jueves, 18 de abril de 2013

Juan Bosch. Más cuentos escritos en el exilio


UN NIÑO


A poco más de media hora, cuando se deja la ciudad, la carretera empieza a jadear por unos cerros pardos, de vegetación raquítica, que aparecen llenos de piedras filosas. En las hondonadas hay manchas de arbustos y al fondo del paisaje se diluyen las cumbres azules de la Cordillera. Es triste el ambiente. Se ve arder el aire y sólo de hora en hora pasa algún ser vivo, una res descarnada, una mujer o un viejo.

El lugar se llama Matahambre. Por lo menos, eso dijo el conductor, y dijo también que había sido fortuna suya o de los pasajeros el hecho de reventarse la goma allí, frente a la única vivienda. El bohío estaba justamente en el más alto de aquellos chatos cerros. Pintado desde hacía mucho tiempo con cal, hacía daño a la vista y se iba de lado, doblegándose sobre el Oeste.

Sí, es triste el sitio. Sentados a la escasa sombra del bohío, los pasajeros veían al chofer trabajar y fumaban con desgano. Uno de ellos corrió la vista hacia las remotas manchas verdes que se esparcían por los declives de los cerros.

—Allá ––señaló–– está la ciudad. Cuando cae la noche desde aquí se advierte el resplandor de las luces eléctricas.

En efecto, allá debía estar la ciudad. Podían verse masas blancas vibrando al sol, y atrás, como un fondo, la vaga línea donde el mar y el cielo se juntaban. Pasó un automóvil con horrible estrépito y levantando nubes de polvo. El conductor del averiado vehículo sudaba y se mordía los labios.

De los tres viajeros, jóvenes todos, uno, pálido y delicado, arrugó la cara.

—No veo la hora de llegar ––dijo—. Odio esta soledad.

El de líneas más severas se echó de espaldas en la tierra.

—¿Por qué? ––preguntó.

Quedaba el otro de ojos aturdidos. Fumaba un cigarrillo americano.

—¿Y lo preguntas? Pareces tonto. ¿Crees que alguien pueda no odiar esto, tan solo, tan abatido, sin alegría, sin música, sin mujeres?

—No ––explicó el pálido––; no es por eso por lo que no podría aguantar un día aquí. ¿Sabes? Allá, en la ciudad, hay civilización, cines, autos, radio, luz eléctrica, comodidad. Además, está mi novia.

Nadie dijo nada más. Seguía el conductor quemándose al sol, golpeando en la goma, y parecía que todo el paisaje se hallaba a disgusto con la presencia de los cuatro hombres y el auto averiado. Nadie podía vivir en aquel sitio dejado de la mano de Dios. Con las viejas puertas cerradas, el bohío medio caído era algo muerto, igual que una piedra.

Pero sonó una tos, una tos débil. El de ojos aturdidos preguntó, incrédulo:

—¿Habrá gente ahí?

Juan Bosch
Más cuentos escritos en el exilio
El que estaba tirado de espaldas en la tierra se levantó. Tenía el rostro severo y triste a un tiempo. No dijo nada, sino que anduvo alrededor del bohío y abrió una puerta. La choza estaba dividida en dos habitaciones. El piso de tierra, disparejo y cuarteado, daba impresión de miseria aguda. Había suciedad, papeles, telarañas y una mugrosa mesa en un rincón, con un viejo sombrero de fibras encima. El lugar era claro a pedazos: el sol entraba por los agujeros del techo, y sin embargo había humedad. Aquel aire no podía respirarse. El hombre anduvo más. En la única portezuela de la otra habitación se detuvo y vio un bulto en un rincón. Sobre sacos viejos, cubierto hasta los hombros un niño temblaba. Era negro, con la piel fina, los dientes blancos, los ojos grandes, y su escasa carne dejaba adivinar los huesos. Miró atentamente al hombre y se movió de lado, sobre los codos, como si hubiera querido levantarse.

—¿Qué se le ofrece? ––preguntó con dulzura.

—No, nada ––explicó el visitante––; que oí toser y vine a ver quién era.

El niño sonrió.

—Ah ––dijo.

Durante un minuto el hombre estuvo recorriendo el sitio con los ojos. No se veía nada que no fuera miserable.
  

—¿Estás enfermo? ––inquirió al rato.

El niño movió la cabeza. Después explicó:

—Calentura. Por aquí hay mucha.

