CAPÍTULO IV
Unos días después de su llegada, el joven Dubrovski quiso ocuparse de los asuntos, pero su padre no se hallaba en condiciones de darle las explicaciones necesarias, y además carecía de administrador. Examinando los papeles, no halló más que la primera carta del asesor y el borrador de la repuesta a la misma, lo que no bastaba para darle una idea clara del pleito, y decidió esperar los acontecimientos confiando en la razón que les asistía.
Entre tanto, la salud de Andréi Gavrílovich empeoraba por momentos. Vladímir preveía un rápido final y no se apartaba del anciano, que había vuelto por completo a su primera infancia.
Se agotó el plazo y no fue presentado el recurso. Kisteniovka pertenecía a Troekúrov. Shabashkin acudió a él y, entre grandes reverencias y felicitaciones, le rogó que fijase un día a su elección para entrar en posesión de la finca que acababa de obtener; preguntó si lo haría personalmente o por poder. Kirila Petróvich se turbó. No era codicioso, mas el deseo de venganza le había llevado demasiado lejos y ahora le remordía la conciencia. Sabía la situación en que se hallaba su adversario, antiguo compañero de juventud, y la victoria no le alegraba. Miró severamente a Shabashkin, buscando un pretexto por reñirle, pero no encontrándolo, dijo con irritación:
––Vete, no estoy para eso.
Shabashkin, viendo que no se hallaba de buen talante, hizo una inclinación y se apresuró a alejarse. Una vez solo, Kirila Petróvich se puso a pasear por la habitación, silbando Retumbe el trueno de la victoria, que en él era signo de violenta agitación. Mandó por último enganchar un cochecillo, se abrigó (pues esto sucedía ya a fines de septiembre) y, guiando él mismo, salió del patio de su casa.
A la vista de la casita de Andréi Gavrílovich sentimientos contradictorios inundaron su alma. Un sentimiento de venganza satisfecha y su carácter pugnaban por dominar otro más noble, que acabó por triunfar. Se decidió a hacer las paces con su viejo vecino, a olvidar los motivos de la disputa y a devolverle su hacienda. Aliviada el alma con tan buenos propósitos, Kirila Petróvich puso el cochecillo al trote, en dirección a la casa de su vecino, entrando directamente en el patio.
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El enfermo se encontraba en aquel momento sentado junto a la ventana del dormitorio. Reconoció a Kirila Petróvich y una angustia indecible se dibujó en su rostro: el rojo purpúreo sucedió a la ordinaria palidez, sus ojos despidieron chispas y balbuceó unas sonidos inarticulados. El hijo, que estaba a su lado revisando los libros de la hacienda, levantó la cabeza y quedó asombrado. El enfermo señalaba el patio con el dedo, con claras muestras de terror y de cólera. Recogía presuroso los faldones de su bata, disponiéndose a levantarse del sillón, cuando al incorporarse cayó desplomado. El hijo se precipitó hacia él; el anciano yacía sin conocimiento y sin respiración: le había sobrevenido un ataque de parálisis.
––¡Pronto, pronto, id a la ciudad a buscar un médico! ––gritó Vladímir.
––Kirila Petróvich pregunta por usted ––dijo un criado, entrando en el dormitorio.
Vladímir le dirigió una mirada espantosa.
––Di a Kirila Petróvich que se vaya antes de que yo mande que lo echen de aquí.
El criado corrió alegremente a cumplir la orden de su señor. Egórovna juntó las manos.
––Has perdido la cabeza ––dijo con voz chillona––. Kirila Petróvich nos comerá a todos.
––Cállate ––dijo enfadado Vladímir––. Manda ahora mismo a Antón a la ciudad en busca de un médico.
