jueves, 9 de diciembre de 2010

8 Cuentos (Luis López Nieves)

 8 Cuentos
Luis López Nieves

LA ÚLTIMA NOCHE DE RODRIGO DE LAS NIEVES

Don Rodrigo de las Nieves, nieto de conquistado­res, dormía la noche del 23 de noviembre en su casa de la calle del Cristo, un poco más arriba de la Cate­dral de San Juan. A su lado, envuelta en un largo ca­misón de batista suiza, soñaba acurrucada su mujer doña Pilar de Adornio, con las manos entre los muslos y la boca en el cuello de su joven marido. Un delicado mosquitero de muselina blanca les protegía el sueño.

En la sala, sobre el piso de barro, dormían sus es­clavas Juanita y Francisca. La noche era silenciosa, tranquila, oscura, como todas las calurosas noches de San Juan. Por eso pudo oírse con tanta claridad el atroz cañonazo que desde la boca de la bahía despertó a todos los habitantes. Sin tiempo para reaccionar, los sanjua­neros petrificados escucharon el agudo silbido de la bala de cañón que volaba hacia la ciudad, y sal­taron de sus camas cuando el tremendo impacto de la bola de hierro voló la garita de Santa Juana en peda­zos diminutos y mandó al centinela González al fondo de la bahía para siempre.

La ciudad tembló con el golpe. Algunos niños, que no habían tenido tiempo para levantarse al oír el silbido, se cayeron de las camas. En un santiamén se prendieron velas en las casas y la ciudad despertó de su sueño. Doña Pilar de Adornio, toledana criada en San Juan, abrió los ojos con el vil cañonazo. Con el estallido que despedazó la garita de Santa Juana se abrazó con fuerza al cuello de su marido y pidió mise­ricordia al Señor. El criollo Rodrigo de las Nieves besó a su mujer en la frente olorosa a sándalo, saltó de la cama y vistió con orgullo el nuevo uniforme de mili­ciano que guardaba en el baúl de su abuelo el conquis­tador. Con la rapidez que había en­sayado muchas ve­ces durante los simulacros de com­bate, calzó sus botas de cuero reluciente y se colocó el peto de acero. Antes de ceñirse la espada toledana que le había regalado su esposa, besó la cruz de la empuña­dura. Luego se co­locó dos pistoletes en el cinto y se puso el casco. Doña Pilar de Adornio se arrojó de la cama cuando escuchó un segundo disparo de cañón prove­niente de la boca de la bahía. Se despojó del camisón y comenzó a vestirse de prisa, en la oscuridad, cuando oyó por se­gunda vez el ominoso silbido que se acercaba como un relámpago de hierro. En seguida se escuchó una se­gunda explosión: el proyectil golpeó las murallas de La Fortaleza y las calles de la ciudad temblaron.

Las esclavas Juanita y Francisca entraron espan­tadas a la alcoba, con una vela encendida y sin tocar a la puerta. Pidieron auxilio a don Rodrigo de las Nieves, quien le ordenó a las tres mujeres que se que­daran en ese aposento y no salieran bajo ninguna con­dición por­que era el cuarto más sólido de la casa. Es­tallaron varios cañonazos más mientras el marido, sin perder un mi­nuto, bajaba el escudo de su abuelo que colgaba de la pared y se llenaba los bolsillos con sacos de pólvora. Las tres mujeres, sentadas en la cama, lo observaban sin decir palabra.

––¿Es el Draque? ––preguntó de golpe la hermosa doña Pilar de Adornio, el largo pelo negro desparra­mado sobre los hombros blancos. Se había puesto el traje al revés y seguía descalza. Respiraba con dificul­tad, a sor­bos, luchando por controlar los nervios.

––Esta vez acabaremos con esos piratas ––respon­dió su marido.

De pronto se escuchó el estrépito más pavoroso que había conocido la ciudad en toda su joven historia. Los cimientos de las casas vibraron como si las hubiera sa­cudido un terremoto y pocos habitantes pu­dieron man­tenerse de pie. Una grieta larga se marcó como una cica­triz en la pared norte de la alcoba del matrimonio de las Nieves, las vigas del techo crujie­ron, y el aire se llenó de un fuerte olor a barro, cal y pólvora. Las tres mujeres cayeron de rodillas, la vela se apagó y doña Pilar de Adornio se aferró a la cintura de su marido.

––¡Rodrigo! ¡Virgen Santísima!

––Tranquila, Pilar. Nuestros cañones responden al fin ––dijo con satisfacción el marido, ayudando a su mujer a ponerse de pie––, en menos de cinco minutos. ¡Ahora sí los acabaremos!