El hombre tocó su bracito. Ardía, y le dejó la mano caliente.

—¿Y tu mamá?

—No tengo. Se murió cuando yo era chiquito.

—¿Pero tienes papá?

—Sí. Anda por el conuco.

El niño se arrebujó en su saco de pita. Había en su cara una dulzura contagiosa, una simpatía muy viva. Al hombre le gustaba ese niño.

Se oían los golpes que daba el conductor afuera.

—¿Qué pasó? ––preguntó la criatura.

—Una goma que se reventó, pero están arreglándola. Así hay que arreglarte a ti también. Hay que curarte. ¿Qué te parece si te llevo a la Capital para que te sanes? ¿Dónde está tu papá? ¿Lejos?

—Unjú… Viene de noche y se va amaneciendo.

—¿Y tú pasas el día aquí solito? ¿Quién te da la comida?

—Él, cuando viene. Sancocha yuca o batata.

Al hombre se le hacía difícil respirar. Algo amargo y pesado le estaba recorriendo el fondo del pecho. Pensó en la noche: llegaría con sus sombras, y ese niño enfermo, con fiebre, tal vez señalado ya por la muerte, estaría ahí solo, esperando al padre, sin hablar palabra, sin oír música, sin ver gentes. Acaso un día cuando el padre llegara lo encontraría cadáver. ¿Cómo resistía esa criatura la vida? Y su amigo, que había afirmado momentos antes que no soportaba ni un día de soledad…

—Te vas conmigo ––dijo––. Hay que curarte.

El niño movió la cabeza para decir que no.

—¿Cómo que no? Le dejaremos un papelito a tu papá, diciéndoselo, y dos pesos para que vaya a verte. ¿No sabe leer tu papá?

El niño no entendía. ¿Qué sería eso de leer? Miraba con tristeza. El hombre estaba cada vez más confundido, como quien se ahoga.

—Te vas a curar pronto, tú verás. Te va a gustar mucho la ciudad. Mira, hay parques, cines, luz, y un río, y el mar con vapores. Te gustará.

El niño hizo amago de sonreír.

—Unq unq, yo la vide ya y no vuelvo. Horita me curo y me alevanto.

Al hombre le parecía imposible que alguien prefiriera esa soledad. Pero los niños no saben lo que quieren.

Afuera estaban sus amigos, deseando salir ya, hallarse en la ciudad, vivir plenamente. Anduvo y se acercó más al niño. Lo cogió por las axilas, y quemaban.

—Mira ––empezó––… allá…

Estaba levantando al enfermito y le sorprendió sentirlo tan liviano, como si fuera un muñeco de paja. El niño le miró con ojos de terror, que se abrían más, mucho más de lo posible. Entonces cayó al suelo el saco de pita que lo cubría. El hombre se heló, materialmente se heló. Iba a decir algo, y se le hizo un nudo en la garganta. No hubiera podido decir qué sentía ni por qué sus dedos se clavaron en el pecho y en la espalda del niño con tanta violencia.

—¿Y eso, cómo fue eso? ––atinó a preguntar.

—Allá ––explicó la criatura mientras señalaba con un gesto hacia la distante ciudad––. Allá… un auto.

Justamente en ese momento sonó la bocina. Alguien llamaba al hombre y él puso al niño de nuevo en el suelo, sobre los sacos que le servían de cama, y salió como un autómata, aturdido. No supo cuándo se metió en el automóvil ni cuándo comenzó éste a rodar. Su amigo el pálido iba charlando:

—¿Te das cuenta? Es la civilización, compañero… Cine, luz, periódicos, autos…

Todavía podía verse el viejo bohío refulgiendo al sol. El hombre volvió el rostro.

—La civilización es dolor también; no lo olvides ––dijo.

Y se miraba las manos, en las que le parecía tener todavía aquel niño trunco, aquel triste niño con sus míseros muñoncitos en lugar de piernas.


jueves, 11 de abril de 2013

Agustín Labrada. La soledad se hizo relámpago


EL ROCK DE LOS JARDINES



Varna                     novia del mar
corrí por boulevares y playas
tomando con tus hijos
el vino de las rosas de septiembre.
Bailé con tus muchachas
                                   el rock de los jardines
y amaneciendo
             junto a tus pequeños en la bahía
felices igual que papalotes de domingo
llenamos de barcos las canciones.