Egórovna se alejó. En la antesala no había nadie, pues todos estaban congregados en el patio para ver a Kirila Petróvich. Salió al portal y oyó la respuesta del criado en nombre del joven señor. Kirila Petróvich la escuchó sentado en su cochecillo; su cara se hizo más sombría que la noche, sonrió con desprecio, paseó una mirada amenazadora por la servidumbre y salió del patio al paso de su caballo. Miró hacia la ventana junto a la que se encontraba Andréi Gavrílovich, pero éste había desaparecido. La niñera seguía en el portal, olvidada de la orden de su señor.
La servidumbre comentaba ruidosamente lo sucedido. De pronto, Vladímir apareció entre ellos y dijo lo siguiente con voz ronca:
––Ya no hace falta el médico, mi padre ha muerto.
Se produjo gran confusión. La gente se precipitó a la habitación del viejo señor. Éste yacía en el sillón al que Vladímir le había trasladado; la mano derecha colgaba hasta tocar el suelo, la cabeza reclinada sobre el pecho y el cuerpo, aún caliente, estaba ya desfigurado por la muerte. Egórovna rompió en sollozos; los criados rodearon el cadáver, abandonado a sus cuidados. Lo lavaron, y vistiéndolo con su uniforme, hecho el año 1797, lo colocaron sobre la misma mesa en la que durante tantos años habían servido a su señor.
El entierro se efectuó al tercer día. El cuerpo del anciano yacía sobre la mesa, cubierto con el sudario y rodeado de cirios. El comedor estaba lleno de criados. Se disponían a llevar el cadáver. Vladímir y tres servidores levantaron a hombros el ataúd. Abrió la marcha el sacerdote, al que acompañaba el diácono cantando las oraciones funerarias. El dueño de Kisteniovka cruzó por última vez el umbral de su casa. Llevaron el ataúd por el bosquecillo, detrás del cual se encontraba la iglesia. Era un día de otoño, claro y frío. Las hojas caían de los árboles.
Al salir del bosquecillo, vieron la iglesia de madera de Kisteniovka y el cementerio con sus viejos tilos otoñales. Allí reposaba el cuerpo de la madre de Vladímir y otra fosa había sido abierta la víspera junto a su tumba.
La iglesia estaba llena de campesinos de Kisteniovka que habían acudido a rendir los últimos honores a su señor.
El joven Dubrovski se quedó en el coro; no lloraba ni rezaba, pero su rostro era espantoso. Terminó la triste ceremonia. Vladímir fue el primero en despedirse del muerto, y tras él lo hizo toda la servidumbre. Acercaron la tapa y clavaron el ataúd. Las mujeres sollozaban con grandes gritos; los hombres se limpiaban las lágrimas con el puño. Vladímir y los tres criados transportaron el féretro hasta la tumba, acompañados por toda la aldea. El ataúd fue bajado a la fosa, los presentes arrojaron a ella un puñado de tierra y comenzaron a funcionar las palas. Todos hicieron una inclinación y, finalmente, se dispersaron. Vladímir se alejó apresuradamente adelantándose a todos, y se ocultó en el bosque de Kisteniovka.
En nombre del joven señor, Egórovna invitó al pope y sus acompañantes al banquete funerario, explicando que éste no tenía el propósito de asistir. De esta suerte, el padre Antón, su mujer, Fedótovna, y el diácono se dirigieron a pie a la casa señorial, comentando con Egórovna las virtudes del difunto y haciendo conjeturas en torno a lo que esperaba a su heredero. (En toda la comarca se conocía ya la llegada y el recibimiento que se había hecho a Troekúrov, y los políticos del lugar profetizaban las importantes consecuencias que esto traería consigo).
––Lo que sea sonará ––dijo la mujer del pope––, aunque sería una lástima que Vladímir Andréievich no fuese nuestro señor. Es un valiente.
––¿Quién va a ser nuestro señor, sino él? ––le interrumpió Egórovna––. Hace mal Kirila Petróvich en acalorarse, no ha tropezado con un cobarde. Mi halcón sabrá defenderse y, si Dios quiere, seguiremos disfrutando de sus favores. Kirila Petróvich es muy orgulloso, pero tuvo que marcharse con el rabo entre piernas cuando mi Grisha le gritó: “¡Largo, perro viejo! ¡Fuera de aquí!”
