Mostrando entradas con la etiqueta Dante Castro Arrasco. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Dante Castro Arrasco. Mostrar todas las entradas

viernes, 14 de diciembre de 2012

Dante Castro Arrasco. Cuentos


PEPEBOTAS


Quién le iba a decir a usted que ese hombre se buscaría su propio mal. Le llamábamos Pepebotas, aunque su nombre verdadero era José Peña. Ganadero que creció desde abajo y a punta de esfuerzo, habría sido feliz si no se hubiera atosigado de tanto orgullo. La vanidad pierde al hombre, eso es tan cierto como que me llamo Juan Cortez.

Una noche libábamos cerveza en la bodega de Ostolaza. Ese negocio sólo abría cuando le daba la gana al dueño de averiguar la vida de los prójimos. Y clientes éramos campesinos y ganaderos de cuesta abajo, porque cuesta arriba sólo verá el monte tupido, la maleza que nadie transita sino los monos. Hombres aburridos de la tranquilidad montubia, se reunían para recontarse las mismas anécdotas, intercambiar consejos del agro o terminar yéndose a los puños. No sirve sentarse ahí a tomar cuando el aguardiente ha venido fiero.

Pepebotas llegaba de vender ganado luciendo su último par de chuzos, tan nuevecitos que deslumbraban a la luz de la vela. Debajo de las mangas del pantalón se alzaban las cañas de botas vaqueras, iguales a las películas de pistoleros. Debía tener algo así como una docena de pares de botas tejanas, hechas a mano en las talabarterías de Lima o de Huancayo. Alguien dice por ahí que don Pepe fue un niño descalzo, que aprendió a odiar la pobreza y por eso se hizo rico y bien calzado.

Como el dinero vuelve soberbio al hombre, odiaba a quienes no podían hacerlo. Esa noche, mientras tomábamos escuchando sus consejos para el éxito, entró otro cliente. Será un gusto presentárselo: don Marcos Obregón, único campesino de cuesta arriba, quien alguna vez fue líder sindicalista de mineros en Cerro de Pasco, y aquí trató de hacer lo mismo sin éxito.

Dante Castro Arrasco
Cuentos
Descargar
Pepebotas odiaba a Obregón. Creía que los comunistas eran ociosos y envidiosos, así lo decía. Primero lo invitó a tomar, aunque se rehusara. Tanto insistió que el pasqueño creyó en sus buenas intenciones. ¿Por qué no confraternizar?, se habrá dicho a sí mismo, pensando ingenuamente en que los seres humanos podemos cambiar. Al poco rato, las bromas de Pepebotas fueron subiendo de tono.

––¿Sabes qué Obregón?... Ahora nada vales. ¿Dónde está tu izquierda de mentirosos y ladrones? Se fueron todos al tacho, nadie les cree. Y tú has terminado pobre, sin poderles dar a tus hijos lo que yo les doy a los míos.

––No hablemos de política, don Pepe. El alcohol es mal consejero para eso.

––Claro pues, qué vas a querer politiquear ahora. Te has pasado años prometiéndole a la gente lo mismo, diciendo que todos seríamos iguales. Ahora que a los comunistas se les cagó el pastel, no quieres hablar de política.

––La gente que mezcla trago y política, se apasiona fuerte. Es como el chofercito carretero que se emborracha...

––Lo que pasa es que los comunistas como tú son unos cobardes.

––No todos, don Pepe ––acoté––. Hay de los que guerrean con armas.

––¿Los terrucos, dices?... Ya no hay tampoco. Por aquí no vienen. Si Obregón fuera valiente, se haría terruco. Pero aquí está con la peor chacra, el más pobre de la región. Cobarde o fracasado, que es lo mismo.

––Me despido mejor  ––se levantó el aludido––. Ya empezamos a faltarnos el respeto.

