miércoles, 28 de noviembre de 2012

Juan Bosch. Cuentos escritos en el exilio


LA NOCHEBUENA DE ENCARNACIÓN MENDOZA


Con su sensible ojo de prófugo Encarnación Mendoza había distinguido el perfil de un árbol a veinte pasos, razón por la cual pensó que la noche iba a decaer. Anduvo acertado en su cálculo; donde empezó a equivocarse fue al sacar conclusiones de esa observación. Pues como el día se acercaba era de rigor buscar escondite, y él se preguntaba si debía internarse en los cerros que tenía a su derecha o en el cañaveral que le quedaba a la izquierda. Para su desgracia, escogió el cañaveral. Hora y media más tarde el sol del día 24 alumbraba los campos y calentaba ligeramente a Encarnación Mendoza, que yacía bocarriba tendido sobre hojas de caña.

A las siete de la mañana los hechos parecían estar sucediéndose tal como había pensado el fugitivo; nadie había pasado por las trochas cercanas. Por otra parte la brisa era fresca y tal vez llovería, como casi todos los años en Nochebuena. Y aunque no lloviera los hombres no saldrían de la bodega, donde estarían desde temprano consumiendo ron, hablando a gritos y tratando de alegrarse como lo mandaba la costumbre. En cambio, de haber tirado hacia los cerros no podría sentirse tan seguro. Él conocía bien el lugar; las familias que vivían en las hondonadas producían leña, yuca y algún maíz. Si cualquiera de los hombres que habitaban los bohíos de por allí bajaba aquel día para vender bastimentos en la bodega del batey y acertaba a verlo, estaba perdido. En leguas a la redonda no había quien se atreviera a silenciar el encuentro. Jamás sería perdonado el que encubriera a Encarnación Mendoza; y aunque no se hablaba del asunto todos los vecinos de la comarca sabían que aquel que le viera debía dar cuenta inmediata al puesto de guardia más cercano.

Empezaba a sentirse tranquilo Encarnación Mendoza, porque tenía la seguridad de que había escogido el mejor lugar para esconderse durante el día, cuando comenzó el destino a jugar en su contra.

Pues a esa hora la madre de Mundito pensaba igual que el prófugo: nadie pasaría por las trochas en la mañana, y si Mundito apuraba el paso haría el viaje a la bodega antes de que comenzaran a transitar los caminos los habituales borrachos del día de Nochebuena. La madre de Mundito tenía unos cuantos centavos que había ido guardando de lo poco que cobraba lavando ropa y revendiendo gallinas en el cruce de la carretera, que le quedaba al poniente, a casi medio día de marcha. Con esos centavos podía mandar a Mundito a la bodega para que comprara harina, bacalao y algo de manteca. Aunque lo hiciera pobremente, quería celebrar la Nochebuena con sus seis pequeños hijos, siquiera fuera comiendo frituras de bacalao.

Juan Bosch
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El caserío donde ellos vivían ––del lado de los cerros, en el camino que dividía los cañaverales de las tierras incultas–– tendría catorce o quince malas viviendas, la mayor parte techadas de yaguas. Al salir de la suya, con el encargo de ir a la bodega, Mundito se detuvo un momento en medio del barro seco por donde en los días de zafra transitaban las carretas cargadas de caña. Era largo el trayecto hasta la bodega. El cielo se veía claro, radiante de luz que se esparcía sobre el horizonte de cogollos de caña; era grata la brisa y dulcemente triste el silencio. ¿Por qué ir solo, aburriéndose de caminar por trochas siempre iguales? Durante diez segundos Mundito pensó entrar al bohío vecino, donde seis semanas antes una perra negra había parido seis cachorros. Los dueños del animal habían regalado cinco, pero quedaba uno “para amamantar a la madre”, y en él había puesto Mundito todo el interés que la falta de ternura había acumulado en su pequeña alma. Con sus nueve años cargados de precoz sabiduría, el niño era consciente de que si llevaba al cachorrillo tendría que cargarlo casi todo el tiempo, porque no podría hacer tanta distancia por sí solo. Mundito sentía que esa idea casi le autorizaba a disponer del perrito. De súbito, sin pensarlo, corrió hacia la casucha gritando:

—¡Doña Ofelia, empréstame a Azabache, que lo voy a llevar allí!

Oyéranle o no, ya él había pedido autorización, y eso bastaba. Entró como un torbellino, tomó el animalejo en brazos y salió corriendo, a toda marcha, hasta que se perdió a lo lejos. Y así empezó el destino a jugar en los planes de Encarnación Mendoza.

Porque ocurrió que cuando, poco antes de las nueve, el niño Mundito pasaba frente al tablón de caña donde estaba escondido el fugitivo, cansado, o simplemente movido por esa especie de indiferencia por lo actual y curiosidad por lo inmediato que es privilegio de los animales pequeños, Azabache se metió en el cañaveral. Encarnación Mendoza oyó la voz del niño ordenando al perrito que se detuviera. Durante un segundo temió que el muchacho fuera la avanzada de algún grupo. Estaba clara la mañana. Con su agudo ojo de prófugo, él podía ver hasta donde se lo permitía el barullo de tallos y hojas. Allí, al alcance de su mirada, no estaba el niño. Encarnación Mendoza no tenía pelo de tonto. Rápidamente calculó que si lo hallaban atisbando era hombre perdido; lo mejor sería hacerse el dormido, dando la espalda al lado por donde sentía el ruido. Para mayor seguridad, se cubrió la cara con el sombrero.