––¡Ay, Egórovna! ––dijo el diácono––, no sé cómo Grígori se atrevió. Creo que me decidiría antes a insultar al Señor que a mirar de reojo a Kirila Petróvich. Cuando lo veo, empiezo a temblar de miedo, el espinazo se me dobla sin que yo me dé cuenta y parece como si quisiera caer a sus pies...
––Vanidad de vanidades ––comentó el sacerdote––. También a Kirila Petróvich le cantarán un responso como ahora a Andréi Gavrílovich. Acaso el entierro sea más suntuoso y se reúna más gente, pero ante Dios todos somos iguales.
Esta promesa, unida a la esperanza de encontrar un sabroso festín, hizo apresurar el paso a sus interlocutores, que llegaron felizmente a la casa señorial, donde ya se servía el vodka en la dispuesta mesa.
Entre tanto, Vladímir, adentrándose en la espesura, trataba de calmar su dolor con el ejercicio y la fatiga. Caminaba sin mirar, mientras las ramas le azotaban y arañaban a cada paso, y sus pies se hundían en el pantanoso terreno una y otra vez sin que lo advirtiera. Finalmente, llegó a una pequeña hondonada rodeada de árboles; un riachuelo, que el otoño había dejado casi sin agua, se deslizaba silencioso. Vladímir se detuvo, se sentó en el frío césped y los pensamientos, a cual más sombrío, se adueñaron de él. Experimentaba una intensa sensación de soledad. El futuro se le presentaba cubierto de nubarrones. La enemistad con Troekúrov anunciaba nuevas desgracias. Si su pobre finca pasaba a manos ajenas, le esperaba la miseria. Permaneció largo rato inmóvil, contemplando el suave fluir del arroyo, que arrastraba algunas hojas marchitas, y creyó ver en él una fiel imagen de la vida. Advirtió, por fin, que empezaba a oscurecer. Se levantó y trató de encontrar el camino de la casa, deambulando largo rato por el desconocido bosque, hasta dar con el sendero que le conducía directamente a ella. Al encuentro de Dubrovski venían el pope y todo el personal de la iglesia.
A su mente acudió la idea de un desgraciado presagio... Maquinalmente se hizo a un lado y se ocultó entre los árboles. Ellos no le vieron y al pasar junto a él hablaban con calor entre sí.
––Apártate del mal y haz el bien ––decía el pope a su mujer––. Aquí no tenemos ya nada que hacer. No debe preocuparte cómo va a terminar el asunto...
Ella replicó algo que Vladímir no oyó.
––¿Qué significa esto? ––preguntó irritado a Antón, que acudía a su encuentro––. ¿Quiénes son? ¿Qué desean?
––¡Ay, padrecito Vladímir Andréievich! ––contestó el viejo, jadeante––. Ha venido el juzgado. Nos entregan a Troekúrov, nos quieren privar de tus mercedes...
Vladímir bajó la cabeza, mientras la gente rodeaba a su desgraciado señor.
––Tú eres nuestro padre ––clamaban, besándole las manos––. No queremos a ningún otro señor más que a ti. Manda, señor, y les ajustaremos las cuentas a los del juzgado. Moriremos, pero no consentiremos que se salgan con la suya.
Vladímir los miró, agitado por extraños sentimientos.
––Quedaos tranquilos ––les dijo––, yo hablaré con ellos.
––Habla, padrecito ––sonaron varias voces entre la multitud––. Habla a la conciencia de esos malditos.
