sábado, 17 de noviembre de 2012

Alexander S. Pushkin. Los relatos de Belkin


EL JEFE DE POSTA


¿Quién no ha maldecido a los jefes de posta, quién no los ha colmado de improperios? ¿Quién, en un arranque de cólera, no les ha exigido el libro fatal para dejar en él constancia de su inútil reclamación contra las vejaciones, la zafiedad y el desorden? ¿Quién no los considera monstruos del género humano semejantes a los difuntos podiachi o, por lo menos, a los salteadores de Múrom? Seamos, sin embargo, ecuánimes, tratemos de ponernos en su lugar y entonces tal vez nuestro juicio sea mucho más indulgente. ¿Qué es un jefe de posta? Un verdadero mártir de la clase decimocuarta y última en el escalafón administrativo, a quien su título no le sirve más que para ponerle a cubierto de los golpes, y aun así no en todas las ocasiones (apelo a la conciencia de mis lectores). ¿Cuál es el cargo de ese dictador, como en son de broma le llama el príncipe Viázemski? ¿No es un auténtico galeote? No conoce el descanso ni de día ni de noche. Todo el mal humor acumulado durante el tedioso trayecto, lo descarga el viajero sobre el jefe de posta. El tiempo es insoportable, el camino infernal, el cochero tozudo, los caballos apenas si se arrastran: la culpa es del jefe de posta. Al entrar en su mísera morada, el viajero lo mira como a un enemigo; menos mal si consigue librarse pronto del molesto huésped; pero, ¿y si no hay caballos?... ¡Dios mío, qué de insultos, qué de amenazas caen sobre su cabeza! En plena lluvia y entre el barro se ve obligado a correr por las caballerizas; cuando se ha desatado la nevasca, con un frío que se cala hasta los huesos, se retira al zaguán para descansar siquiera sea un instante de los gritos y empujones del viajero irritado. Llega un general; el jefe de posta, tembloroso, le entrega las dos últimas troikas, una de ellas la del correo. El general se va sin darle siquiera las gracias. A los cinco minutos, ¡la campanilla!... Un correo con despachos oficiales arroja sobre la mesa su hoja de ruta... Pongámonos en su lugar y un sentimiento de sincera simpatía invadirá nuestro corazón en lugar de la cólera.

Unas palabras más: en el transcurso de veinte años he recorrido Rusia en todas direcciones; conozco casi todos los caminos de posta; he utilizado los servicios de varias generaciones de cocheros; raro es el jefe de posta al que no conozca de vista, son muy pocos los que no he tratado; confío en publicar, en un futuro próximo, el curioso material reunido en mis apuntes de viaje; de momento me limitaré a decir que el común de las gentes sustenta la idea más falsa acerca del gremio de los jefes de posta. Estos hombres tan calumniados son seres pacíficos, serviciales por naturaleza, sociables, modestos en su apetencia de honores y no excesivamente codiciosos. Sus conversaciones (que en vano desdeñan los señores) son muy amenas e instructivas. En lo que a mí se refiere, confieso que prefiero hablar con ellos que con cualquier funcionario de sexta clase que viaja en comisión de servicio.

No es difícil adivinar que poseo amigos entre el honorable gremio de los jefes de posta. Efectivamente, tengo en particular estima la memoria de uno de ellos. Las circunstancias nos hicieron intimar en otro tiempo y acerca de él desearía hablar ahora a mis amables lectores.

Alexander S. Pushkin
Los relatos de Belkin
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En mayo de 1816 viajaba yo por un camino real, hoy inexistente, de la provincia de X. Era entonces un funcionario de baja categoría, utilizaba los servicios de la posta y únicamente tenía derecho a dos caballos. De ahí que me tratasen sin grandes miramientos, y a menudo tenía que lograr en combate lo que, a mi parecer, me correspondía en derecho. Joven y exaltado como era, me indignaba la bajeza y cobardía de los jefes de posta cuando éstos cedían para el coche de algún dignatario los últimos caballos, que ya tenían dispuestos para mí. Igualmente me ha costado mucho acostumbrarme a que los siervos entendidos en jerarquías dejaran de servirme algún plato en los banquetes del gobernador. Hoy día, lo uno y lo otro me parece normal. En efecto, ¿qué sería de nosotros si en vez de la regla, cómoda para todos, de «respeta las jerarquías», se implantara otra, por ejemplo, la de «respeta el talento»? ¡Qué de disputas surgirían entonces! Y los criados, ¿a quién servirían primero? Pero volvamos a nuestro relato.

Era un día caluroso. A tres verstas de la posta de X empezó a gotear, y un minuto después una lluvia torrencial me había calado hasta los huesos. Al llegar a la estación, mi primer cuidado fue cambiarme de ropa; el segundo, pedir té.

—¡Eh, Dunia! —gritó el jefe de la posta—. Enciende el samovar y ve a buscar crema.

A estas palabras, una muchacha como de catorce años salió de la pieza vecina y corrió al zaguán. Su belleza me dejó atónito.

—¿Es hija tuya? —pregunté al jefe de la posta.

—Sí —contestó él orgulloso—. ¡Es tan juiciosa y tan lista! El vivo retrato de su difunta madre.

Se puso a anotar en el registro mi hoja de ruta y yo me dediqué a contemplar los cuadros que adornaban su humilde, pero aseada mansión. Representaban la historia del hijo pródigo: en el primero, un anciano respetable, con gorro de dormir y bata, despedía a un inquieto joven, que se apresuraba a recibir su bendición y una bolsa de dinero. En otro, con vivos colores, se daba a conocer la depravada conducta del joven: estaba sentado ante una mesa en compañía de falsos amigos y de impúdicas mujeres. Luego, el joven, ya arruinado, cubierto de andrajos y con sombrero de tres picos, cuidaba unos cerdos, cuya comida compartía; su rostro expresaba profundo pesar y arrepentimiento. Venía, por fin, la vuelta al hogar paterno; el buen anciano, con el mismo gorro y la misma bata, corría a su encuentro; el hijo pródigo estaba postrado de rodillas; en un segundo plano se veía al cocinero, sacrificando un cebado ternerillo, mientras que el primogénito preguntaba a los criados la causa de tanta alegría. Al pie de cada cuadro pude leer unos versos alemanes adecuados al caso. Todo esto se ha conservado en mi memoria hasta la fecha, lo mismo que las macetas de balsamina y la cama con su cortina de chillones colores y los demás objetos que entonces me rodeaban. Veo como si tuviera ante mí al propio dueño de la casa, un cincuentón fuerte y animoso, y su largo levitón verde con tres medallas colgando de unas descoloridas cintas.

Apenas había pagado a mi viejo cochero, cuando Dunia volvía con el samovar. La pequeña coqueta se dio cuenta en seguida de la impresión que me había producido y bajó sus ojos grandes y azules. Nos pusimos a hablar. Ella respondía a mis preguntas sin la menor muestra de timidez, como una muchacha con experiencia mundana. Invité al padre a un vaso de ponche, ofrecí a Dunia una taza de té y los tres nos pusimos a conversar como si fuéramos viejos conocidos.