Doña Pilar de Adornio apretó la cintura de su es­poso como si no quisiera soltarlo nunca jamás, aunque en el fondo sabía que su valiente marido defendería la ciudad con su propia vida. Don Rodrigo le besó el cue­llo oloroso a sándalo y recogió con los labios el sudor que le bajaba de la frente. Las esclavas bajaron la vista.


El aire de la nueva ciudad olía a pólvora. Nume­ro­sos grupos de gente armada marchaban hacia El Morro. Diez o doce soldados corrían en dirección con­traria, hacia La Fortaleza. Un jinete desesperado su­bió por la calle a galope, pidiendo a gritos que le abrie­ran paso a un emisario de Su Excelencia el Goberna­dor. Las in­mensas campanas de la Catedral comenza­ron a repicar en un compás ansioso y rápido. En pocos segundos se les unieron las campanas de la Iglesia de San José. Mujeres y niños, algunos a medio vestir, se asomaban a las puer­tas de sus casas y se persignaban.

A don Rodrigo de las Nieves, sanjuanero nacido y criado en la Isla, le tomó pocos minutos subir por la co­nocida calle del Cristo y llegar a la ciudadela de El Mo­rro. En la recia oscuridad de la noche sin luna la confu­sión era enorme. Ya habían caído dos soldados a la mar por accidente y todos caminaban agarrándose de los mu­ros y gritando estoy aquí, no empujéis.

Los piratas habían colocado sus veintiséis navíos en la boca de la bahía, al frente del Castillo de El Mo­rro, y el incesante bombardeo de sus cañones sem­braba el pánico en la ciudad. Los artilleros españoles, famosos en el mundo entero por su mortífera puntería, devolvían el fuego. Sobre la bahía de San Juan caían docenas de enormes bolas de hierro pero pocas daban en el blanco. Era un duelo de artillería como nunca antes se había visto en el Caribe. Los insignes artille­ros de El Morro no le disparaban a los barcos sino a las docenas de lanchas repletas de marinos que el abominable pirata intentaba desembarcar al pie de las murallas. Don Rodrigo de las Nieves se acercó a la batería del capitán Diego de Solór­zano y escuchó cuando le decía al coronel Felipe de Vigo: 

––Para matar hay que ver, mi Coronel, y no ve­mos un carajo.

Aunque la oscuridad no le permitía a don Ro­drigo de las Nieves ver el rostro de su primo el coronel Felipe de Vigo, recién llegado de la Península, supo de inme­diato que éste sudaba mientras pensaba en su honor. A pesar de tener bajo su mando a los más céle­bres artille­ros de la tierra, sin duda se preguntaba cómo justificar ante sus superiores y amigos en Es­paña la derrota que veía inminente debido a la oscuri­dad y a la legendaria astucia del infame pirata. Don Rodrigo de las Nieves comprendió que hacía falta luz, que era necesaria una especie de antorcha gigante y milagrosa que iluminara la bahía y le permitiera a los reputados artilleros ver al enemigo y afinar la pun­tería. No hizo falta más.

Salió corriendo del fuerte, se dirigió a la Puerta de San Juan y llegó antes de que hubieran cerrado los grandes portones de hierro y madera. Desde el muelle pudo divisar largas sombras de lanchas en la bahía y comprendió de pronto que el maldito pirata estaba más cerca de lo que todos    creían. La fragata castellana Santa Magdalena, recién llegada de Sevilla, estaba sola en el muelle. Al ver la nao ágil, liviana, combustible, don Ro­drigo de las Nieves recordó la narración de una batalla naval que había leído en un libro sobre Las Cruzadas y comprendió que el futuro de la ciudad estaba en sus ma­nos. Arrancó la antorcha que seguía encendida en la abandonada garita de San Juan y co­rrió hasta la fragata mientras observaba las docenas de lanchas de desem­barco que se acercaban a las os­curas murallas. Encontró sobre cubierta un tonel de aceite para lámparas. Lo abrió con la espada y dejó que el líquido se derramara. Sacó las bolsas de pólvora que tenía en los bolsillos y las colocó al pie del mástil principal de la nao. Entonces, sin pensarlo dos veces, el héroe criollo prendió fuego a la Santa Magdalena con la antorcha.

El capitán de la fragata, José Castellón, había es­tado durmiendo cerca del Bastión de San Cristóbal, al otro lado de la ciudad, cuando comenzó el ataque. Llegó jadeante a la Puerta de San Juan, justo a tiempo para sorprender a don Rodrigo de las Nieves mientras prendía fuego a su nave. Éste cortó las ama­rras de la fragata con la espada y saltó a tierra antes de que la Santa Magdalena se alejara lentamente del muelle y comenzara a flotar hacia las lanchas enemi­gas. De pronto hubo un estallido en la nave y un fogo­nazo gigan­tesco alumbró la bahía: la noche desapare­ció.

