mi voz el puerto
de tus alas.
                    Casi huraño,
presumo el color extraño
de tus besos en mi almohada.

(Lejos,
            detrás,
                         lacerada
por esta emoción que muerdo,
yace como en un recuerdo
la tristeza derrotada.)

Arístides Valdés Guillermo
Meditaciones del náufrago
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Ah, principito que enciendes,
travieso, la rosa mustia
de un sueño, que de mi angustia
luminoso te sorprendes:

¡Cuánto vuelo le suspendes
al dolor que a veces grito!

¿Cómo será el caballito
hecho con la espalda triste
de un padre que sólo existe
porque tú estás, principito?

Ahora lo sé: no ha derecho
a dormir quien tiene un hijo.

Trémulo, hacia ti dirijo
los minutos de mi pecho.

Ya no habrá camino estrecho
ante la sed de tus plantas.

Ya, con la luz que adelantas                                                
al encuentro de lo impuro,

tendrá su cielo seguro
la estrellita que levantas.

Por ti, los cuchillos ciegos
de la muerte se demoran

y, al sol que alimentas, doran
su soledad los labriegos.

Por ti, retorno a los juegos
de la infancia que se fuera

con su luz, con su manera
de iluminármelo todo.                                               

Por ti, aprendo que hay un modo
de soñar la primavera.


lunes, 6 de diciembre de 2010

José Martí. Versos sencillos


               I

Yo soy un hombre sincero
De donde crece la palma,
Y antes de morirme quiero
Echar mis versos del alma.

Yo vengo de todas partes,
Y hacia todas partes voy:
Arte soy entre las artes,
En los montes, monte soy.

Yo sé los nombres extraños
De las yerbas y las flores,
Y de los mortales engaños,
Y de sublimes dolores.

Yo he visto en la noche oscura
Llover sobre mi cabeza
Los rayos de lumbre pura
De la divina belleza.

Alas nacer vi en los hombros
De las mujeres hermosas:
Y salir de los escombros,
Volando las mariposas.

He visto vivir a un hombre
Con el puñal al costado,
Sin decir jamás el nombre
De aquella que lo ha matado.

Rápida, como un reflejo,
Dos veces vi el alma, dos:
Cuando murió el pobre viejo,
Cuando ella me dijo adiós.

Temblé una vez ––en la reja,
A la entrada de la viña––
Cuando la bárbara abeja
Picó en la frente a mi niña.

José Martí
Versos sencillos
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Gocé una vez, de tal suerte
Que gocé cual nunca: ––cuando
La sentencia de mi muerte
Leyó el alcaide llorando.

Oigo un suspiro, a través
De las tierras y la mar,
Y no es un suspiro, ––es
Que mi hijo va a despertar

Si dicen que del joyero
Tome la joya mejor,
Tomo a mi amigo sincero
Y pongo a un lado el amor.

Yo he visto al águila herida
Volar al azul sereno,
Y morir en su guarida
La víbora del veneno.

Yo sé bien que cuando el mundo
Cede, lívido, al descanso,
Sobre el silencio profundo
Murmura el arroyo manso.

Yo he puesto la mano osada,
De horror y júbilo yerta,
Sobre la estrella apagada
Que cayó frente a mi puerta.

Oculto en mi pecho bravo
La pena que me lo hiere:
El hijo de un pueblo esclavo
Vive por él, calla y muere.

Todo es hermoso y constante,
Todo es música y razón,
Y todo, como el diamante,
Antes que luz es carbón.

Yo sé que el necio se entierra
Con gran lujo y con gran llanto. ––
Y que no hay fruta en la tierra
Como la del camposanto.

Callo, y entiendo, y me quito
La pompa del rimador:
Cuelgo de un árbol marchito
Mi muceta de doctor.