Los caballos llevaban largo rato enganchados, pero yo no sentía el menor deseo de separarme del jefe de la posta y de su hija. Me despedí, por fin, de ellos; el padre me deseó buen viaje y la hija me acompañó hasta mi carricoche. En el zaguán me detuve y le pedí permiso para besarla: ella accedió... Muchos besos puedo contar pero ninguno dejó en mí un recuerdo tan duradero y agradable,

 desde que de eso me ocupo...

Transcurrieron algunos años y las circunstancias me llevaron a aquel mismo camino real y a aquellos mismos lugares. Recordé a la hija del viejo jefe de la posta y me alegró el simple pensamiento de que iba a verla de nuevo. Pero, pensé, quizá el viejo haya sido reemplazado; probablemente, Dunia estará casada. La idea de que el padre o la hija podían haber muerto cruzó también por mi mente, y me acerqué a la posta con un triste presentimiento.

Los caballos se detuvieron ante el edificio. Entré en la casa y al instante reconocí los cuadros del hijo pródigo; la mesa y la cama continuaban en los sitios de antes, pero en las ventanas ya no había flores y todo alrededor parecía vetusto y abandonado. El jefe de la posta dormía tapado con su capote: despertado por mi llegada, se incorporó... Era el mismo Simeón Virin, pero ¡cómo había envejecido! Mientras registraba mi hoja de ruta, contemplé sus canas, las profundas arrugas de su cara, sin afeitar desde hacía tiempo, su encorvada espalda, y no salía de mi asombro. ¿Cómo tres o cuatro años habían podido convertir a un hombre animoso en un vejestorio?

 —¿No me conoces? —le pregunté—. Somos viejos amigos.

—Es posible —me contestó sombrío—. El camino es grande y son muchos los viajeros que han parado en mi casa.

—Y Dunia, ¿sigue bien?

El viejo frunció el ceño.

—Eso Dios lo sabe —contestó.

—¿Se ha casado, no?

El viejo aparentó no haber oído y continuó leyendo a media voz mi hoja de ruta. No hice más preguntas y pedí que calentasen una tetera de agua. La curiosidad empezaba a picarme y abrigaba la esperanza de que el ponche desataría la lengua de mi viejo conocido.

No me equivocaba: el viejo no rechazó el vaso que le ofrecía. Advertí que el ron disipaba su melancolía. El segundo vaso le desató la lengua; me recordó, o aparentó reconocerme, y de sus labios escuché una conmovedora historia que entonces atrajo todo mi interés.

—Así, pues, conoció usted a mi Dunia —comenzó—. ¿Quién no la conocía? ¡Ay, Dunia, Dunia! ¡Qué muchacha era! Nadie pasaba por aquí sin decirle algún cumplido; a todos agradaba, nadie podía decir nada malo de ella. Las señoras le hacían regalos: ésta un pañuelo, aquélla unos dientes. Los señores se detenían con el pretexto de comer o cenar para poder contemplarla a sus anchas. Hasta los más irascibles se calmaban al verla y hablaban con toda amabilidad conmigo. Créame, señor, los correos se pasaban su buena media hora de charla con ella. Era la que sostenía la casa: para hacer la limpieza, para cocinar, para todo encontraba tiempo. Y yo, viejo estúpido, no me cansaba de mirarla embobado. ¿Es que no la quería, es que no la colmaba de mimos? ¿Acaso le daba mala vida? Pero lo que ha de ocurrir, ocurre; no hay forma de eludir la desgracia.

Y el viejo pasó a relatarme sus desventuras con todo detalle.

Tres años atrás, en un atardecer de invierno, cuando el jefe de la posta estaba rayando un nuevo libro de registro y la muchacha cosía en la habitación contigua, llegó una troika. El viajero, que llevaba gorro circasiano, capote militar y se envolvía el cuello con una bufanda, entró exigiendo caballos. No los había, todos estaban de viaje. Al oírlo, el viajero levantó la voz y la fusta, pero Dunia, habituada a tales escenas, salió presurosa y le preguntó afablemente si quería comer algo. La aparición de la muchacha produjo el efecto de siempre. Se disipó la cólera del viajero, éste accedió a esperar los caballos y pidió que le sirvieran la cena. Cuando se hubo despojado del peludo y mojado gorro, de la bufanda y del capote, padre e hija pudieron ver que se trataba de un joven y apuesto húsar, de bigotillo negro. Se instaló en el aposento del jefe de la posta y entabló conversación con él y con su hija. Fue servida la cena. Entretanto, habían llegado los caballos y el jefe de la posta dispuso que inmediatamente, sin darles siquiera un pienso, los engancharan en el coche del oficial. Pero al volver encontró al joven tendido en un banco, casi sin conocimiento: se había sentido mal, le dolía la cabeza, le era imposible seguir el viaje... ¡Qué se le iba a hacer! El jefe de la posta cedió su cama al enfermo con el propósito de, si al día siguiente no se encontraba mejor, mandar a la ciudad en busca de un médico.

Al otro día, el húsar se había agravado. Su criado marchó a caballo a la ciudad en busca del médico. Dunia le aplicó unas compresas de vinagre y se sentó con su labor a la cabecera del enfermo. Éste, cuando el jefe de la posta entraba a verle, no cesaba de quejarse y apenas hablaba; sin embargo, se tomó dos tazas de café y, entre constantes lamentaciones, pidió que le sirvieran el almuerzo. Dunia no se apartaba de él. A cada instante, el enfermo pedía de beber, y la muchacha le daba un vaso de limonada que había preparado ella misma. El enfermo se humedecía los labios y, cada vez, al devolver el vaso, apretaba con su débil mano, en señal de gratitud, la mano de Dunia. A la hora de comer llegó el médico. Tomó el pulso del enfermo, habló con él en alemán y manifestó en ruso que lo único que necesitaba era reposo y que a los dos o tres días estaría en condiciones de reanudar el viaje. El húsar le pagó veinticinco rublos por la visita y le invitó a compartir su almuerzo. El médico accedió; comieron con buen apetito, se bebieron una botella de vino y se separaron muy satisfechos el uno del otro.

Pasó otro día y el húsar acabó de reponerse. Se mostraba extraordinariamente alegre, no cesaba de bromear, ya con Dunia, ya con el jefe de la posta, silbaba, charlaba con los viajeros, registraba sus hojas de ruta en el libro, y agradó tanto al buen jefe de la posta que éste se sintió apenado cuando, a la mañana del tercer día, tuvo que despedirse de su amable huésped. Era domingo y Dunia se disponía a ir a misa. El coche esperaba ya al húsar, quien se despidió del jefe de la posta, recompensándole generosamente por la estancia y la comida; se despidió también de Dunia y se brindó a llevarla hasta la iglesia, que se encontraba en las afueras de la aldea. Ella parecía indecisa...

—¿Qué temes? —le dijo su padre—. Su señoría no es un lobo y no te va a comer. Da un paseo hasta la iglesia.

Dunia tomó asiento junto al húsar, el criado subió al pescante, el cochero lanzó un silbido y los caballos partieron al galope.