Mas                      ella no estaba
ni en los duraznos ni en las peras
que herían las flechas otoñales
ni en las abejas del pan de los amigos
                       ella aguardaba
más allá de las velas que hinchaba el horizonte
bebiendo en otro mar todo el verano.
Tras el cristal del autobús
girasoles y espigas
estallaban en el ámbar del mediodía. 

Tu gente
                   cálida como un barrio
nos abrazaba
en las arboledas de oro rojizo
y fue el hallazgo
de las alondras que revoloteaban en las plazas
para retornar a los parajes azulados.

Agustín Labrada
La soledad se hizo relámpago
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Varna
me perdí
en tus hoteles y tus dancings
hablando la lengua de los marineros
y desbordándose mi audacia de leyendas...

Mas
no la encontré
                           en la cara de Liudka
                           en los cabellos de Katia
                           ni en los párpados de Violeta
sino en el juego de las flores que atardecían
y aquel tren alejándose
con la misma nostalgia
que por tus arenas tienen hoy mis canciones.


martes, 26 de febrero de 2013

Ernest Hemingway. La vida feliz de Francis Macomber


LOS ASESINOS



La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.

––¿Qué van a pedir? ––les preguntó George.

––No sé ––dijo uno de ellos––. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?

––Qué sé yo ––respondió Al––. No sé.

Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.

––Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas ––dijo el primero.

––Todavía no está listo.

––¿Entonces por qué carajo lo pones en la carta?

––Esa es la cena  ––le explicó George––. Puede pedirse a partir de las seis.

George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.

––Son las cinco.

––El reloj marca las cinco y veinte ––dijo el segundo hombre.

––Adelanta veinte minutos.

––¡Bah, a la mierda con el reloj! ––exclamó el primero––. ¿Qué tienes para comer?

––Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches ––dijo George––, jamón con huevos, tocino con huevos, hígado y tocino, o un bife.

––A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.

––Esa es la cena.

––¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?

––Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocino con huevos, hígado...

––Jamón con huevos ––dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.

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––Dame tocino con huevos ––dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.

––¿Hay algo para tomar? ––preguntó Al.

––Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol, y otras bebidas gaseosas ––enumeró George.

––Dije si tienes algo para tomar.

––Sólo lo que nombré.

––Es un pueblo caluroso este, ¿no? ––dijo el otro–– ¿Cómo se llama?

––Summit.

––¿Alguna vez lo oíste nombrar? ––preguntó Al a su amigo.

––No ––le contestó éste.

––¿Qué hacen acá a la noche? ––preguntó Al.

––Cenan ––dijo su amigo––. Vienen acá y cenan de lo lindo.

––Así es ––dijo George.

––¿Así que crees que así es? ––Al le preguntó a George.

––Seguro.

––Así que eres un chico listo, ¿no?

––Seguro ––respondió George.

––Pues no lo eres ––dijo el otro hombrecito––. ¿No cierto, Al?

––Se quedó mudo ––dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó­­––: ¿Cómo te llamas?

––Adams.

––Otro chico listo ––dijo Al––. ¿No, Max, que es listo?

––El pueblo está lleno de chicos listos ––respondió Max.

George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocino con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.

––¿Cuál es el suyo? ––le preguntó a Al.

––¿No te acuerdas?

––Jamón con huevos.

––Todo un chico listo ––dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba.

––¿Qué miras? ––dijo Max mirando a George.

––Nada.

––¿Cómo que nada? Me estabas mirando a mí.

––En una de esas lo hacía en broma, Max ––intervino Al.

George se rió.

–– no te rías ––lo cortó Max––. No tienes nada de qué reírte, ¿entiendes?

––Está bien ––dijo George.

––Así que piensas que está bien ––Max miró a Al––. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.

––Ah, piensa ––dijo Al. Siguieron comiendo.

––¿Cómo se llama el chico listo ése que está en la punta del mostrador? ––le preguntó Al a Max.

––Ey, chico listo ––llamó Max a Nick––, anda con tu amigo del otro lado del mostrador.

––¿Por qué? ––preguntó Nick.

––Porque sí.

––Mejor pasa del otro lado, chico listo ––dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.

––¿Qué se proponen? ––preguntó George.

––Nada que te importe ––respondió Al––. ¿Quién está en la cocina?

––El negro.

––¿El negro? ¿Cómo el negro?

––El negro que cocina.

––Dile que venga.

––¿Qué se proponen?

––Dile que venga.

––¿Dónde se creen que están?