El negro cachorrillo correteó, jugando con las hojas de caña, pretendiendo saltar, torpe de movimientos, y cuando vio al fugitivo echado empezó a soltar diminutos y graciosos ladridos. Llamándolo a voces, y gateando para avanzar, Mundito iba acercándose cuando de pronto quedó paralizado: había visto al hombre. Pero para él no era simplemente un hombre sino algo imponente y terrible; era un cadáver. De otra manera no se explicaba su presencia allí y mucho menos su postura. El terror le dejó frío. En el primer momento pensó huir, y hacerlo en silencio para que el cadáver no se diera cuenta. Pero le parecía un crimen dejar a Azabache abandonado, expuesto al peligro de que el muerto se molestara con sus ladridos y lo reventara apretándolo con las manos. Incapaz de irse sin el animalito e incapaz de quedarse allí, el niño sentía que desfallecía. Sin intervención de su voluntad levantó una mano, fija la mirada en el difunto, temblando, mientras el perrillo reculaba y lanzaba sus pequeños ladridos. Mundito estaba seguro de que el cadáver iba a levantarse de momento. En su miedo, pretendió adelantarse al muerto; pegó un salto sobre el cachorrillo, al cual agarró con nerviosa violencia por el pescuezo, y a seguidas, cabeceando contra las cañas, cortándose el rostro y las manos, impulsado por el terror, ahogándose, echó a correr hacia la bodega. Al llegar allí, a punto de desfallecer por el esfuerzo y el pavor, gritó señalando hacia el lejano lugar de su aventura:

—¡En la Colonia Adela hay un hombre muerto!

A lo que un vozarrón áspero respondió gritando:

—¿Qué tá diciendo ese muchacho?

Y como era la voz del sargento Rey, jefe de puesto del Central, obtuvo el mayor interés de parte de los presentes así como los datos que solicitó del muchacho.

El día de Nochebuena no podía contarse con el juez de La Romana para hacer el levantamiento del cadáver, pues debía andar por la Capital disfrutando sus vacaciones de fin de año. Pero el sargento era expeditivo: quince minutos después de haber oído a Mundito el sargento Rey iba con dos números y diez o doce curiosos hacia el sitio donde yacía el presunto cadáver. Eso no había entrado en los planes de Encarnación Mendoza.

El propósito de Encarnación Mendoza era pasar la Nochebuena con su mujer y sus hijos. Escondiéndose de día y caminando de noche había recorrido leguas y leguas, desde las primeras estribaciones de la Cordillera, en la provincia del Seybo, rehuyendo todo encuentro y esquivando bohíos, corrales y cortes de árboles o quema de tierras. En toda la región se sabía que él había dado muerte al cabo Pomares, y nadie ignoraba que era hombre condenado donde se le encontrara. No debía dejarse ver de persona alguna, excepto de Nina y de sus hijos. Y los vería sólo una hora o dos, durante la Nochebuena. Tenía ya seis meses huyendo, pues fue el día de San Juan cuando ocurrieron los hechos que costaron la vida al cabo Pomares.

Necesariamente debía ver a su mujer y a sus hijos. Era un impulso bestial el que le empujaba a ir, una fuerza ciega a la cual no podía resistir. Con todo y ser tan limpio de sentimientos, Encarnación Mendoza comprendía que con el deseo de abrazar a su mujer y de contarles un cuento a los niños iba confundida una sombra de celos. Pero además necesitaba ver la casucha, la luz de la lámpara iluminando la habitación donde se reunían cuando él volvía del trabajo y los muchachos le rodeaban para que él los hiciera reír con sus ocurrencias. El cuerpo le pedía ver hasta el sucio camino, que se hacía lodazal en los tiempos de lluvia. Tenía que ir o se moriría de una pena tremenda.

Encarnación Mendoza estaba acostumbrado a hacer lo que deseaba; nunca deseaba nada malo y se respetaba a sí mismo. Por respeto a sí mismo sucedió lo del día de San Juan, cuando el cabo Pomares le faltó pegándole en la cara, a él, que por no ofender no bebía y que no tenía más afán que su familia. Sucediera lo que sucediera, y aunque el mismo Diablo hiciera oposición, Encarnación Mendoza pasaría la Nochebuena en su bohío. Sólo imaginar que Nina y los muchachos estarían tristes, sin un peso para celebrar la fiesta, tal vez llorando por él, le partía el alma y le hacía maldecir de dolor.

Pero el plan se había enredado algo. Era cosa de ponerse a pensar si el muchacho hablaría o se quedaría callado. Se había ido corriendo, a lo que pudo colegir Encarnación por la rapidez de los pasos, y tal vez pensó que se trataba de un peón dormido. Acaso hubiera sido prudente alejarse de allí, meterse en otro tablón de caña. Sin embargo valía la pena pensarlo dos veces, porque si tenía la fatalidad de que alguien pasara por la trocha de ida o de vuelta, y le veía cruzando el camino y le reconocía, era hombre perdido. No debía precipitarse; ahí, por de pronto, estaba seguro. A las nueve de la noche podría salir, caminar con cautela orillando los cerros, y estaría en su casa a las once, tal vez a las once y un cuarto. Sabía lo que iba a hacer; llamaría por la ventana de la habitación en voz baja y le diría a Nina que abriera, que era él, su marido. Ya le parecía estar viendo a Nina con su negro pelo caído sobre las mejillas, los ojos oscuros y brillantes, la boca carnosa, la barbilla saliente. Ese momento de la llegada era la razón de ser de su vida; no podía arriesgarse a ser cogido antes. Cambiar de tablón en pleno día era correr riesgo. Lo mejor sería descansar, dormir.

Despertó al tropel de pasos y a la voz del niño que decía:

—Taba ahí, sargento.

—¿Pero en cuál tablón; en ése o en el de allá?

—En ése ––aseguró el niño.

“En ése” podía significar que el muchacho estaba señalando hacia el que ocupaba Encarnación, hacia uno vecino o hacia el de enfrente. Porque a juzgar por las voces y el sargento se hallaban en la trocha, tal vez en un punto intermedio entre varios tablones de caña. Dependía de hacia dónde estaba señalando el niño cuando decía “ése.” La situación era realmente grave, porque de lo que no había duda era de que ya había gente localizando al fugitivo. El momento, pues, no era de dudar, sino de actuar. Rápido en la decisión, Encarnación Mendoza comenzó a gatear con suma cautela, cuidándose de que el ruido que pudiera hacer se confundiera con el de las hojas del cañaveral batidas por la brisa. Había que salir de allí pronto, sin perder un minuto. Oyó la áspera voz del sargento:

—¡Métase por ahí, Nemesio, que yo voy por aquí! ¡Usté, Solito, quédese por aquí!

Se oían murmullos y comentarios. Mientras se alejaba, agachado, con paso felino, Encarnación podía colegir que había varios hombres en el grupo que le buscaba. Sin duda las cosas estaban poniéndose feas.