El pobre jefe de la posta no alcanzaba a comprender cómo había permitido que su hija marchara con el húsar, cómo se había cegado, qué había nublado entonces su razón. No había transcurrido media hora cuando se despertó en él tal angustia que, incapaz de seguir esperando, se dirigió a la iglesia. Al acercarse al templo vio que la gente estaba saliendo de misa, pero Dunia no estaba ni en el recinto ni en el atrio. Entró apresuradamente: el sacerdote bajaba del altar; el sacristán apagaba las velas, dos viejas seguían rezando en un rincón; tampoco allí estaba. El infortunado padre apenas si tuvo valor para preguntar al sacristán si su hija había asistido a la misa. El sacristán le contestó negativamente. El jefe de la posta volvió a casa más muerto que vivo. Le quedaba una esperanza: quizá Dunia, con la despreocupación propia de la juventud, hubiera querido seguir hasta la posta siguiente, donde residía su madrina. Con dolorosa inquietud esperaba el regreso de la troika en que había dejado marchar a su hija.

El cochero tardaba en volver. Por fin se presentó al anochecer, solo y borracho, con una noticia terrible:

—Dunia ha seguido adelante con el húsar.

El viejo no pudo soportar la desgracia y se desplomó sobre el mismo lecho que un día antes ocupaba aún el joven seductor. Ahora, dándole vueltas a todas las circunstancias del suceso, cayó en la cuenta de que la enfermedad del húsar había sido fingida. Una fuerte calentura se apoderó de él; lo trasladaron a la ciudad y su puesto fue ocupado interinamente por otro. Le asistió el mismo médico que había atendido al húsar. Le aseguró que el joven estaba entonces completamente sano y que él había sospechado sus siniestras intenciones, aunque calló por miedo a la fusta. No sabemos si el alemán decía verdad o si quería presumir de perspicaz, pero lo cierto es que no llevó el menor consuelo al pobre enfermo. Éste, apenas se hubo repuesto de su enfermedad, solicitó de sus superiores dos meses de permiso y, sin hablar a nadie de sus intenciones, se dirigió a pie en busca de su hija. Por el libro de registro de viajeros sabía que el capitán de caballería Minski se dirigía de Smolensk a Petersburgo. El cochero que lo llevó dijo que Dunia había llorado durante todo el trayecto, aunque, al parecer, iba de buen grado.

—Quizá pueda regresar a casa con mi oveja descarriada —se dijo el jefe de posta.

Animado por esta idea, llegó a Petersburgo, se alojó en el cuartel del regimiento de Izmáiov, con un suboficial retirado, viejo compañero de servicio, e inició sus búsquedas. Pronto supo que el capitán Minski estaba en Petersburgo y que residía en la hostería de Demútov. El jefe de posta decidió hacerle una visita.

Por la mañana temprano llegó a la antesala y rogó que se anunciara a su señoría que un viejo soldado deseaba verle. Un asistente, que estaba limpiando unas botas de montar, le hizo saber que el señor dormía y que antes de las once no acostumbraba a recibir a nadie. El jefe de posta se retiró y volvió a la hora señalada. Le abrió la puerta el propio Minski, con batín y bonete rojo.

—¿Qué se te ofrece, amigo? —le preguntó.

El corazón del viejo dio un vuelco, las lágrimas acudieron a sus ojos y se limitó a balbucir con voz temblorosa:

—Señoría... Hágame la merced divina...

Minski le dirigió una rápida mirada, enrojeció, lo tomó del brazo, lo llevó a su despacho y cerró la puerta.

—Señoría —continuó el viejo—, lo pasado, pasado está. Devuélvame, al menos, a mi pobre Dunia. Usted habrá satisfecho ya su capricho, no deje que se pierda en vano.

—Sí, lo que se ha hecho no se puede volver atrás —dijo el joven, sumamente turbado—. Reconozco mi culpa y te ruego que me perdones. Pero no pienses que puedo abandonar a Dunia: será feliz, te doy mi palabra de honor. ¿Para qué quieres llevártela? Me quiere y no podría volver a la vida de antes. Ni tú ni ella seríais capaces de olvidar lo ocurrido.

Luego, poniéndole algo en la mano, abrió la puerta y el jefe de posta, sin saber cómo, se encontró en la calle.

Durante largo rato permaneció inmóvil, hasta que, al fin, abrió la mano y vio en ella unos papeles; se trataba de unos cuantos billetes arrugados de cincuenta rublos. Las lágrimas, esta vez lágrimas de indignación, afluyeron de nuevo a sus ojos. Hizo una pelota con los billetes, los tiró al suelo, los pisoteó y echó a andar... Se alejó unos pasos, se detuvo pensativo... y dio la vuelta... Pero los billetes ya no estaban. Un joven elegantemente vestido, al verle, corrió hacia un coche de punto, subió a él apresuradamente y gritó:

—¡Arrea!

El jefe de posta no hizo nada por seguirle. Había decidido regresar a su casa, pero antes quería ver, siquiera una vez, a su pobre Dunia. Con este objeto volvió dos días después a la casa de Minski. Sin embargo, el asistente le dijo de malos modos que el señor no recibía a nadie y, empujándole fuera de la antesala, le cerró la puerta en sus mismas narices. El viejo permaneció indeciso unos instantes y optó por irse.

Aquel mismo día, por la tarde, caminaba por la avenida Litéinaia después de haber hecho sus oraciones en la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores, cuando, de pronto, pasó ante él un elegante coche en el que vio a Minski. El coche se detuvo ante la puerta de una casa de tres pisos, y el húsar se metió en ella. Una idea feliz cruzó por la mente del jefe de posta. Volvió sobre sus pasos y cuando estuvo junto al cochero le preguntó:

—Dime, amigo mío, ¿de quién es este coche? ¿No es de Minski?

—Sí que lo es —contestó el cochero—. ¿Por qué lo preguntas?

—Verás, tu dueño me mandó que llevara una esquela a su Dunia y se me ha olvidado dónde vive.

—Aquí mismo, en el segundo piso. Has llegado tarde con tu esquela, amigo. El capitán está ya con ella.

—No importa —dijo el jefe de la posta, cuyo corazón empezó a latir violentamente—. Gracias por el favor, pero, de todas maneras, cumpliré el encargo.

Y dichas estas palabras, se dirigió a la escalera.

La puerta estaba cerrada; llamó y esperó angustiado unos segundos. Rechinó la llave en la cerradura y le abrieron.

—¿Vive aquí Avdotia Simeónovna? —preguntó.

—Sí —contestó una joven doncella—. ¿Qué deseas?

Él entró en el recibimiento sin contestar a la pregunta.

—¿Qué hace usted? ¿Adónde va? —gritó la doncella a sus espaldas—. Avdotia Simeónovna tiene visita.

Pero el jefe de la posta siguió adelante, sin escucharla. Las dos primeras habitaciones estaban a oscuras; en la tercera había luz. El viejo se acercó a la puerta entreabierta y se detuvo. En la estancia, excelentemente amueblada, se encontraba Minski, sentado en un sillón, en actitud pensativa. Dunia, vestida con todo el lujo de la última moda, descansaba en uno de los brazos del mueble, como una amazona en su silla inglesa, y contemplaba tiernamente a Minski, cuyos negros rizos enrollaba en sus dedos deslumbrantes de joyas. ¡Pobre jefe de posta! ¡Jamás le había parecido su hija tan bella! Sin él mismo darse cuenta, se quedó admirándola.