Al principio creímos que se alzaba llevándose su sombra a otra parte. Pero Pepebotas se le fue encima a trompadas; luego lo pateó viéndolo caído en el fangal de afuera. Intervinimos para que no lo matara a golpes. Obregón tenía los pulmones podridos del aire viciado de los socavones, las piernas debilitadas por los años y la mala suerte. Era un abuso pegarle a ese hombre.

––Sírveme otra ronda, futuro subprefecto... Me gusta tomar con la gente trabajadora, no con ociosos ––estaba orgulloso de su hombría.

––Usted se sobrepasa, don Pepe... Ese varón a nadie le ha hecho daño.

––¿Y quién lo va a defender, carajo?... Con estas puntas de acero lo he pateado. ¿Alguien las quiere probar?

Señaló sus botas que habían perdido brillo con el barro y la sangre ajena. Una pena, le digo. Luego se dedicó a limpiarlas con un pañuelo tan bonito que no merecía ese oficio.

––A los terrucos los han abatido como a cuyes. Tengo amistades militares, políticos también, que los tranquilizo con una ternera. Ese es el verdadero orden, carajo. La ley de la vida está escrita con plata.

Contoneaba el cuerpo como quien da un discurso de tribuna. Tremendo hombre capaz de entropar a las reses más ariscas. Joven y bien cebado, no había entre nosotros quién le hiciera frente.

Al poco rato pasaron dos paisanos noticiándonos que los soldados andaban cerca. Ostolaza se puso de pie para cerrar el negocio.

––¿De qué te preocupas tú, futuro subprefecto?

––Con los milicos no me juego, don Pepe.

––Hágale caso ––dije––. A veces los cachacos cometen abusos.

––¿Abusos dices?... Ya les dije que tengo amistades en la capital de la provincia. Abusos cometen con los nadies o con los que tienen culpas que purgar.

––Con los que tienen culpas, es justicia.... Con los inocentes, es abuso.

––¿Por qué eres tan indio, tan huevón?... ¿Acaso no has servido en el ejército?

––Por lo mismo.

––Abusar de un don nadies, pasa. Si llegan, yo les hablaré. ¿Sí o no, mi futura autoridad? Te voy a hacer subprefecto moviendo influencias del gobierno.

Y llegaron en poco menos de rondas, ya cuando el alcohol estaba entorpeciéndonos los sentidos y Peña seguía invitando cigarros. Erizados costales de huesos salieron a ladrarles. Sentimos pasos de botas en el ripio del camino, rozar de uniformes gruesos y rastrillar de fusiles automáticos en la penumbra de la noche. Se me heló el espinazo.

––¡Adelante, servidores de la patria! ––gritó Peña enardecido.

Un sargento asomó saludando respetuosamente. Era bajo de estatura, serrano joven, con cara de haber servido poco tiempo. El fango de sus borceguíes contrastaba con el recuperado brillo de las botas vaqueras de Peña.

––¡Viva el ejército peruano!.... ¡Viva el Perú!

––Gracias, caballero... Sólo queremos interrumpirlos para pedirles un poquito de agua pa’ las cantimploras.

––¿Agua?.... Agua toman mis reses, muchacho. Sírveles cerveza a estos héroes que patrullan los montes. ¡Yo pago!

Ostolaza intercambiaba miradas con los demás parroquianos. No había oportunidad de irse por la insistencia de Peña y por la cerrada presencia de los cachacos.

––¿Cuántos son,  mi sargento? ––pregunté ofreciéndole el vaso y la botella. Gentilmente rechazó.

––¡Para invitarles, no se pregunta cuántos son, sino que vayan entrando! ¿Una caja es suficiente?

––Estamos en servicio, caballero. En otra oportunidad será.

Peña exigió que Ostolaza le entregara la caja y salió a encontrarlos. Afuera, una decena de sombras le dieron las buenas noches. Los perros, que habían dejado de ladrarles, se acercaban desconfiados para oler sus pantalones.