Feas para él y feas para el muchacho, quienquiera que fuese. Porque cuando el sargento Rey y el número Nemesio Arroyo recorrieron el tablón de caña en que se habían metido, maltratando los tallos más tiernos y cortándose las manos y los brazos, y no vieron cadáver alguno, empezaron a creer que era broma lo del hombre muerto en la Colonia Adela.

—¿Tú ta seguro que fue aquí, muchacho? ––preguntó el sargento.

—Sí, aquí era ––afirmó Mundito, bastante asustado ya.

—Son cosa de muchacho, sargento; ahí no hay nadie ––terció el número Arroyo.

El sargento clavó en el niño una mirada fija, escalofriante, que lo llenó de pavor.

—Mire, yo venía por aquí con Azabache ––empezó a explicar Mundito–– y lo diba corriendo asina ––lo cual dijo al tiempo que ponía el perrito en el suelo––, y él cogió y se metió ahí.

Pero el número Solito Ruiz interrumpió la escenificación de Mundito preguntando:

—¿Cómo era el muerto?

—Yo no le vide la cara ––dijo el niño, temblando de miedo–; solamente le vide la ropa. Tenía un sombrero en la cara. Taba asina, de lao…

—¿De qué color era el pantalón? ––inquirió el sargento.

—Azul, y la camisa como amarilla, y tenía un sombrero negro encima de la cara…

Pero el pobre Mundito apenas podía hablar; se hallaba aterrorizado, con ganas de llorar. A su infantil idea de las cosas, el muerto se había ido de allí sólo para vengarse de su denuncia y hacerlo quedar como un mentiroso. Seguramente en la noche le saldría en la casa y lo perseguiría toda la vida.

De todas maneras, supiéralo o no Mundito, en ese tablón de cañas no darían con el cadáver. Encarnación Mendoza había cruzado con sorprendente celeridad hacia otro tablón, y después hacia otros más; y ya iba atravesando la trocha para meterse en un tercero cuando el niño, despachado por el sargento, pasaba corriendo, con el perrillo bajo el brazo. Su miedo lo paró en seco al ver el dorso y una pierna del difunto que entraban en el cañaveral. No podía ser otro, dado que la ropa era la que había visto por la mañana.

—¡Ta aquí, sargento; ta aquí! ––gritó señalando hacia el punto por donde se había perdido el fugitivo––. ¡Dentró ahí!

Y como tenía mucho miedo siguió su carrera hacia su casa, ahogándose, lleno de lástima consigo mismo por el lío en que se había metido. El sargento, y con él los soldados y curiosos que le acompañaban, se habían vuelto al oír la voz del chiquillo.

—Cosa de muchacho ––dijo calmosamente Nemesio Arroyo.

Pero el sargento, viejo en su oficio, era suspicaz:

—Vea, algo hay. ¡Rodiemo ese tablón di una ve! ––gritó.

Y así empezó la cacería, sin que los cazadores supieran qué pieza perseguían.

Era poco más de media mañana. Repartidos en grupos, cada militar iba seguido de tres o cuatro peones, buscando aquí y allá, corriendo por las trochas, todos un poco bebidos y todos excitados. Lentamente, las pequeñas nubes azul oscuro que descansaban al ras del horizonte empezaron a crecer y a ascender cielo arriba. Encarnación Mendoza sabía ya que estaba más o menos cercado. Sólo que a diferencia de sus perseguidores ––que ignoraban a quién buscaban––, él pensaba que el registro del cañaveral obedecía al propósito de echarle mano y cobrarle lo ocurrido el día de San Juan.

Sin saber a ciencia cierta dónde estaban los soldados, el fugitivo se atenía a su instinto y a su voluntad de escapar; y se corría de un tablón a otro, esquivando el encuentro con los soldados. Estaba ya a tanta distancia de ellos que si se hubiera quedado tranquilo hubiese podido esperar hasta el oscurecer sin peligro de ser localizado. Pero no se hallaba seguro y seguía pasando de tablón a tablón. Al cruzar una trocha fue visto de lejos, y una voz proclamó a todo pulmón:

—¡Allá va, sargento, allá va; y se parece a Encarnación Mendoza!

¡Encarnación Mendoza! De golpe todo el mundo quedó paralizado ¡Encarnación Mendoza!

—¡Vengan! ––demandó el sargento a gritos; y a seguidas echó a correr, el revólver en la mano, hacia donde señalaba el peón que había visto al prófugo.

Era ya cerca de mediodía, y aunque los crecientes nubarrones convertían en sofocante y caluroso el ambiente, los cazadores del hombre apenas lo notaban; corrían y corrían, pegando voces, zigzagueando, disparando sobre las cañas. Encarnación se dejó ver sobre una trocha distante, sólo un momento, huyendo con la velocidad de una sombra fugaz, y no dio tiempo al número Solito Ruiz para apuntarle su fusil.

—¡Que vaya uno al batey y diga de mi parte que me manden do número!   ––ordenó a gritos el sargento.

Nerviosos, excitados, respirando sonoramente y tratando de mirar hacia todos los ángulos a un tiempo, los perseguidores corrían de un lado a otro dándose voces entre sí, recomendándose prudencia cuando alguno amagaba meterse entre las cañas.

Pasó el mediodía. Llegaron no dos, sino tres números y como nueve o diez peones más; se dispersaron en grupos y la cacería se extendió a varios tablones. A la distancia se veían pasar de pronto un soldado y cuatro o cinco peones, lo cual entorpecía los movimientos, pues era arriesgado tirar si gente amiga estaba al otro extremo. Del batey iban saliendo hombres y hasta alguna mujer; y en la bodega no quedó sino el dependiente, preguntando a todo hijo de Dios que cruzaba si “ya lo habían cogido.”

Encarnación Mendoza no era hombre fácil. Pero a eso de las tres, en el camino que dividía el cañaveral de los cerros, esto es, a más de dos horas del batey, un tiro certero le rompió la columna vertebral al tiempo que cruzaba para internarse en la maleza. Se revolcaba en la tierra, manando sangre, cuando recibió catorce tiros más, pues los soldados iban disparándole a medida que se acercaban. Y justamente entonces empezaban a caer las primeras gotas de la lluvia que había comenzado a insinuarse a media mañana.