Era un milagro. Los celebérrimos artilleros de El Morro no se preguntaron por qué ni cómo la bahía se había iluminado de golpe. Simplemente apuntaron los masivos cañones y con júbilo patriótico derramaron so­bre los ingleses una lluvia interminable de hierro y fuego. El estrépito de los cañones no bastaba para sofo­car los gritos de los sorprendidos marineros que se aho­gaban en la bahía mientras luchaban por quitarse las pesadas armaduras.

Don Rodrigo de las Nieves, desde el muelle, con­templaba su obra con satisfacción; no escuchó cuando se le acercó el capitán de navío José Castellón, nacido y criado en Oviedo. El hombre de mar apuntó la es­pada a la vulnerable axila del marido de doña Pilar de Adornio y empujó con todas sus fuerzas.

––¡Criollo traidor! ––gritó el Capitán.

El salvador de la ciudad cayó al suelo allí mismo en el muelle, con el rostro iluminado por el portentoso fuego de la fragata Santa Magdalena. El capitán José Castellón lo dio por muerto y partió de inmediato a El Morro para informarle al coronel Felipe de Vigo que había dado muerte a un supuesto espía y saboteador de los ingleses. No le fue difícil caminar por las desco­noci­das calles de la ciudad porque el fuego de la fra­gata y de las lanchas enemigas le alumbraba el ca­mino.

Don Rodrigo de las Nieves, herido de muerte, ob­servaba desde el suelo a los desesperados ingleses que se tiraban al agua envueltos en llamas. Advirtió con satisfacción los estragos que provocaba la furia de los artille­ros más famosos del mundo, entregados en cuerpo y alma al placer de matar ingleses heréticos. Contempló con placidez cómo el caos despedazaba al ejército ene­migo que se ahogaba en la bahía o esca­paba despavorido de la matanza. Recordó el alegre rostro de su abuelo don Diego de las Nieves, el con­quistador, quien pasó la vida en recios combates pero nunca recibió una herida. Pensó en el perfumado cue­llo de la bella Pilar de Adornio, a quien dejaba a salvo de las manos de los perros ingleses.

Entonces se tentó la axila empapada de sangre y comprobó que la estocada del Capitán español en reali­dad no le dolía. Cerró los ojos, colocó la mano de­recha sobre el brillante damasquinado de su espada toledana y murió.

martes, 7 de diciembre de 2010

Arístides Valdés Guillermo. Meditaciones del náufrago


ADVENIMIENTO DEL PEQUEÑO PRÍNCIPE

                                                                                          Freddyarián

                                                                  
Advienes, con tu tamaño
de niño recién despierto,
y ábrese a mi voz el puerto
de tus alas.
                    Casi huraño,
presumo el color extraño
de tus besos en mi almohada.

(Lejos,
            detrás,
                         lacerada
por esta emoción que muerdo,
yace como en un recuerdo
la tristeza derrotada.)

Arístides Valdés Guillermo
Meditaciones del náufrago
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Ah, principito que enciendes,
travieso, la rosa mustia
de un sueño, que de mi angustia
luminoso te sorprendes:

¡Cuánto vuelo le suspendes
al dolor que a veces grito!

¿Cómo será el caballito
hecho con la espalda triste
de un padre que sólo existe
porque tú estás, principito?

Ahora lo sé: no ha derecho
a dormir quien tiene un hijo.

Trémulo, hacia ti dirijo
los minutos de mi pecho.

Ya no habrá camino estrecho
ante la sed de tus plantas.

Ya, con la luz que adelantas                                                
al encuentro de lo impuro,

tendrá su cielo seguro
la estrellita que levantas.

Por ti, los cuchillos ciegos
de la muerte se demoran

y, al sol que alimentas, doran
su soledad los labriegos.

Por ti, retorno a los juegos
de la infancia que se fuera

con su luz, con su manera
de iluminármelo todo.                                               

Por ti, aprendo que hay un modo
de soñar la primavera.


lunes, 6 de diciembre de 2010

José Martí. Versos sencillos


               I

Yo soy un hombre sincero
De donde crece la palma,
Y antes de morirme quiero
Echar mis versos del alma.

Yo vengo de todas partes,
Y hacia todas partes voy:
Arte soy entre las artes,
En los montes, monte soy.

Yo sé los nombres extraños
De las yerbas y las flores,
Y de los mortales engaños,
Y de sublimes dolores.