––Dice su jefe que en servicio no pueden tomar... ¿Es cierto?

––Bueno, amigo, por esta vez... consentiré el relajo.

––Así habla un oficial... Dime el nombre de tu superior para que te asciendan... Yo soy José Peña.

Destaparon botellas usando la doble uña de una bayoneta, como si estuvieran acostumbrados a eso. Los que habíamos servido, reconocimos esa maña de cuarteles.

––Mira, Ostolaza, estos jóvenes dan su vida para que tú sigas haciendo plata. Ellos combaten al terrorismo. ¿No es un orgullo brindarles cerveza?

––¿Hay todavía terroristas por aquí, mi estimado? ––preguntó el que llevaba insignias de cabo.

––Nunca he visto uno. Pero te puedo decir que hoy acabo de descojonar a un comunista. Detesto a esa especie de lacra, carajo. ¡Son unas mierdas!

Al escuchar la palabra “comunista”, los soldados intercambiaron miradas de sorpresa. Ostolaza y yo nos acercamos al eufórico Peña para advertirle.

––Señor Peña, no es justo lo que está haciendo. Va a perjudicarlo.

––¡Qué perjudicarlo!... ¿Te gustaría que te quiten tu propiedad para repartirla entre unos huevones?... Es lo que ha venido predicando ese cabrón desde que yo era mancebo.

––¿Y dónde se le puede encontrar a ese comunista, amigo?

––No estoy de acuerdo con lo que está haciendo, Peña. Por más que usted invite...

––Déjelo parir, oiga. No lo ataje ––me advirtió el cabo.

Las botellas seguían circulando entre la tropa. Pepe Peña volvió a enfangar sus botas nuevas saliendo al medio del camino para indicarles con detalle por qué sendero estaban los pagos del pasqueño Obregón. Todavía había luz en su cabaña. Tres soldados fueron comisionados para traerlo.

––Debe estarse curando la pateadura... ––murmuré–– ...Y ahora le van a colocar otra, hasta quitarle la vida.

––¿Viste? Así es como se hace, Ostolaza. Si todos colaborasen con el ejército, nunca prosperaría el terrorismo. Y hay que vigilar para que estos gramputas no vuelvan a surgir. ¡Salud, carajo!

Ya no hablábamos. Nos quedamos de testigos, para ver si con nuestra presencia podíamos impedir lo que iba a suceder. Al poco rato, traían mancornado al sufrido Obregón, que parecía resignado a su final.

––Ahora, pues, comunista de mierda, habla tus cojudeces. ¡Rebuzna carajo!

––Déjelo a nosotros, señor. No se haga mala sangre.

Los demás soldados se pusieron de pie. Eran de la misma estatura que Obregón.

––Amiguito.... ¿Cierto que eres terrorista?

Los soldados rieron de la ocurrente pregunta del sargento.

––Señor soldado.... nadies puede decirme terruco.... Yo, antes, sindicalista en Cerro de Pasco... sí señor... Jamás terrorista. Ahora sólo envejezco en el olvido. Me matarás injustamente...

––¿Y por qué este caballero te ha dado de trompadas?... ¿Ah?... ¿Por gusto?

––Por abuso nomás ha sido, señor... Nada le he hecho para que me ponga la cara así. ¿Qué culpa tengo yo?

––Y si me lo sueltan un ratito, vuelvo a sacarle la puta madre. ¡Basura humana!

––Tranquilo, amigo... Está aquí la fuerza armada para eso. Más bien invítenos otra rueda, si no es mucha confianza.

––Plata tengo... Y pago por ver.  Ostolaza, bájate una docena más.

Temíamos resultados harto conocidos. El personal de tropa se iba achispando mientras circulaba el único vaso de mano en mano. Cuando el tendero asomó con nuevas cervezas,
las preguntas se dirigían a Pepe Peña.

––Y usted, ¿por qué le ha pegado a este hombre?