—¿Quién está ahí? —preguntó ella sin levantar la cabeza.

El viejo callaba. Al no tener respuesta, Dunia levantó la vista... y lanzando un grito, se desplomó sobre la alfombra. Minski, asustado, acudió a levantarla. Al ver en la puerta al anciano jefe de posta, dejó a Dunia y se acercó a él, temblando de cólera.

—¿Qué es lo que quieres?  —le dijo, apretando los dientes —. ¿Por qué me sigues furtivamente a todas partes como un bandido? ¿O es que quieres degollarme? ¡Largo de aquí! —y agarrando con fuerza al viejo por las solapas, lo sacó a empellones a la escalera.

El viejo volvió a su alojamiento. Su amigo le aconsejó que denunciara el caso a las autoridades, pero el jefe de posta, después de pensarlo, decidió abandonarlo todo a su suerte. Dos días más tarde salía de Petersburgo y regresaba a su estación de posta, donde reanudó sus actividades.

—Ya va para tres años —concluyó— que vivo sin Dunia y sin saber nada de ella. ¿Vive? ¿Ha muerto? Sólo Dios lo sabe. Todo puede ocurrir. No fue la primera ni será la última en dejarse seducir por un galán de paso, que hoy la hace su amante y mañana la abandona. En Petersburgo abundan esas jovenzuelas tontas, que hoy van vestidas de raso y terciopelo y que mañana pasearán por las calles con los descamisados de las tabernas. Cuando pienso que Dunia puede correr la misma suerte, incurro sin darme cuenta en un pecado y desearía verla muerta...

Tal fue el relato de mi amigo, el viejo jefe de la posta, relato interrumpido sin cesar por las lágrimas que él se secaba pintorescamente con el faldón del capote, como el solícito Teréntich en la encantadora balada de Dmítriev. Estas lágrimas eran motivadas en parte por el ponche, del que en el transcurso de su narración se había metido cinco vasos entre pecho y espalda; mas, sea como fuere, me conmovieron profundamente. Después de separarnos pasé mucho tiempo sin poder olvidar al viejo jefe de la posta, pensando en la pobre Dunia.

Hace poco, al pasar por el lugarejo de X, me acordé de mi amigo; supe que la posta que él gobernaba había sido suprimida. A mi pregunta de si él vivía, nadie supo darme respuesta satisfactoria. Decidí visitar aquellos parajes que ya conocía, alquilé un coche y me dirigí a la aldea de N.

Esto sucedió en otoño.  Unas nubes grisáceas cubrían el cielo; un viento frío venía de los rastrojos, llevándose las hojas encarnadas y amarillas de los árboles que encontraba a su paso. Llegué a la aldea cuando el sol se estaba poniendo y me detuve ante la casita de la posta. En el zaguán (donde un día me había besado la pobre Dunia) me recibió una mujer gorda y a mis preguntas respondió que mi viejo amigo había muerto hacía un año y que la casa había sido ocupada por un fabricante de cerveza. Ella era la mujer del cervecero. Lamenté mi inútil viaje y los siete rublos gastados en vano.

—¿De qué murió? —pregunté a la mujer del cervecero.

—De tanto beber —contestó ella.

—¿Dónde está enterrado?

—En las afueras del pueblo, junto a la tumba de su mujer.

—¿Podría acompañarme alguien a su tumba?

—¿Por qué no? ¡Eh, Vanka! Deja de jugar con el gato. Acompaña al señor al cementerio y dile dónde está la tumba del jefe de la posta.

Un chicuelo harapiento, pelirrojo y tuerto, corrió hacia mí y me condujo a las afueras del pueblo.

—¿Conocías al difunto? —le pregunté por el camino.

—¡Claro que lo conocía! Me enseñó a hacer flautas de caña. A veces (que Dios le tenga en su gloria) le seguíamos cuando salía de la taberna, gritando: «¡Abuelo, abuelo, danos nueces!», y él nos las daba. Todo el tiempo se lo pasaba con nosotros.

—Y los viajeros, ¿lo recuerdan?

—Son muy pocos ahora. A veces se deja caer por aquí el juez, pero a ése le preocupan poco los muertos. Este verano sí que pasó una señora, preguntó por el viejo jefe de la posta y acudió a su tumba.

—¿Qué señora? —pregunté, picado por la curiosidad.

—Una señora muy guapa —contestó el chicuelo—. Viajaba en un coche tirado por seis caballos, con tres niños, un ama de cría y un perrito negro. Cuando le dijeron que el viejo jefe de la posta había muerto, se echó a llorar y les dijo a los niños: «No os mováis de aquí mientras voy al cementerio.» Me ofrecí a acompañarla, pero ella dijo: «Conozco el camino.» Y me dio cinco kopeks. Era una señora muy buena...

Llegamos al cementerio, un campo sin tapia alguna, sembrado de cruces de madera, al que no daba sombra ni un solo árbol. Jamás había visto un cementerio tan triste.

—Esta es la tumba del viejo jefe de la posta —me dijo el chicuelo, saltando a un montón de tierra en el que había clavada una cruz negra con un Cristo de cobre.

—¿Y la señora vino aquí? —pregunté.

—Sí —me contestó Vanka—. Yo la estuve mirando desde lejos. Se echó al suelo y estuvo tendida mucho rato. Luego volvió al pueblo, llamó al pope, le dio dinero y se marchó. Y a mí me regaló cinco kopeks. ¡Una señora magnífica!

También yo le di al chiquillo cinco kopeks y no me importaron el viaje ni los siete rublos que me había costado.



martes, 13 de noviembre de 2012

Julio Cortázar. Todos los fuegos el fuego

 

REUNIÓN


Recordé un viejo cuento de Jack London,
donde el protagonista, apoyado en un tronco de árbol,
se dispone a acabar con dignidad su vida.

Ernesto “Che” Guevara,
en La sierra y el llano,
La Habana, 1961.

Nada podía andar peor, pero al menos ya no estábamos en la maldita lancha, entre vómitos y golpes de mar y pedazos de galleta mojada, entre ametralladoras y babas, hechos un asco, consolándonos cuando podíamos con el poco tabaco que se conservaba seco porque Luis (que no se llamaba Luis, pero habíamos jurado no acordarnos de nuestros nombres hasta que llegara el día) había tenido la buena idea de meterlo en una caja de lata que abríamos con más cuidado que si estuviera llena de escorpiones. Pero qué tabaco ni tragos de ron en esa condenada lancha, bamboleándose cinco días como una tortuga borracha, haciéndole frente a un norte que la cacheteaba sin lástima, y ola va y ola viene, los baldes despellejándonos las manos, yo con un asma del demonio y medio mundo enfermo, doblándose para vomitar como si fueran a partirse por la mitad. Hasta Luis, la segunda noche, una bilis verde que le sacó las ganas de reírse, entre eso y el norte que no nos dejaba ver el faro de Cabo Cruz, un desastre que nadie se había imaginado; y llamarle a eso un expedición de desembarco era como para seguir vomitando pero de pura tristeza. En fin, cualquier cosa con tal de dejar atrás la lancha, cualquier cosa aunque fuera lo que nos esperaba en tierra ––pero sabíamos que nos estaba esperando y por eso no importaba tanto––, el tiempo que se compone justamente en el peor momento y zas la avioneta de reconocimiento, nada que hacerle, a vadear la ciénaga o lo que fuera con el agua hasta las costillas buscando el abrigo de los sucios pastizales, de los mangles, y yo como un idiota con mi pulverizador de adrenalina para poder seguir adelante, con Roberto que me llevaba el Springfield para ayudarme a vadear mejor la ciénaga (si era una ciénaga, porque a muchos ya se nos había ocurrido que a lo mejor habíamos errado el rumbo y que en vez de tierra firme habíamos hecho la estupidez de largarnos en algún cayo fangoso dentro del mar, a veinte millas de la isla...); y todo así, mal pensado y peor dicho, en una continua confusión de actos y nociones, una mezcla de alegría inexplicable y de rabia contra la maldita vida que nos estaban dando los aviones y lo que nos esperaba del lado de la carretera si llegábamos alguna vez, si estábamos en una ciénaga de la costa y no dando vueltas como alelados en un circo de barro y de total fracaso para diversión del babuino en su Palacio.