Yo he visto en la noche oscura
Llover sobre mi cabeza
Los rayos de lumbre pura
De la divina belleza.

Alas nacer vi en los hombros
De las mujeres hermosas:
Y salir de los escombros,
Volando las mariposas.

He visto vivir a un hombre
Con el puñal al costado,
Sin decir jamás el nombre
De aquella que lo ha matado.

Rápida, como un reflejo,
Dos veces vi el alma, dos:
Cuando murió el pobre viejo,
Cuando ella me dijo adiós.

Temblé una vez ––en la reja,
A la entrada de la viña––
Cuando la bárbara abeja
Picó en la frente a mi niña.

José Martí
Versos sencillos
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Gocé una vez, de tal suerte
Que gocé cual nunca: ––cuando
La sentencia de mi muerte
Leyó el alcaide llorando.

Oigo un suspiro, a través
De las tierras y la mar,
Y no es un suspiro, ––es
Que mi hijo va a despertar

Si dicen que del joyero
Tome la joya mejor,
Tomo a mi amigo sincero
Y pongo a un lado el amor.

Yo he visto al águila herida
Volar al azul sereno,
Y morir en su guarida
La víbora del veneno.

Yo sé bien que cuando el mundo
Cede, lívido, al descanso,
Sobre el silencio profundo
Murmura el arroyo manso.

Yo he puesto la mano osada,
De horror y júbilo yerta,
Sobre la estrella apagada
Que cayó frente a mi puerta.

Oculto en mi pecho bravo
La pena que me lo hiere:
El hijo de un pueblo esclavo
Vive por él, calla y muere.

Todo es hermoso y constante,
Todo es música y razón,
Y todo, como el diamante,
Antes que luz es carbón.

Yo sé que el necio se entierra
Con gran lujo y con gran llanto. ––
Y que no hay fruta en la tierra
Como la del camposanto.

Callo, y entiendo, y me quito
La pompa del rimador:
Cuelgo de un árbol marchito
Mi muceta de doctor.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Pedro Péglez González. Cántaro inverso


IDILIO VIVO

ahora que me asfixia Bizancio, y que dormita
la sangre, como flojo cognac, dentro de mí.

César Vallejo


Qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita

Perdo Péglez González
Cántaro Inverso
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de rosas como labios
ahora cuando encallan la lluvia y los agravios

en el puente de mando de mi azor sibarita

Ha de estarse al domingo de su gris margarita
contemplando en su arpegio mi invisible paisaje

Preguntará a la nube por mi rubio equipaje
y auscultará en su lunes mi aliento mudo y hondo

No sabrá cuánto me hace una falta sin fondo
ni que tiembla en octubre mi pájaro salvaje


sábado, 4 de diciembre de 2010

Otra vez la nave de los locos (María de las Nieves Morales)

Otra vez la nave de los locos
María de las Nieves Morales

RESUMEN PARA UN INVENTARIO DE SILUETAS

Pero en las vírgenes tierras de Cipango
todo es posible. Todo

Alexis Díaz Pimienta

 
I
Estoy contando siluetas
en la ciudad donde todo
es posible Fusta y lodo
argot importado tretas
de falso adoquín veletas
y antifaces Contradigo
mi sombra el mar un mendigo
piedra orishas cañonazo
la ciudad se aferra al brazo
violento de su enemigo

II
Lunes náufrago sin cura
Pasa Dios a la deriva
por Obispo y más arriba
hurga un loco en la basura
El bulevar inaugura
sus jirones Un anciano
sin rostro extiende la mano
de la ciudad su amuleto
Oh Dios violado panfleto
Oh Marx silencio pagano

III
Quinta Avenida lúbrica emboscada
de perfume barato y lentejuela
Un auto abre la noche a tanta suela
voluptuosa de herrumbre disfrazada
La luna desde un charco centinela
le reprocha a la calle su vigilia
Lejos polvo de hogar una familia
bajo el candil ayuna sus retazos
Lejos la mesa virgen Sin abrazos
el lunes pez agónico se exilia

IV
Insomnio gris Malecón
Madrugada sin escora
cortando la sed traidora
del remo Tras un muñón
de balsa la salvación
o el delirio Mar descalzo
Insomnio gris sobre el falso
testimonio de la brújula
Bajo los pies una esdrújula
ansiedad de otro cadalso

V
Ya no hay ciudad Sólo un mapa
sin Das Kapital ni Cristo
Cierro los ojos y embisto
la luz Su oscura solapa
juega al silencio destapa
otro erial para profetas
No falsifico piruetas
de suicida ni enarbolo
vedadas cruces Yo sólo
estoy contando siluetas