Estaba muerto Encarnación Mendoza. Conservaba las líneas del rostro, aunque tenía los dientes destrozados por un balazo de máuser. Era día de Nochebuena y él había salido de la Cordillera a pasar la Nochebuena en su casa, no en el batey, vivo o muerto. Comenzaba a llover, si bien por entonces no con fuerza. Y el sargento estaba pensando algo. Si él sacaba el cadáver a la carretera, que estaba hacia el poniente, podía llevarlo ese mismo día a Macorís y entregarle ese regalo de Pascuas al capitán; si lo llevaba al batey tendría que coger allí un tren del ingenio para ir a La Romana, y como el tren podría tardar mucho en salir llegaría a la ciudad tarde en la noche, tal vez demasiado tarde para trasladarse a Macorís. En la carretera las cosas son distintas; pasan con frecuencia vehículos y él podría detener un automóvil, hacer bajar la gente y meter el cadáver o subirlo sobre la carga de un camión.

—¡Búsquese un caballo ya memo que vamo a sacar ese vagabundo a la carretera! ––dijo dirigiéndose al que tenía más cerca.

No apareció caballo sino burro; y eso, pasadas ya las cuatro, cuando el aguacero pesado hacía sonar sin descanso los sembrados de caña. El sargento no quería perder tiempo. Varios peones, estorbándose los unos a los otros, colocaron el cadáver atravesado sobre el asno y lo amarraron como pudieron. Seguido por dos soldados y tres curiosos, a los que escogió para que arrearan el burro, el sargento ordenó la marcha bajo la lluvia.

No resultó fácil el camino. Tres veces, antes de llegar al primer caserío, el muerto resbaló y quedó colgando bajo el vientre del asno. Este resoplaba y hacía esfuerzos para trotar entre el barro, que ya empezaba a formarse. Cubiertos sólo con sus sombreros de reglamento al principio, los soldados echaron mano a pedazos de yaguas, de hojas grandes arrancadas a los árboles, o se guarecían en el cañaveral de rato en rato, cuando la lluvia arreciaba más. La lúgubre comitiva anduvo sin cesar, la mayor parte del tiempo en silencio aunque de momento la voz de un soldado comentaba:

—Vea ese sinvergüenza.

O simplemente aludía al cabo Pomares, cuya sangre había sido al fin vengada.

Oscureció del todo, sin duda más temprano que de costumbre por efectos de la lluvia; y con la oscuridad el camino se hizo más difícil, razón por la cual la marcha se tornó lenta. Serían más de las siete, y apenas llovía entonces, cuando uno de los peones dijo:

—Allá se ve una lucecita.

—Sí, del caserío ––explicó el sargento; y al instante urdió un plan del que se sintió enormemente satisfecho.

Pues al sargento no le bastaba la muerte de Encarnación Mendoza. El sargento quería algo más. Así, cuando un cuarto de hora después se vio frente a la primera casucha del lugar, ordenó con su áspera voz:

—Desamarren ese muerto y tírenlo ahí adentro, que no podemo seguir mojándono.

Decía esto cuando la lluvia era tan escasa que parecía a punto de cesar; y al hablar observaba a los hombres que se afanaban en la tarea de librar el cadáver de cuerdas. Cuando el cuerpo estuvo suelto llamó a la puerta de una casucha justo a tiempo para que la mujer que salió a abrir recibiera sobre los pies, tirado como el de un perro, el cuerpo de Encarnación Mendoza. El muerto estaba empapado en agua, sangre y lodo, y tenía los dientes destrozados por un tiro, lo que le daba a su rostro antes sereno y bondadoso la apariencia de estar haciendo una mueca horrible.

La mujer miró aquella masa inerte; sus ojos cobraron de golpe la inexpresiva fijeza de la locura; y llevándose una mano a la boca comenzó a retroceder lentamente, hasta que a tres pasos paró y corrió desolada sobre el cadáver al tiempo que gritaba:

—¡Ay m’shijo, m’shijo; se han quedao guérfano… han matao a Encarnación!

Espantados, atropellándose, los niños salieron de la habitación, lanzándose a las faldas de la madre.

Entonces se oyó una voz infantil en la que se confundían llanto y horror:

—¡Mama, mi mama! ¡Ese fue el muerto que yo vide hoy en el cañaveral!


sábado, 24 de noviembre de 2012

Nicolás Guillén. West Indies, Ltd.


BALADA DE LOS DOS ABUELOS


Sombras que sólo yo veo,
me escoltan mis dos abuelos.

Lanza con punta de hueso,
tambor de cuero y madera:
mi abuelo negro.
Gorguera en el cuello ancho,
gris armadura guerrera:
mi abuelo blanco.

¡Pie desnudo, torso pétreo
los de mi negro;
pupilas de vidrio antártico
las de mi blanco!
África de selvas húmedas
y de gordos gongos sordos...
––¡Me muero!
(Dice mi abuelo negro.)
Aguaprieta de caimanes,
verdes mañanas de cocos...
––¡Me canso!
(Dice mi abuelo blanco.)
¡Oh velas de amargo viento,
galeón ardiendo en oro...!
––¡Me muero!
(Dice mi abuelo negro.)
¡Oh costas de cuello virgen
engañadas de abalorios…!
––¡Me canso!
(Dice mi abuelo blanco.)
¡Oh puro sol repujado,
preso en el aro del trópico;
oh luna redonda y limpia
sobre el sueño de los monos!

Nicolás Guillén
West Indies, Ltd.

¡Qué de barcos, qué de barcos!
¡Qué de negros, qué de negros!
¡Qué largo fulgor de cañas!
¡Qué látigo el del negrero!
Piedra de llanto y de sangre,
venas y ojos entreabiertos,
y madrugadas vacías,
y atardeceres de ingenio,
y una gran voz, fuerte voz,
despedazando el silencio.
¡Qué de barcos, qué de barcos,
qué de negros!

Sombras que sólo yo veo,
me escoltan mis dos abuelos.