––Sabemos muy bien donde estamos ––dijo el que se llamaba Max––. ¿Parecemos tontos acaso?

––Por lo que dices, parecería que sí ––le dijo Al––. ¿Qué tienes que ponerte a discutir con este chico? ––y luego a George––. Escucha, dile al negro que venga acá.

––¿Qué le van a hacer?

––Nada. Piensa un poco, chico listo. ¿Qué le haríamos a un negro?

George abrió la portezuela de la cocina y llamó:

––Sam, ven un minutito.

El negro abrió la puerta de la cocina y salió.

––¿Qué pasa? ––preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.

––Muy bien, negro ––dijo Al––. Quédate ahí.

El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:

––Sí, señor ––dijo. Al bajó de su taburete.

––Voy a la cocina con el negro y el chico listo ––dijo––. Vuelve a la cocina, negro. Tú también, chico listo.

El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, lo de Henry había sido una taberna.

––Bueno, chico listo ––dijo Max con la vista en el espejo––. ¿Por qué no dices algo?

––¿De qué se trata todo esto?

––Ey, Al ––gritó Max––. Acá este chico listo quiere saber de qué se trata todo esto.

––¿Por qué no le cuentas? ––se oyó la voz de Al desde la cocina.

––¿De qué crees que se trata?

––No sé.

––¿Qué piensas?

Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.

––No lo diría.

––Ey, Al, acá el chico listo dice que no diría lo que piensa.

––Está bien, puedo oírte ––dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos––. Escúchame, chico listo ––le dijo a George desde la cocina––, aléjate de la barra. Tú, Max, córrete un poquito a la izquierda ––parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.

––Dime, chico listo ––dijo Max––. ¿Qué piensas que va a pasar?

George no respondió.

––Yo te voy a contar ––siguió Max––. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco grandote que se llama Ole Andreson?

––Sí.

––Viene a comer todas las noches, ¿no?

––A veces.

––A las seis en punto, ¿no?

––Si viene.

––Ya sabemos, chico listo ––dijo Max––. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?

––De vez en cuando.

––Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan listo como tú, está bueno ir al cine.

––¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?

––Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.

––Y nos va a ver una sola vez ––dijo Al desde la cocina.

––¿Entonces por qué lo van a matar? ––preguntó George.

––Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico listo.

––Cállate ––dijo Al desde la cocina––. Hablas demasiado.

––Bueno, tengo que divertir al chico listo, ¿no, chico listo?

––Hablas demasiado ––dijo Al––. El negro y mi chico listo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento.

––¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?

––Uno nunca sabe.

––En un convento judío. Ahí estuviste tú.

George miró el reloj.

––Si viene alguien, dile que el cocinero salió. Si después de eso se queda, le dices que cocinas tú. ¿Entiendes, chico listo?

––Sí ––dijo George––. ¿Qué nos harán después?

––Depende ––respondió Max––. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.

George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de calle se abrió y entró un conductor de tranvías.

––Hola, George ––saludó––. ¿Me sirves la cena?

––Sam salió ––dijo George––. Volverá alrededor de una hora y media.

––Mejor voy a la otra cuadra ––dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte.

––Estuviste bien, chico listo ––le dijo Max––. Eres un verdadero caballero.

––Sabía que le volaría la cabeza ––dijo Al desde la cocina.

––No ––dijo Max––, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico listo.

A las siete menos cinco George habló:

––Ya no viene.

Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sándwich de jamón con huevos “para llevar”, como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en sus bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó, el cliente pagó y salió.

––El chico listo puede hacer de todo ––dijo Max––. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico listo.

––¿Sí? ––dijo George––. Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.

––Le vamos a dar otros diez minutos ––repuso Max.

Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.

––Vamos, Al ––dijo Max––. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.

––Mejor esperamos otros cinco minutos ––dijo Al desde la cocina.

En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.

––¿Por qué carajo no consigues otro cocinero? ––lo increpó el hombre––. ¿Acaso no es un restaurante esto? ––Luego se marchó.

––Vamos, Al ––insistió Max.

––¿Qué hacemos con los dos chicos listos y el negro?

––No va a haber problemas con ellos.

––¿Estás seguro?

––Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.

––No me gusta nada ––dijo Al––. Es imprudente, tú hablas demasiado.

––¡Uh! ¿Qué te pasa? ––replicó Max––. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?

––Igual hablas demasiado ––insistió Al. Éste salió de la cocina. La recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con sus manos enguantadas.