Ya nadie se acuerda cuánto duró, el tiempo lo medíamos por los claros entre los pastizales, los tramos donde podían ametrallarnos en picada, el alarido que escuché a mi izquierda, lejos, y creo fue de Roque (a él le puedo dar su nombre, a su pobre esqueleto entre las lianas y los sapos), porque de los planes ya no quedaba más que la meta final, llegar a la Sierra y reunirnos con Luis si también él conseguía llegar; el resto se había hecho trizas con el norte, el desembarco improvisado, los pantanos. Pero seamos justos: algo se cumplía sincronizadamente, el ataque de los aviones enemigos. Había sido previsto y provocado: no falló. Y por eso, aunque todavía me doliera en la cara el aullido de Roque, mi maligna manera de entender el mundo me ayudaba a reírme por lo bajo (y me ahogaba todavía más, y Roberto me llevaba el Springfield para que yo pudiese inhalar adrenalina con la nariz casi al borde del agua, tragando más barro que otra cosa), porque si los aviones estaban ahí entonces no podía ser que hubiéramos equivocado la playa, a lo sumo nos habíamos desviado algunas millas, pero la carretera estaría detrás de los pastizales, y después el llano abierto y en el norte las primeras colinas. Tenía su gracia que el enemigo nos estuviera certificando desde el aire la bondad del desembarco.

Julio Cortázar
Todos los fuegos el fuego
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Duró vaya a saber cuánto, y después fue de noche y éramos seis debajo de unos flacos árboles, por primera vez en terreno casi seco, mascando tabaco húmedo y unas pobres galletas. De Luis, de Pablo, de Lucas, ninguna noticia; desperdigados, probablemente muertos, en todo caso tan perdidos y mojados como nosotros. Pero me gustaba sentir cómo con el fin de esa jornada de batracio se me empezaban a ordenar las ideas, y cómo la muerte, más probable que nunca, no sería ya un balazo al azar en plena ciénaga, sino una operación dialéctica en seco, perfectamente orquestada por las partes en juego. El ejército debía controlar la carretera, cercando los pantanos a la espera de que apareciéramos de a dos o de a tres, liquidados por el barro y las alimañas y el hambre. Ahora todo se veía clarísimo, tenía otra vez los puntos cardinales en el bolsillo, me hacía reír sentirme tan vivo y tan despierto al borde del epílogo. Nada podía resultarme más gracioso que hacer rabiar a Roberto recitándole al oído unos versos del viejo Pancho que le parecían abominables. “Si por lo menos nos pudiéramos sacar el barro”, se quejaba el Teniente. “O fumar de verdad” (alguien, más a la izquierda, ya no sé quién, alguien que se perdió al alba). Organización de la agonía: centinelas, dormir por turnos, mascar tabaco, chupar galletas infladas como esponjas. Nadie mencionaba a Luis, el temor de que lo hubieran matado era el único enemigo real, porque su confirmación nos anularía mucho más que el acoso, la falta de armas o las llagas en los pies. Sé que dormí un rato mientras Roberto velaba, pero antes estuve pensando que todo lo que habíamos hecho en esos días era demasiado insensato para admitir así de golpe la posibilidad de que hubieran matado a Luis. De alguna manera la insensatez tendría que continuar hasta el final, que quizá fuera la victoria, y en ese juego absurdo donde se había llegado hasta el escándalo de prevenir al enemigo que desembarcaríamos, no entraba la posibilidad de perder a Luis. Creo que también pensé que si triunfábamos, que si conseguíamos reunirnos otra vez con Luis, sólo entonces empezaría el juego en serio, el rescate de tanto romanticismo necesario y desenfrenado y peligroso. Antes de dormirme tuve como una visión: Luis junto a un árbol, rodeado por todos nosotros, se llevaba lentamente la mano a la cara y se la quitaba como si fuese una máscara. Con la cara en la mano se acercaba a su hermano Pablo, a mí, al Teniente, a Roque, pidiéndonos con un gesto que la aceptáramos, que nos la pusiéramos. Pero todos se iban negando uno a uno, y yo también me negué, sonriendo hasta las lágrimas, y entonces Luis volvió a ponerse la cara y le vi un cansancio infinito mientras se encogía de hombros y sacaba un cigarro del bolsillo de la guayabera. Profesionalmente hablando, una alucinación de la duermevela y la fiebre, fácilmente interpretable. Pero si realmente habían matado a Luis durante el desembarco, ¿quién subiría ahora a la Sierra con su cara? Todos trataríamos de subir pero nadie con la cara de Luis, nadie que pudiera o quisiera asumir la cara de Luis. “Los diádocos”, pensé ya entredormido, “pero todo se fue al diablo con los diádocos, es sabido.”

Aunque esto que cuento pasó hace rato, quedan pedazos y momentos tan recortados en la memoria que sólo se pueden decir en presente, como estar tirado otra vez boca arriba en el pastizal, junto al árbol que nos protege del cielo abierto. Es la tercera noche, pero al amanecer de ese día franqueamos la carretera a pesar de los jeeps y la metralla. Ahora hay que esperar otro amanecer porque nos han matado al baqueano y seguimos perdidos, habrá que dar con algún paisano que nos lleve a donde se pueda comprar algo de comer, y cuando digo comprar casi me da risa y me ahogo de nuevo, pero en eso como en lo demás a nadie se le ocurriría desobedecer a Luis, y la comida hay que pagarla y explicarle antes a la gente quiénes somos y por qué andamos en lo que andamos. La cara de Roberto en la choza abandonada de la loma, dejando cinco pesos debajo de un plato a cambio de la poca cosa que encontramos y que sabía a cielo, a comida en el “Ritz” si es que ahí se come bien. Tengo tanta fiebre que se me va pasando el asma, no hay mal que por bien no venga, pero pienso de nuevo en la cara de Roberto dejando los cinco pesos en la choza vacía, y me da un tal ataque de risa que vuelvo a ahogarme y me maldigo. Habría que dormir, Tinti monta la guardia, los muchachos descansan unos contra otros, yo me he ido un poco más lejos porque tengo la impresión de que los fastidio con la tos y los silbidos del pecho, y además hago una cosa que no debería hacer, y es que dos o tres veces en la noche fabrico una pantalla de hojas y meto la cara por debajo y enciendo despacito el cigarro para reconciliarme un poco con la vida.