Don Federico me grita
y Taita Facundo calla;
los dos en la noche sueñan
y andan, andan.
Yo los junto.
                     ––¡Federico!
¡Facundo! Los dos se abrazan.
Los dos suspiran. Los dos
las fuertes cabezas alzan;
los dos del mismo tamaño,
bajo las estrellas altas;
los dos del mismo tamaño,
ansia negra y ansia blanca,
los dos del mismo tamaño,
gritan, sueñan, lloran, cantan.
Sueñan, lloran, cantan.
Lloran, cantan.
¡Cantan!


sábado, 17 de noviembre de 2012

Iván S. Turguéniev. Relatos de un cazador


LOS CANTORES RUSOS


La aldehuela de Kolotova era, en otro tiempo, propiedad de una anciana, a quien le habían puesto el sobrenombre de La Esquiladora, debido a su carácter ávido y de empresa. Ahora pertenecía a un alemán de Petersburgo. Construida sobre un montículo, la atraviesa un horrible barranco que forma el medio de la calle. Las aguas de la primavera y del otoño se juntan en la concavidad del barranco y separan el caserío en dos partes próximas, pero muy diferentes. No se puede echar un puentecillo sobre tal especie de río, cuyo lecho de arcilla está encajado a gran profundidad.

Aunque el aspecto del paraje nada tiene de agradable, no hay habitante de los alrededores que no conozca la aldea y no venga con frecuencia a ella.

Al comienzo del barranco hay una casita aislada de la población. Una chimenea remata su techo de paja; tiene una sola ventana, que se abre hacia el lado del barranco, y en el invierno, cuando la luz de adentro pasa a través de sus cristales, parece un ojo de miradas penetrantes.

Se la ve desde lejos. Sirve a guisa de estrella conductora a los viajeros cuando hay niebla y tiempo brumoso.

Esta isba no es otra cosa que una taberna, o un prytinni, como dicen en el país. Encima de la puerta hay una tabla pintada de azul. El aguardiente que allí se despacha, aunque tan caro como en cualquier parte, es el artículo más acreditado en toda la región, y por eso el propietario, Nicolái Ivanitch, siempre tiene muchos clientes.

Es un hombre forzudo, de mejillas frescas y coloradas. Ahora está algo grueso, sus cabellos blanquean y los rasgos de su cara están hinchados por la grasa. Pero conserva un aire de gran
benevolencia.

Hace más de veinte años que habita en el caserío. Es muy listo y posee el don de atraer a los parroquianos, sin gastar nunca amabilidades extraordinarias.

Iván S. Turguéniev
Relatos de un cazador
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Le gusta a la gente estarse allí, bajo su mirada paternal y cortés. Tiene finura, es escrutador, conoce a fondo a cuantos le rodean y la vida que llevan. Pero nunca se daría a repartir censuras y halagos. Permanece tranquilamente a la sombra, detrás de su mostrador. Cuando la taberna está vacía, se sienta a la puerta y traba conversación con los transeúntes. Ha visto y observado mucho. ¡Conoció a tantos gentileshombres que venían a proveerse de aguardiente en su casa! ¡Cuántos se han arruinado! ¡Cuántos han muerto! Las autoridades civiles le respetan y el stanovoi nunca pasa delante de su isba sin entrar a saludarle. Verdad que se le deben servicios. Hace algún tiempo detuvo a un ladrón y le obligó a devolver lo que había.

Es casado. Su mujer, delgada y flacucha como era, ha engrosado. Supo merecer la entera confianza de su marido y éste le deja llaves y cuidado del negocio, y ella sabe hacerse temer tanto como Nicolái. Tienen hijos todavía pequeños, pero ya inteligentes y astutos, como lo denuncia su cierto aspecto de zorros.

Un día, al empezar la tarde, caminaba yo por lo alto del barranco. Era el mes de julio y hacía un calor tórrido. Volaba en los aires un polvo blanco que sofocaba.

Los cuervos, erizadas las plumas, entreabierto el pico, parecían implorar caridad. Solamente los gorriones no dejaban su griterío y se perseguían piando con la vivacidad de siempre.

Me moría de sed. No tienen pozo los habitantes de esta aldea. Se conforman con el agua barrosa de un estanque cercano. A mí este limo me repugnaba y decidí pedir a Nicolái un vaso de kvass o de cerveza.

Sí, como dije, nunca es atrayente el aspecto de la aldea, durante el verano resulta absolutamente espantoso; la deslumbradora claridad del sol hace resaltar toda la fealdad de estos techos de paja. El barranco profundo, una plazuela quemada por el sol y donde se ven algunas gallinas héticas; luego el estanque negro, bordeado de lodo por un lado, y en el otro un dique en ruinas; y más lejos un ribazo donde un rebaño de ovejas busca una brizna de pasto.

Entré en la aldea. Me miraban los chiquillos con aire de asombro. Sus ojos se dilataban para verme mejor y los perros ladraban en todas las puertas. Minutos después llegaba al prytinni.

Un campesino alto salió a la puerta. Estaba sin sombrero y retenía su capa de frisa un grueso cinturón. Su cara era flaca y una espesa cabellera gris dominaba su frente arrugada; llamaba a alguien y no parecía del todo dueño de sí, indicio cierto de abundantes libaciones.

—¡Ven! —gritaba con voz ronca y realzando las espesas cejas—. Parecería que no puedes arrastrarte siquiera. ¡Vamos, hermano, pronto!

El hombre a quien se dirigía era pequeño, rechoncho y cojo. Venía por el lado derecho de la isba. Llevaba una larga túnica bastante limpia, un bonete muy puntiagudo, encasquetado, lo que le daba una expresión maliciosa. Una perpetua sonrisa, fina y amable, vagaba constantemente en sus labios.

—¡Voy, querido! —dijo acercándose a la taberna—. ¿Por qué me llamas? ¿Qué ocurre?

—¡Ah!, ¿qué puede hacerse en una taberna, amigo? Hay gente que te espera: Iacka El Turco, Diki Barin y el capataz de Jisdra. Han apostado un cuarto de cerveza a ver quién canta mejor.

—Iacka va a cantar —dijo el recién llegado, es decir, Morgach.

—¿Verdad, hermano? ¿No será molestarse en vano?

—No —dijo el otro, Obaldoni—, cantarán. Hay una apuesta.