Vladímir se acercó a los funcionarios. Shabashkin, con la gorra encasquetada y los brazos en jarras, miraba orgulloso alrededor. El jefe de policía del distrito, un hombre alto y grueso de unos cincuenta años, mejillas coloradas y grandes bigotes, al ver acercarse a Dubrovski carraspeó y dijo con voz ronca:
––Os lo repito: conforme al fallo del tribunal del distrito, desde ahora pertenecéis a Kirila Petróvich Troekúrov, representado aquí por el señor Shabashkin. Obedecedle en todo cuanto os mande, y vosotras, mujeres, queredlo y respetadlo. Es muy aficionado a casadas y solteras.
Acompañó la pesada broma con una sonora risotada, que los demás corearon. Vladímir hervía de indignación.
––Permítame preguntarle qué significa esto ––se dirigió con aparente sangre fría al alegre funcionario.
––Esto significa ––contestó el interpelado–– que hemos venido a tomar posesión de la finca en nombre de Kirila Petrovich Troekúrov y que pedimos a todos los demás que se vayan por las buenas.
––Creo que hubieran podido dirigirse a mí antes que a mis campesinos y anunciarme, como propietario que soy, que había sido desposeído de mis bienes...
––¿Y quién eres tú? ––terció Shabashkin con una insolente mirada––. El antiguo propietario, Andréi Gavrílovich Dubrovski, ha muerto conforme a la voluntad de Dios. No sabemos quién eres ni deseamos saberlo.
––Señoría, es nuestro joven señor, Vladímir Andréievich ––resonó una voz entre la multitud.
––¿Quién se atreve a abrir la boca? ––preguntó en tono amenazador el jefe de policía––. ¿Qué señor, qué Vladímir Andréievich? Vuestro señor es Kirila Petróvich Troekúrov. A ver si os enteráis, imbéciles.
––De ningún modo ––dijo la misma voz.
––¡Esto es un motín! ––bramó el jefe de policía––. ¡Eh, stárosta, acércate!
El stárosta dio unos pasos al frente.
––Busca ahora mismo a quien se ha atrevido a hablar así conmigo. ¡Verá lo que es bueno!
El stárosta se volvió hacia la gente y preguntó quién había hablado. Pero todos callaron. Pronto, en las filas de atrás se levantó un murmullo que al instante se convirtió en un tremendo vocerío. El jefe de policía suavizó el tono y trató hacerlos entrar en razón.
––¡No hay nada que mirar! ––gritaron los de la servidumbre––. ¡Duro con ellos, muchachos! ––y la gente se hizo adelante.
Shabashkin y los demás funcionarios se apresuraron a meterse en el zaguán y cerraron tras sí la puerta.
––¡Hay que atarlos, muchachos! ––gritó la misma voz de antes, y la gente empezó a empujar.
––¡Deteneos! ––gritó Dubrovski––. ¡No seáis estúpidos! Os vais a perder y me perderéis a mí. Idos a vuestras casas y dejadme tranquilo. No temáis, nuestro soberano es misericordioso. Le suplicaré y no tolerará esta ofensa, pues todos nosotros somos hijos suyos. ¿Cómo voy a interceder por vosotros si os amotináis y procedéis como bandoleros?
Las palabras del joven Dubrovski, su sonora voz y majestuoso continente produjeron el efecto deseado. La gente se acalló, dispersándose, y el patio quedó vacío. Los funcionarios seguían en el interior de la casa. Por fin, Shabashkin abrió con precaución la puerta y, entre humilladas reverencias, dio a Dubrovski las gracias por su generosa intervención.
Vladímir lo escuchó con desprecio y no contestó.
––Hemos decidido ––prosiguió el asesor––, con su permiso, pasar aquí la noche; ha oscurecido y sus mujiks podrían atacarnos en el camino. Lo único que le rogamos es que dé orden de que nos preparen dónde dormir, aunque sea unas brazadas de heno en la sala. Tan pronto como amanezca nos volveremos a casa.
––Hagan lo que quieran ––contestó secamente Dubrovski––. Aquí ya no soy el dueño.
Dichas estas palabras, entró en la habitación de su padre y cerró tras sí la puerta.