En el fondo lo único bueno del día ha sido no tener noticias de Luis, el resto es un desastre, de los ochenta nos han matado por lo menos a cincuenta o sesenta; Javier cayó entre los primeros, el Peruano perdió un ojo y agonizó tres horas sin que yo pudiera hacer nada, ni siquiera rematarlo cuando los otros no miraban. Todo el día temimos que algún enlace (hubo tres con un riesgo increíble, en las mismas narices del ejército) nos trajera la noticia de la muerte de Luis. Al final es mejor no saber nada, imaginarlo vivo, poder esperar todavía. Fríamente peso las posibilidades y concluyo que lo han matado, todos sabemos cómo es, de qué manera el gran condenado es capaz de salir al descubierto con una pistola en la mano, y el que venga atrás que arree. No, pero López lo habrá cuidado, no hay como él para engañarlo a veces, casi como a un chico, convencerlo de que tiene que hacer lo contrario de lo que le da la gana en ese momento. Pero y si López... Inútil quemarse la sangre, no hay elementos para la menor hipótesis, y además es rara esta calma, este bienestar boca arriba como si todo estuviera bien así, como si todo se estuviera cumpliendo (casi pensé: “consumando”, hubiera sido idiota) de conformidad con los planes. Será la fiebre o el cansancio, será que nos van a liquidar a todos como a sapos antes de que salga el sol. Pero ahora vale la pena aprovecharse de este respiro absurdo, dejarse ir mirando el dibujo que hacen las ramas del árbol contra el cielo más claro, con algunas estrellas, siguiendo con ojos entornados ese dibujo casual de las ramas y las hojas, esos ritmos que se encuentran, se cabalgan y se separan, y a veces cambian suavemente cuando una bocanada de aire  hirviendo pasa por encima de las copas, viniendo de las ciénagas. Pienso en mi hijo pero está lejos, a miles de kilómetros, en un país donde todavía se duerme en la cama, y su imagen me parece irreal, se me adelgaza y pierde entre las hojas del árbol, y en cambio me hace tanto bien recordar un tema de Mozart que me ha acompañado desde siempre, el movimiento inicial del cuarteto La caza, la evocación del halalí en la mansa voz de los violines, esa transposición de una ceremonia salvaje a un claro goce pensativo. Lo pienso, lo repito, lo canturreo en la memoria, y siento al mismo tiempo cómo la melodía y el dibujo de la copa del árbol contra el cielo se van acercando, traban amistad, se tantean una y otra vez hasta que el dibujo se ordena de pronto en la presencia visible de la melodía, un ritmo que sale de una rama baja, casi a la altura de mi cabeza, remonta hasta cierta altura y se abre como un abanico de tallos, mientras el segundo violín es esa rama más delgada que se yuxtapone para confundir sus hojas en un punto situado a la derecha, hacia el final de la frase, y dejarla terminar para que el ojo descienda por el tronco y pueda, si quiere, repetir la melodía. Y todo eso es también nuestra rebelión, es lo que estamos haciendo aunque Mozart y el árbol no puedan saberlo, también nosotros a nuestra manera hemos querido trasponer una torpe guerra a un orden que le dé sentido, la justifique y en último término la lleve a una victoria que sea como la restitución de una melodía después de tantos años de roncos cuernos de caza, que sea ese allegro final que sucede al adagio como un encuentro con la luz. Lo que se divertiría Luis si supiera que en este momento lo estoy comparando con Mozart, viéndolo ordenar poco a poco esta insensatez, alzarla hasta su razón primordial que aniquila con su evidencia y su desmesura todas las prudentes razones temporales. Pero qué amarga, qué desesperada tarea la de ser un músico de hombres, por encima del barro y la metralla y el desaliento urdir ese canto que creíamos imposible, el canto que trabará amistad con la copa de los árboles, con la tierra devuelta a sus hijos. Sí, es la fiebre. Y cómo se reiría Luis aunque también a él le guste Mozart, me consta.

Y así al final me quedaré dormido, pero antes alcanzaré a preguntarme si algún día sabremos pasar del movimiento donde todavía suena el halalí del cazador, a la conquistada plenitud del adagio y de ahí al allegro final que me canturreo con un hilo de voz, si seremos capaces de alcanzar la reconciliación con todo lo que haya quedado vivo frente a nosotros. Tendríamos que ser como Luis, no ya seguirlo, sino ser como él, dejar atrás inapelablemente el odio y la venganza, mirar al enemigo como lo mira Luis, con una implacable magnanimidad que tantas veces ha suscitado en mi memoria (pero esto, ¿cómo decírselo a nadie?) una imagen de pantocrátor, un juez que empieza por ser el acusado y el testigo y que no juzga, que simplemente separa las tierras de las aguas para que al fin, alguna vez, nazca una patria de hombres en un amanecer tembloroso, a orillas de un tiempo más limpio.


Pero otra que adagio, si con la primera luz se nos vinieron encima por todas partes, y hubo que renunciar a seguir hacia el noreste y meterse en una zona mal conocida, gastando las últimas municiones mientras el Teniente con un compañero se hacía fuerte en una loma y desde ahí les paraba un rato las patas, dándonos tiempo a Roberto y a mí para llevarnos a Tinti herido en un muslo y buscar otra altura más protegida donde resistir hasta la noche. De noche ellos no atacaban nunca, aunque tuvieran bengalas y equipos eléctricos, les entraba como un pavor de sentirse menos protegidos por el número y el derroche de armas; pero para la noche faltaba casi todo el día, y éramos apenas cinco contra esos muchachos tan valientes que nos hostigaban para quedar bien con el babuino, sin contar los aviones que a cada rato picaban en los claros del monte y estropeaban cantidad de palmas con sus ráfagas.

A la media hora el Teniente cesó el fuego y pudo reunirse con nosotros, que apenas adelantábamos camino. Como nadie pensaba en abandonar a Tinti, porque conocíamos de sobra el destino de los prisioneros, pensamos que ahí, en esa ladera y en esos matorrales íbamos a quemar los últimos cartuchos. Fue divertido descubrir que los regulares atacaban en cambio una loma bastante más al este, engañados por un error de la aviación, y ahí nomás nos largamos cerro arriba por un sendero infernal, hasta llegar en dos horas a una loma casi pelada donde un compañero tuvo el ojo de descubrir una cueva tapada por las hierbas, y nos plantamos resollando después de calcular una posible retirada directamente hacia el norte, de peñasco en peñasco, peligrosa, pero hacia el norte, hacia la Sierra donde a lo mejor ya habría llegado Luis.

Mientras yo curaba a Tinti desmayado, el Teniente me dijo que poco antes del ataque de los regulares al amanecer había oído un fuego de armas automáticas y de pistolas hacia el poniente. Podía ser Pablo con sus muchachos, o a lo mejor el mismo Luis. Teníamos la razonable convicción de que los sobrevivientes estábamos divididos en tres grupos, y quizá el de Pablo no anduviera tan lejos. El Teniente me preguntó si no valdría la pena intentar un enlace al caer la noche.