—Entremos, entonces —y agachándose pasaron el umbral de la taberna.

Esta conversación me interesó, porque había oído hablar de Iacka El Turco como de un gran cantor. Quise juzgar por mí mismo, alargué el paso y entré en la isba.

No han entrado muchas personas en una taberna de aldea. Tal vez los cazadores las conozcan porque en todas partes se meten.

Esta clase de establecimientos se componen, ordinariamente, de una entrada oscura. Luego hay una espaciosa pieza dividida por un tabique. Nunca los clientes franquean esta separación, en la que se ha practicado una abertura que permite ver lo que sucede al otro lado. Hay una larga mesa de encina, y sobre esta especie de mostrador el dueño del prytinni sirve las bebidas. Detrás del tabique se ven las chtofs cuidadosamente tapadas. En la parte donde están los parroquianos no hay, generalmente, más que algunas barricas vacías, un banco y una mesa. Y suspendidas en la pared unas groseras lubotchnyas.

Mucha gente estaba ya reunida cuando llegué. Nicolái estaba detrás del mostrador, con su aire regocijado, y servía aguardiente a los que iban entrando.

En medio de la pieza estaba Iacka El Turco, hombre de unos veinticinco años, pálida y flaca la cara, de cuerpo delgado y largo. No parecía gozar de buena salud. Sus salientes pómulos, mejillas sumidas y ojos grises, denunciaban un alma apasionada.

Presa de una enorme emoción, temblaban todos sus miembros y su respiración era desigual. Le dominaba la idea de que iba a cantar en público. A su lado había un hombre de más o menos cuarenta años, alto y fuerte. Todo lo contrario de Iacka, sus anchas espaldas hacían juego con sus brazos nerviosos y fuertes. Algo cobrizo el cutis, como el de los tártaros. A primera vista su semblante parecía cruel, pero luego se advertía cierta dulzura reflexiva. Rara vez levantaba los ojos y entonces echaba una ojeada a su alrededor, como un toro bajo el yugo. Su vieja levita parecía raspada, de tan usada, y la corbata era ya una simple hilacha. Así era el llamado Diki Barin por Obaldoni. Frente a ellos estaba sentado el capataz de Jisdra, el rival de Iacka.

Éste era un hombre de estatura mediana, bien formado. Tenía cara cenceña, crespos los cabellos, nariz levantada, era ojizarco y sedosa su barba. Hablaba poco, tenía las manos bajo las piernas, movía un pie, después el otro; y llamaba así la atención sobre sus botas coloradas y sin elegancia. Llevaba un armiak de tela gris sobre una camisa roja ceñida al cuello.

A través de la ventana penetraban pocos rayos de sol. Pero eran tales, en la isba, la oscuridad y la humedad, que no se advertía aquella luz.

El calor sofocante del mes de julio se transformaba allí en una atmósfera de frescura húmeda que le envolvía a uno como en una nube.

Mi llegada molestó al principio a los parroquianos de Nicolái. Pero como vieron que éste me saludaba, todos se inclinaron.

Fui a sentarme en un rincón, al lado de un campesino andrajoso.

—¡Vamos! —gritó Obaldoni, después de haber vaciado de un sorbo su copa de aguardiente. Y añadió algunas palabras extrañas—. ¿Por qué no se comienza? ¿Qué dices, Iacka?

—Sí, empezad —dijo Nicolái.

—Eso quiero yo —dijo el capataz de Jisdra. Y sonrió con suficiencia.

—Yo también —respondió Iacka—. Empecemos en seguida.

—¡Vamos, hijos! —dijo Morgach con voz de falsete—. Hay que comenzar.

—¡Ya es tiempo! —exclamó Diki Barin. Iacka se estremeció.

El capataz, poniéndose en pie, tosió para tomar aplomo. Y preguntó a Diki Barin con voz alterada:

—¿Quién ha de cantar primero?

—¡Tú, hermano, tú! —le gritaron al capataz. Movió éste los hombros y miró hacia el techo, callado, con actitud inspirada. Diki Barin propuso:

—Que se eche a la suerte y se ponga el cuartillo de cerveza en la mesa.

Nicolái se agachó, levantó del suelo la medida indicada y la puso en el mostrador.

Diki Barin, mirando a Iacka, lo interpeló:

—¿Pues bien?...

El joven se hurgó los bolsillos, sacó un kopeck y le hizo una marca. El capataz extrajo una linda bolsa de cuero y sacó una moneda nueva y ambas piezas se echaron en el mísero casquete de Iacka.

Morgach metió la mano en el casquete y sacó la moneda del capataz. Suspiró la asamblea; al fin se empezaría.

—¿Qué voy a cantar?

—Lo que tú quieras —se le replicó—. Nosotros vamos a juzgar honradamente.

—Permítaseme toser un poco, para aclararme la voz.

—¡Acabemos, acabemos! —gritó la asamblea—. ¡Despáchate!

El paciente miró hacia arriba, suspiró, removió las espaldas y dio algunos pasos hacia adelante. Antes de relatar la lucha entre ambos cantores, conviene conocer el carácter y los hábitos de los personajes que principalmente intervenían en la escena.

A Obaldoni, cuyo verdadero nombre era Evgraf Ivanof, le llamaban así los campesinos debido a su aire insignificante y siempre alterado. Era un picarón, un dvoroni despedido por su amo y que, sin un centavo en el bolsillo, se arreglaba para llevar una vida alegre. Tenía amigos, decía él, que le proveían de té y de aguardiente. Cosa falsa, porque Obaldoni no era de trato tan agradable que se le pudiese hacer regalos. Más bien fastidiaba con su charla continua, su familiaridad confianzuda y sus risotadas nerviosas. No sabía cantar ni bailar, nunca salió de su boca una palabra inteligente, y en las reuniones los campesinos estaban acostumbrados a verle y soportarle como un mal inevitable. Solamente Diki Barin tenía sobre él alguna influencia.

Nada se parecía Morgach a su camarada. Le habían puesto injustamente ese nombre, ya que no guiñaba los ojos. Bien es verdad que en Rusia hay tanta inclinación a poner apodos que no siempre resultan exactos.