––Carajo, eso ni se pregunta. Él mismo lo ha confesado.

––Le pegó por sus ideas subversivas, ¿no? ¿O es que acaso también agita a la gente?

––¿Este huevón? ––rió a mandíbula batiente––. Este ya no agita ni la cama de su mujer.

El sargento ordenó a sus subalternos que le llevaran aparte al prisionero. Un gran árbol de matapalo se erguía solemne al frente de la tienda, pasando la carretera. Hasta allí lo empujaron dejándolo a solas con el superior. Creímos que lo torturarían al pobre pasqueño. Mientras tanto, las botellas circulaban con rapidez,  vaciaban el vaso prontamente y estallaban rabiosas espumas contra las piedras.

––¿Qué estarán hablando? ––la curiosidad carcomía a Pepebotas.

––Lo que ha hecho usted, don Pepe, no tiene nombre. ¡Tanto rencor!

––¿Por qué no lo dejó dormir su pateadura a Obregón? Es un buen vecino.

––¡Mierda! Si parece que estuvieran confabulados con él. ¿No será que ustedes son también agitadores?

Callamos. De pronto nos pesaba hablar demás. El sargento regresó en medio de la oscuridad trajinando al prisionero del brazo.

––He interrogado al detenido. Tomaremos medidas...

––Al menos ya le habrá dado un buen susto ––dije––. Déjelo ir...

––Tómenle las medidas que quieran. Salud por la fuerza armada. ¡Viva el Perú!

––Antes de retirarnos, quiero brindar con usted, amigo Peña. Pero como acostumbramos a brindar nosotros. ¿Me permite?

––Por supuesto mis valientes. Brindemos al modo de los militares.

Los soldados se pusieron de pie empuñando sus fusiles mientras el sargento recibía la botella y el vaso recién vaciado por su anfitrión. Algunos avivaron el fuego de la fogata que antes prendieron al pie del camino.

––Quiero brindar con todos por nuestro padre fundador, José Gabriel Condorcanqui, por el Ejército Popular Tupacamarista, por el socialismo. ¡Viva el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru!

––¡Viva!

––¡Con Mariátegui!... ¡Y Guevara!

––¡El pueblo! ...¡Se prepara!

––¡Patria o muerte!

––¡Venceremos!

El rostro de Pepebotas empalideció. Quiso sonreír para celebrar la broma, pero no era tal. Mientras sus captores lo inmovilizaban de brazos y piernas, maldijo a la madre que tuvo la cortesía de parirlo.

––Cuelguen a este soplón en lo alto de ese árbol.

––¡Hijos de!... ¿Acaso no son soldados?

––¿Lo dices por los uniformes?... Se los quitamos a unos cadáveres que estarán mosqueándose allá lejos.

Y parecían acostumbrados a disponer de la vida ajena, porque en pocos segundos Peña pataleaba de asfixia con la garganta quebrada por una soga parecida a la que él usaba para domar reses. Cuando estuvo con la lengua amoratada y los ojos en blanco, uno de ellos pidió papel de despacho al tendero Ostolaza. Con corcho quemado, escribió el epitafio de Pepebotas: “Muerte a los soplones y abusivos”/ MRTA/ Túpac Amaru vive, vuelve, vencerá.

Le habían quitado diez mil soles, de los cuales nos obligaron a aceptar mil para cada uno. Al pobre Obregón, le dieron el doble que a nosotros en compensación de sus heridas. Y yo le puedo decir que nunca antes había visto, fuera del cine, balancearse un ahorcado con botas vaqueras: le faltaban las espuelas tintineando.  

La noche se los tragó entre el aullido fúnebre de los perros. Sólo se quedó Obregón contemplando al muerto a la luz de la luna amanecida. Un brillo cósmico le resplandecía en los ojos, como las chispas de la fogata que se negaba a apagarse en la orilla de la carretera.  

27/02/2001
6.30 am