––Adiós, chico listo ––le dijo a George––. La verdad que tuviste suerte.

––Es cierto ––agregó Max––, deberías apostar en las carreras, chico listo.

Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.

––No quiero que esto vuelva a pasarme ––dijo Sam––. Ya no quiero que vuelva a pasarme.

Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en su boca.

––¿Qué carajo...? ––dijo pretendiendo seguridad.

––Querían matar a Ole Andreson ––les contó George––. Lo iban a matar de un tiro no bien entrara a comer.

––¿A Ole Andreson?

––Sí, a él.

El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.

––¿Ya se fueron? ––preguntó.

––Sí ––respondió George––, ya se fueron.

––No me gusta ––dijo el cocinero––. No me gusta para nada.

––Escucha ––George se dirigió a Nick––. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.

––Está bien.

––Mejor que no tengas nada que ver con esto ––le sugirió Sam, el cocinero––. No te conviene meterte.

––Si no quieres no vayas ––dijo George.

––No vas a ganar nada involucrándote en esto ––siguió el cocinero––. Mantente al margen.

––Voy a ir a verlo ––dijo Nick––. ¿Dónde vive?

El cocinero se alejó.

––Los jóvenes siempre saben qué es lo que quieren hacer ––dijo.

––Vive en la pensión Hirsch ––George le informó a Nick.

––Voy para allá.

Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada.

––¿Está Ole Andreson?

––¿Quieres verlo?

––Sí, sí está.

Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.

––¿Quién es?

––Alguien que viene a verlo, señor Andreson ––respondió la mujer.

––Soy Nick Adams.

––Pasa.

Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido un boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.

––¿Qué pasó? ––preguntó.

––Estaba en lo de Henry ––comenzó Nick––, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.

Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.

––Nos metieron en la cocina ––continuó Nick––. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.

Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.

––George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.

––No hay nada que yo pueda hacer ––dijo Ole Andreson finalmente.

––Le voy a decir cómo eran.

––No quiero saber cómo eran ––dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared––: Gracias por venir a avisarme.

––No es nada.

Nick miró al grandote que yacía en la cama.

––¿No quiere que vaya a la policía?

––No ––dijo Ole Andreson––. No sería buena idea.

––¿No hay nada que yo pudiera hacer?

––No. No hay nada que hacer.

––Tal vez no lo dijeran en serio.

––No. Lo decían en serio.

Ole Andreson volteó hacia la pared.

––Lo que pasa ––dijo hablándole a la pared–– es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.

––¿No podría escapar de la ciudad?

––No ––dijo Ole Andreson––. Estoy harto de escapar.

Seguía mirando a la pared.

––Ya no hay nada que hacer.

––¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?

––No. Me equivoqué ––seguía hablando monótonamente ––. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.

––Mejor vuelvo a lo de George ––dijo Nick.

––Chao ––dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick––. Gracias por venir.

Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.

––Estuvo todo el día en su cuarto ––le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras––. No debe sentirse bien. Yo le dije: “Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este”, pero no tenía ganas.

––No quiere salir.

––Qué pena que se sienta mal ––dijo la mujer––. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?

––Sí, ya sabía.

––Uno no se daría cuenta salvo por su cara ––dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal––. Es tan amable.

––Bueno, buenas noches, señora Hirsch ––saludó Nick.

––Yo no soy la señora Hirsch ––dijo la mujer––. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la señora Bell.

––Bueno, buenas noches, señora Bell ––dijo Nick.

––Buenas noches ––dijo la mujer.

Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.

––¿Viste a Ole?

––Sí ––respondió Nick––. Está en su cuarto y no va a salir.

El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.

––No pienso escuchar nada ––dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.

––¿Le contaste lo que pasó? ––preguntó George.

––Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.

––¿Qué va a hacer?

––Nada.

––Lo van a matar.

––Supongo que sí.

––Debe haberse metido en algún lío en Chicago.

––Supongo ––dijo Nick.

––Es terrible.

––Horrible ––dijo Nick.

Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.

––Me pregunto qué habrá hecho ––dijo Nick.

––Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.

––Me voy a ir de este pueblo ––dijo Nick.

––Sí ––dijo George––. Es lo mejor que puedes hacer.

––No soporto pensar en él esperando en su cuarto sabiendo lo que le va a pasar. Es realmente horrible.

––Bueno ––dijo George––. Mejor deja de pensar en eso.