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El mañanero mar del silencio se quebró en ondas de cantos de pájaros. Las flores estaban contentas junto al camino. Un tesoro de oro se derramó por entre las rajadas nubes. Pero nosotros seguíamos a prisa nuestro camino, sin hacer caso.
No cantábamos nuestra alegría ni jugábamos; no nos llegamos a la aldea a comprar ni a vender; no hablábamos ni sonreíamos, ni nos parábamos a descansar. Íbamos más de prisa cada vez, con las horas.
Llegó el sol al cenit, y las tórtolas se arrullaron en la sombra; las hojas secas danzaron y volaron en el aire caliente del mediodía; el pastorcillo se adormiló a la sombra del baniano. Y yo me eché, orilla del agua, y estiré mi cuerpo rendido sobre la yerba.
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Mis compañeros me insultaron con desprecio y, erguidas las cabezas, sin mirar atrás ni pararse un instante, siguieron afanosos y se perdieron en la brumosa lejanía azul. Cruzaron prados y colinas, pasaron extraños países distantes...
¡Sea tuyo todo el honor, escuadrón heroico del sendero interminable! Tu mofa y tu reproche me tentó a levantarme; pero yo no respondí; me di por bien perdido en la cima de mi alegre humillación, a la sombra de una vaga felicidad.
La paz de la verde sombra, que el sol recamaba, se tendió lenta sobre mi corazón. Olvidé el porqué de mi viaje y perdí, sin lucha, mi pensamiento en un laberinto de sombras y canciones.
Y cuando salí de mi sueño, mis ojos abiertos te vieron ante mí, anegando mi sueño en tu sonrisa. ¿Cómo había yo pensado que era largo y penoso el camino, que no era necesario luchar tanto para alcanzarte?