––Si vos me preguntás eso es porque te estás ofreciendo para ir ––le dije. Habíamos acostado a Tinti en una cama de hierbas secas, en la parte más fresca de la cueva, y fumábamos descansando. Los otros dos compañeros montaban guardia afuera.

––Te figuras ––dijo el Teniente, mirándome divertido––. A mí estos paseos me encantan, chico.

Así seguimos un rato, cambiando bromas con Tinti que empezaba a delirar, y cuando el Teniente estaba por irse entró Roberto con un serrano y un cuarto de chivito asado. No lo podíamos creer, comimos como quien se come a un fantasma, hasta que Tinti mordisqueó un pedazo que se le fue a las dos horas junto con la vida. El serrano nos traía la noticia de la muerte de Luis; no dejamos de comer por eso, pero era mucha sal para tan poca carne, él no lo había visto aunque su hijo mayor, que también se nos había pegado con una vieja escopeta de caza, formaba parte del grupo que había ayudado a Luis y a cinco compañeros a vadear un río bajo la metralla, y estaba seguro de que Luis había sido herido casi al salir del agua y antes de que pudiera ganar las primeras matas. Los serranos habían trepado al monte que conocían como nadie, y con ellos dos hombres del grupo de Luis, que llegarían por la noche con las armas sobrantes y un poco de parque.

El Teniente encendió otro cigarro y salió a organizar el campamento y a conocer mejor a los nuevos; yo me quedé al lado de Tinti que se derrumbaba lentamente, casi sin dolor. Es decir que Luis había muerto, que el chivito estaba para chuparse los dedos, que esa noche seríamos nueve o diez hombres y que tendríamos municiones para seguir peleando. Vaya novedades. Era como una especie de locura fría que por un lado reforzaba al presente con hombres y alimentos, pero todo eso para borrar de un manotazo el futuro, la razón de esa insensatez que acababa de culminar con una noticia y un gusto a chivito asado. En la oscuridad de la cueva, haciendo durar largo mi cigarro, sentí que en ese momento no podía permitirme el lujo de aceptar la muerte de Luis, que solamente podía manejarla como un dato más dentro del plan de campaña, porque si también Pablo había muerto el jefe era yo por voluntad de Luis, y eso lo sabían el Teniente y todos los compañeros, y no se podía hacer otra cosa que tomar el mando y llegar a la Sierra y seguir adelante como si no hubiera pasado nada. Creo que cerré los ojos, y el recuerdo de mi visión fue otra vez la visión misma, y por un segundo me pareció que Luis se separaba de su cara y me la tendía, y yo defendí mi cara con las dos manos diciendo: “No, no, por favor no, Luis”, y cuando abrí los ojos el Teniente estaba de vuelta mirando a Tinti que respiraba resollando, y le oí decir que acababan de agregársenos dos muchachos del monte, una buena noticia tras otra, parque y boniatos fritos, un botiquín, los regulares perdidos en las colinas del este, un manantial estupendo a cincuenta metros. Pero no me miraba en los ojos, mascaba el cigarro y parecía esperar que yo dijera algo, que fuera yo el primero en volver a mencionar a Luis.

Después hay como un hueco confuso, la sangre se fue de Tinti y él de nosotros, los serranos se ofrecieron para enterrarlo, yo me quedé en la cueva descansando aunque olía a vómito y a sudor frío, y curiosamente me dio por pensar en mi mejor amigo de otros tiempos, de antes de esa cesura en mi vida que me había arrancado a mi país para lanzarme a miles de kilómetros, a Luis, al desembarco en la isla, a esa cueva. Calculando la diferencia de hora imaginé que en ese momento, miércoles, estaría llegando a su consultorio, colgando el sombrero en la percha, echando una ojeada al correo. No era una alucinación, me bastaba pensar en esos años en que habíamos vivido tan cerca uno de otro en la ciudad, compartiendo la política, las mujeres y los libros, encontrándonos diariamente en el hospital; cada uno de sus gestos me era tan familiar, y esos gestos no eran solamente los suyos sino que abarcaban todo mi mundo de entonces, a mí mismo, a mi mujer, a mi padre, abarcaban mi periódico con sus editoriales inflados, mi café a mediodía con los médicos de guardia, mis lecturas y mis películas y mis ideales. Me pregunté qué estaría pensando mi amigo de todo esto, de Luis o de mí, y fue como si viera dibujarse la respuesta en su cara (pero entonces era la fiebre, habría que tomar quinina), una cara pagada de sí misma, empastada por la buena vida y las buenas ediciones y la eficacia del bisturí acreditado. Ni siquiera hacía falta que abriera la boca para decirme yo pienso que tu revolución no es más que... No era en absoluto necesario, tenía que ser así, esas gentes no podían aceptar una mutación que ponía en descubierto las verdaderas razones de su misericordia fácil y a horario, de su caridad reglamentada y a escote, de su bonhomía entre iguales, de su antirracismo de salón pero cómo la nena se va a casar con ese mulato, che, de su catolicismo con dividendo anual y efemérides en las plazas embanderadas, de su literatura de tapioca, de su folklorismo en ejemplares numerados y mate con virola de plata, de sus reuniones de cancilleres genuflexos, de su estúpida agonía inevitable a corto o largo plazo (quinina, quinina, y de nuevo el asma). Pobre amigo, me daba lástima imaginarlo defendiendo como un idiota precisamente los falsos valores que iban a acabar con él o en el mejor de los casos con sus hijos; defendiendo el derecho feudal a la propiedad y a la riqueza ilimitadas, él que no tenía más que su consultorio y una casa bien puesta, defendiendo los principios de la Iglesia cuando el catolicismo burgués de su mujer no había servido más que para obligarlo a buscar consuelo en las amantes, defendiendo una supuesta libertad individual cuando la policía cerraba las universidades y censuraba las publicaciones, y defendiendo por miedo, por el horror al cambio, por el escepticismo y la desconfianza que eran los únicos dioses vivos en su pobre país perdido. Y en eso estaba cuando entró el Teniente a la carrera y me gritó que Luis vivía, que acababan de cerrar un enlace con el norte, que Luis estaba más vivo que la madre de la chingada, que había llegado a lo alto de la Sierra con cincuenta guajiros y todas las armas que les habían sacado a un batallón de regulares copado en una hondonada, y nos abrazamos como idiotas y dijimos esas cosas que después, por largo rato, dan rabia y vergüenza y perfume, porque eso y comer chivito asado y echar para adelante era lo único que tenía sentido, lo único que contaba y crecía mientras no nos animábamos a mirarnos en los ojos y encendíamos cigarros con el mismo tizón, con los ojos clavados atentamente en el tizón y secándonos las lágrimas que el humo nos arrancaba de acuerdo con sus conocidas propiedades lacrimógenas.