Pese a todas mis investigaciones enderezadas a conocer el pasado de este hombre, ciertos períodos de su vida me son absolutamente desconocidos y no creo que los habitantes del país tengan más noticias que yo. Supe que había sido en otro tiempo cochero de una anciana señora y se había escapado con el par de caballos que le habían confiado. No se avino a los fastidios de la vida errante y al cabo de un año volvió todo maltrecho a echarse a los pies de su ama. Varios años de vida ejemplar hicieron olvidar su falta y hasta concluyó por congraciarse de nuevo la voluntad de la anciana, y ésta lo hizo su intendente. Después de morir su ama, se halló, no se sabe cómo, emancipado de la servidumbre, inscrito entre los burgueses. Se convirtió en colono, comerció, y al poco tiempo tenía una pequeña fortuna. Es hombre de gran experiencia, que sólo obra por cálculo y en beneficio propio. Es circunspecto y audaz como el zorro, parlanchín como una vieja. Nunca dice una palabra de más, pero hace decir a los otros lo que éstos hubiesen querido callar. No remeda a los imbéciles como hacen otros. Su mirada fina y penetrante sabe verlo todo sin dejarlo translucir. Es un verdadero observador. Cuando emprende un negocio, se creería que va a fracasar. Sin embargo, todo lo conduce con prudencia y termina por triunfar.

Es feliz, pero supersticioso, y cree en los presagios. Poco querido en el país, eso no le preocupa; se conforma con que le estimen. Tiene un solo hijo, al que cría en su casa. “Es padre igual que su padre”, dicen los viejos cuando al anochecer, sentados a la puerta de sus casas, conversan de bueyes perdidos.

Iacka El Turco y el capataz eran bastante menos interesantes. Al primero, de sobrenombre El Judío, se le puso este apodo por su madre. Era un artista, pero se veía obligado a ganarse el pan en una fábrica de papel.

El capataz era, sin duda, un burgués. Tenía el modo imperioso y decidido que suelen tener las personas de esta clase.

El más interesante y curioso era Diki Barin. Al verle por primera vez llamaba la atención la apariencia ruda de toda su persona. Su salud es la de un Hércules, como si lo hubiesen tallado a hachazos en una encina. Y en esta encina hay vida para diez hombres. Con su exterior grosero, hay en él cierta delicadeza, y quizá provenga ello de la confianza que le inspira su propia fuerza.

Difícil es juzgar, a primera vista, a qué clase pertenece. No parece un dvorovi ni un señor Juan Sin Tierra; tampoco puede ser un burgués; acaso un escritor o un ente particular. Un buen día llegó al distrito y se dijo que era un funcionario jubilado, pero sin prueba alguna. Tampoco conocía nadie sus medios de vida. No ejercía ningún oficio y, sin embargo, nunca le faltaba dinero. Como no se preocupaba por nadie, vivía tranquilamente. En ocasiones daba consejos, siempre atendidos.

De una vida casta, bebía moderadamente; su pasión era el canto. Este hombre era, en una palabra, un ser enigmático. Dueño de su prodigiosa fuerza, vivía siempre en un absoluto descanso, tal vez porque un secreto presentimiento le anunciaba que, si se dejaba llevar por ella, semejante fuerza destrozaría todo a su paso y tal vez al mismo que la tenía. Yo creo que algo le había dejado en este sentido la experiencia. Lo que más me sorprendía era la delicadeza de su sentimiento, unida a la crueldad innata. Nunca he visto semejante contraste.

Ahora volvamos al momento en que el capataz se adelantaba hasta el medio de la estancia. Entrecerró los ojos y comenzó a cantar con voz de falsete, agradable, pero no muy pura. La manejaba y hacía vibrar como se hace girar un diamante al sol. Ya eran notas ligeras, finas, ya algo como gotitas de agua cristalina. Dejaba llover melodías deslumbradoras o notas de órgano, grandiosas y altas. En seguida paraba, y luego de una pausa que daba apenas tiempo para un respiro, reprisaba con una audacia arrebatadora. A un aficionado, la audición de esta voz lo hubiese transportado. Pero un alemán la hubiese hallado insoportable.

Era un tenor ligero, un tenor de grazia rusa. Añadía a la romanza tantos adornos, tantas florituras, tantos trinos de grupetti, que me costó trabajo entender el sentido de los versos. Sin embargo, alcancé a entender el siguiente pasaje:

Yo cultivaré, mi bella,
un cuadradito de tierra,
y te plantaré, mi bella,
flores de la primavera.

No ignoraba el capataz que tenía que vérselas con expertos. Por eso gastaba todos sus esfuerzos para conmover a su auditorio. Lo consiguió perfectamente cuando, en una gama alígera, pasó de la voz de barítono a la de tenor. Diki Barin y Obaldoni no pudieron reprimir un grito de admiración.

—¡Muy bien! ¡Más alto todavía!

Nicolái, sentado en el mostrador, movía la cabeza con satisfacción. Obaldoni marcaba el compás cadenciosamente con los hombros.

Estimulado así el virtuoso, echó una cascada de trinos y efectos de garganta. Era una verdadera caída de sonidos brillantes, hasta que, exhausto, volcó hacia atrás la cabeza dando un último grito. El auditorio unánime aplaudió frenéticamente. Obaldoni le saltó al cuello y lo enlazó con sus huesudos brazos, que por poco ahogan al cantor. La cara hinchada de Nicolái enrojeció juvenilmente y Iacka exclamó como loco:

—¡Ah, el bravo! ¡Qué bien ha cantado!

Mi vecino, el campesino andrajoso, decía golpeando la mesa con el puño:

—¡Qué bien estuvo! ¡Endiabladamente bien! —y escupía.

—¡Qué placer nos has dado! —seguía gritando Obaldoni sin soltar al capataz—. ¡Sí, has ganado! Iacka no tiene tu fuerza.  —Y de nuevo abrazó efusivamente al cantor.

—¡Suéltalo! —le gritaron—. ¿No ves, bruto, que está rendido? ¡Anda! Te has pegado a él como una hoja mojada.

—Bueno, que se siente. Voy a beber a su salud.

Extenuado el cantor, se dejó caer en un banco.