Ya no hay mucho que contar, al amanecer uno de nuestros serranos llevó al Teniente y a Roberto hasta donde estaban Pablo y tres compañeros, y el Teniente subió a Pablo en brazos porque tenía los pies destrozados por las ciénagas. Ya éramos veinte, me acuerdo de Pablo abrazándome con su manera rápida y expeditiva, y diciéndome sin sacarse el cigarrillo de la boca: “Si Luis está vivo, todavía podemos vencer”, y yo vendándole los pies que era una belleza, y los muchachos tomándole el pelo porque parecía que estrenaba zapatos blancos y diciéndole que su hermano lo iba a regañar por ese lujo intempestivo. “Que me regañe”, bromeaba Pablo fumando como un loco, “para regañar a alguien hay que estar vivo, compañero, y ya oíste que está vivo, vivito, está más vivo que un caimán, y vamos arriba ya mismo, mira que me has puesto vendas, vaya lujo...” Pero no podía durar, con el sol vino el plomo de arriba y de abajo, ahí me tocó un balazo en la oreja que si acierta dos centímetros más cerca, vos, hijo, que a lo mejor leés todo esto, te quedás sin saber en las que anduvo tu viejo. Con la sangre y el dolor y el susto las cosas se me pusieron estereoscópicas, cada imagen seca y en relieve, con unos colores que debían ser mis ganas de vivir y además no me pasaba nada, un pañuelo bien atado y a seguir subiendo; pero atrás se quedaron dos serranos, y el segundo de Pablo con la cara hecha un embudo por una bala cuarenta y cinco. En esos momentos hay tonterías que se fijan para siempre; me acuerdo de un gordo, creo que también del grupo de Pablo, que en lo peor de la pelea quería refugiarse detrás de una caña, se ponía de perfil, se arrodillaba detrás de la caña, y sobre todo me acuerdo de ese que se puso a gritar que había que rendirse, y de la voz que le contestó entre dos ráfagas de Thompson, la voz del Teniente, un bramido por encima de los tiros, un: “¡Aquí no se rinde nadie, carajo!”, hasta que el más chico de los serranos, tan callado y tímido hasta entonces, me avisó que había una senda a cien metros de ahí, torciendo hacia arriba y a la izquierda, y yo se lo grité al Teniente y me puse a hacer punta con los serranos siguiéndome y tirando como demonios, en pleno bautismo de fuego y saboreándolo que era un gusto verlos, y al final nos fuimos juntando al pie de la ceiba donde nacía el sendero y el serranito trepó y nosotros atrás, yo con un asma que no me dejaba andar y el pescuezo con más sangre que un chancho degollado, pero seguro de que también ese día íbamos a escapar y no sé por qué, pero era evidente como un teorema que esa misma noche nos reuniríamos con Luis.

Uno nunca se explica cómo deja atrás a sus perseguidores, poco a poco ralea el fuego, hay las consabidas maldiciones y “cobardes, se rajan en vez de pelear”, entonces de golpe es el silencio, los árboles que vuelven a aparecer como cosas vivas y amigas, los accidentes del terreno, los heridos que hay que cuidar, la cantimplora de agua con un poco de ron que corre de boca en boca, los suspiros, alguna queja, el descanso y el cigarro, seguir adelante, trepar siempre aunque se me salgan los pulmones por las orejas, y Pablo diciéndome oye, me los hiciste del cuarenta y dos y yo calzo del cuarenta y tres, compadre, y la risa, lo alto de la loma, el ranchito donde un paisano tenía un poco de yuca con mojo y agua muy fresca, y Roberto, tesonero y concienzudo, sacando sus cuatro pesos para pagar el gasto y todo el mundo, empezando por el paisano, riéndose hasta herniarse, y el mediodía invitando a esa siesta que había que rechazar como si dejáramos irse a una muchacha preciosa mirándole las piernas hasta lo último.

Al caer la noche el sendero se empinó y se puso más que difícil, pero nos relamíamos pensando en la posición que había elegido Luis para esperarnos, por ahí no iba a subir ni un gamo. “Vamos a estar como en la iglesia”, decía Pablo a mi lado, “hasta tenemos el armonio”, y me miraba zumbón mientras yo jadeaba una especie de pasacaglia que solamente a él le hacía gracia. No me acuerdo muy bien de esas horas, anochecía cuando llegamos al último centinela y pasamos uno tras otro, dándonos a conocer y respondiendo por los serranos, hasta salir por fin al claro entre los árboles donde estaba Luis apoyado en un tronco, naturalmente con su gorra de interminable visera y el cigarro en la boca. Me costó el alma quedarme atrás, dejarlo a Pablo que corriera y se abrazara con su hermano, y entonces esperé que el Teniente y los otros fueran también y lo abrazaran, y después puse en el suelo el botiquín y el Springfield y con las manos en los bolsillos me acerqué y me quedé mirándolo, sabiendo lo que iba a decirme, la broma de siempre:

––Mira que usar esos anteojos ––dijo Luis.

––Y vos esos espejuelos ––le contesté, y nos doblamos de risa, y su quijada contra mi cara me hizo doler el balazo como el demonio, pero era un dolor que yo hubiera querido prolongar más allá de la vida.

––Así que llegaste, che ––dijo Luis.

Naturalmente, decía “che” muy mal.

––¿Qué tú crees? ––le contesté, igualmente mal. Y volvimos a doblarnos como idiotas, y medio mundo se reía sin saber por qué. Trajeron agua y las noticias, hicimos la rueda mirando a Luis, y sólo entonces nos dimos cuenta de cómo había enflaquecido y cómo le brillaban los ojos detrás de los jodidos espejuelos.

Más abajo volvían a pelear, pero el campamento estaba momentáneamente a cubierto. Se pudo curar a los heridos, bañarse en el manantial, dormir, sobre todo dormir, hasta Pablo que tanto quería hablar con su hermano. Pero como el asma es mi amante y me ha enseñado a aprovechar la noche, me quedé con Luis apoyado en el tronco de un árbol, fumando y mirando los dibujos de las hojas contra el cielo, y nos contamos de a ratos lo que nos había pasado desde el desembarco, pero sobre todo hablamos del futuro, de lo que iba a empezar cuando llegara el día en que tuviéramos que pasar del fusil al despacho con teléfonos, de la Sierra a la ciudad, y yo me acordé de los cuernos de caza y estuve a punto de decirle a Luis lo que había pensado aquella noche, nada más que para hacerlo reír. Al final no le dije nada, pero sentía que estábamos entrando en el adagio del cuarteto, en una precaria plenitud de pocas horas que sin embargo era una certidumbre, un signo que no olvidaríamos. Cuántos cuernos de caza esperaban todavía, cuántos de nosotros dejaríamos los huesos como Roque, como Tinti, como el Peruano. Pero bastaba mirar la copa del árbol para sentir que la voluntad ordenaba otra vez su caos, le imponía el dibujo del adagio que alguna vez ingresaría en el allegro final, accedería a una realidad digna de ese nombre. Y mientras Luis me iba poniendo al tanto de las noticias internacionales y de lo que pasaba en la capital y en las provincias, yo veía cómo las hojas y las ramas se plegaban poco a poco a mi deseo, eran mi melodía, la melodía de Luis que seguía hablando ajeno a mi fantaseo, y después vi inscribirse una estrella en el centro del dibujo, y era una estrella pequeña y muy azul, y aunque no sé nada de astronomía y no hubiera podido decir si era una estrella o un planeta, en cambio me sentí seguro de que no era Marte ni Mercurio, brillaba demasiado en el centro del adagio, demasiado en el centro de las palabras de Luis como para que alguien pudiera confundirla con Marte o con Mercurio.