—Cantas bien —dijo Nicolái recalcando la frase, como quien conoce el valor de sus palabras—. Ahora vamos a oír a Iacka.

—¡Sí, ha cantado muy bien, muy bien! —exclamó de pronto Polecka, la mujer del tabernero.

—¡Ah, esa cabeza cuadrada de Polecka! —dijo Obaldoni—. ¿Qué te pasa, Polecka?

Diki Barin le interrumpió:

—¡Insoportable bestia! ¿Vas a callarte?

—Yo no hago nada —rezongó Obaldoni—. Si... solamente que...

—Basta, cállate.

Y Barin se dirigió a Iacka:

—Empieza, hermano.

—No sé lo que es, pero tengo algo aquí, en la garganta. No puedo...

—Nada de remilgos —dijo Nicolái—. Y procura cantar tan bien como el capataz.

Se quedó Iacka durante un rato con la cabeza entre las manos, luego se recostó en la pared. Tenía el rostro pálido como el de un muerto y los ojos abiertos a medias.

Lanzó un largo suspiro y empezó.

Primero fue un sonido débil, tembloroso, algo como un vago y lejano eco. Produjo una singular impresión.
Siguió un sonido más amplio, más atrevido; con admirable destreza el artista abordó el tono alto. Sabía gobernar su voz e hizo vibrar las notas con extraordinario talento.

Todos nos maravillamos cuando entonó este canto melancólico:

Muchos senderos llevan
al bosque florecido.

Estas palabras hicieron gran efecto. Rara vez había oído una voz tan bella expresar tan bien los acentos de la pasión y de la desesperación, de la calma y de la dicha. Era realmente un canto ruso, una romanza que tocaba el corazón.

Iacka se animaba más y más, se dejaba llevar por la inspiración que lo dominaba y que comunicaba a sus oyentes.

Recordé un día en que yo estaba, a la hora de la pleamar, en una playa donde las olas venían a deshacerse tumultuosamente. Una gaviota de blancas alas bajó a posarse cerca de mí. Estaba vuelta hacia el mar cubierto de púrpura, y de cuando en cuando abría sus grandes alas como saludando a las olas y al disco del sol.

Este recuerdo acudió a mi memoria mientras miraba a Iacka, inmóvil ante nosotros y dando toda su alma en la voz y encantándonos con sus hermosas melodías.

Cada una de sus graves notas tenía algo de grande, de vago, como el horizonte de nuestras estepas. Ya me subían las lágrimas a los ojos, cuando alguien empezó a sollozar cerca de mí. Me di la vuelta; era la mujer de Nicolái, que lloraba apoyándose en la ventana.

Iacka miró hacia ella, y desde ese momento su voz fue aún más bella y arrebatadora. Estábamos todos sobreexcitados. No sé cómo habría concluido aquello si el cantor no se hubiese parado en medio de una nota alta.

Nadie se movió. Nadie dijo una sola palabra. Iacka nos había transportado a un mundo nuevo.

—Iacka —dijo al fin Diki Barin poniéndole una mano en la
espalda. Pero no pudo decir más.

El capataz, levantándose, se aproximó, y balbuceó penosamente:

—Tú..., eres tú..., ganaste... ––y en seguida salió afuera.

Apenas se hubo marchado, el encantamiento en que estábamos sumergidos empezó a disiparse. Obaldoni dio un salto, procurando reír y agitando sus largos brazos. Morgach felicitó al artista y Nicolái no pudo menos que ofrecer un segundo cuartillo. Diki Barin era feliz y la sonrisa que vagaba en sus labios contrastaba singularmente con la expresión habitual de su rostro.

En cuanto al campesino de los andrajos, lloraba como un niño, y de cuando en cuando le oíamos exclamar:

—¡Que sea yo un hijo de perra si éste no ha cantado bien!

El cantor gozaba su triunfo. Hizo que buscaran al capataz. Pero no se le encontró. Obaldoni llevó a Iacka hasta el mostrador, clamando:

—¡Sigue cantando, canta hasta la noche!

Me retiré después de mirar una vez más a Iacka. Afuera el calor era excesivo, la atmósfera de fuego. En el azul del cielo se hubiera dicho que vagaban puntos luminosos.

No se escuchaba ruido alguno. Y esta calma aumentaba más aún la hermosura de la naturaleza. Agobiado por la fatiga, llegué hasta un cobertizo, donde me tendí sobre las hierbas que acababan de cortar. Tenía el heno un aroma embriagante. Tardé mucho en dormirme. El canto de Iacka resonaba en mis oídos. Pero el cansancio y el calor me dominaron. Desperté cuando ya era de noche. Los últimos resplandores del crepúsculo huían en el horizonte, algunas estrellas brillaban con vivo fulgor. Perduraba en la temperatura mucho calor del día, y con el pecho oprimido se ansiaba un soplo de aire.

En la aldea se encendieron algunas luces, y la ventana de la taberna estaba plenamente iluminada. Llevado por la curiosidad, me dirigí hacia la casa de Nicolái. Miré a través de los cristales y tuve una impresión de repugnancia. Aquellos a quienes había visto por la tarde estaban todavía, pero en completo estado de embriaguez. Iacka tartamudeaba una especie de canción, mientras el campesino andrajoso y Obaldoni intentaban bailar.

Solamente Nicolái, en su carácter de tabernero, conservaba su dignidad. Había algunas personas nuevas, pero Diki Barin ya no estaba.

Dejé la ventana y descendí de la altura en que está la aldea.

Ondas de bruma inundaban la llanura y parecían confundirse con el suelo. Andaba a la ventura, cuando una voz infantil sonó en el oído:

—¡Antropka! ¡Antropka!

La voz callaba, para empezar de nuevo. Resonaba en medio del silencio nocturno. Por lo menos treinta veces se obstinó en gritar. Al fin, desde lejos, en la llanura, alguien respondió:

—¿Qué? ¿Qué... é... é...?

—¡Ven para que padre te pegue! —gritó la criatura.

Ya no hubo respuesta. El niño siguió llamando incansablemente. Me alejé y di la vuelta a un bosque que precede a mi aldea. La oscuridad era profunda; el nombre de Antropka se oía aún, muy débilmente, en la lejanía.