martes, 26 de febrero de 2013

Nicolás Guillén. Cantos para soldados y sones para turistas




Hierro de amargo filo en dócil vaina,
y el sol en la polaina.
Caballo casquiduro,
trotón americano,
salada espuma y freno bien seguro.
Cuero y sudor, la mano.

Así pasas, redondo,
encendiendo la calle,
preso en guerrera de ardoroso talle.
Así al pasar me miras
con ojo elemental en cuyo fondo
una terrible compasión descuaja
cielos de punta en tempestad de iras
sobre mi pecho a la intemperie y hondo.

Así pasas, sonriendo,
áureo resplandeciendo,
momia ya en la mortaja:
tú, cuya mano rápida me ultraja
si a algún insulto de tu voz respondo;
tú, soldado, soldado,
en tu machete en cruz, crucificado.

Cuatro paredes altas
que ni tumbas ni saltas;
muda lengua, bien muda,
ya podrida, en la boca.
Vena sin sangre, corazón sin duda,
plomo, madera, roca.

Nicolás Guillén
Cantos para soldados y sones para turistas
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Tan lejos en tu potro te perdiste,
que hoy no hallas, hombre triste,
solo en ti, sin ti mismo,
voz que ciegue tu abismo,
corriendo como vas a campo abierto,
sino el mazazo que tus toros castra
y que aunque estalle el porvenir despierto
hacia ese abismo próximo te arrastra:
a ti, pobre soldado,
en tu machete en cruz crucificado.

Labio de vidrio, seco.
Cabeza de muñeco.
Caña, plátanos, hulla,
saliva de vinagre, espalda roja
donde el látigo aúlla,
marca, hiere, se moja.
Bien te recuerdo, hermano,
limpio, sereno, sano.
Cetrino campesino
de escuetas esperanzas verticales;
mi familiar montuno,
seco y huraño, a tu manera fino;
dios del agro vacuno
donde con almas verdes, musicales,
la sal de tus ensueños dividías:
el cielo, el pan, el techo,
la tierra de tu pecho,
el agua, siempre mansa, de tus días.

Te faltó quien viniera,
soldado, y al oído te dijera:
«Eres esclavo, esclavo
como esos bueyes gordos,
ciegos, tranquilos, sordos,
que pastan bajo el sol meneando el rabo.
Esta paz es culpable.
¡Cuándo será que hable
tu boca, y que tu rudo pecho grite,
se rebele y agite!
Tú, paria en Cuba, solo y miserable,
puedes rugir con voz del Continente:
la sangre que te lleva en su corriente
es la misma en Bolivia, en Guatemala,
en Brasil, en Haití... Tierras oscuras,
tierras de alambre para vuelo y ala,
quemadas por iguales calenturas,
secas a golpes de puñal y bala,
y en las que garras duras
están con pico y pala
día y noche cavando sepulturas.
Y tú, cuerpidesnudo,
mohoso, pétreo, mudo,
ofreciendo tu cuello,
tus uñas, tu resuello,
para encender sortijas,
empujar automóviles,
y sucio ver el vientre de tus hijas,
con las manos inmóviles.»
Sí... Faltó quien viniera,
y estas simples verdades te dijera.

Ahora pasas, redondo.
La alegría en el fondo
de ti mismo, y encendiendo la calle
esa guerrera de ardoroso talle.
¿Será posible que tu mano agraria,
la que empujó el arado
sobre la tierra paria;
tu mano campesina, hoy de soldado,
que no robó al ganado
la sombra de su selva solitaria,
ora quitarme quiera
mi pan de cada día,
para hacer aún más gorda la chequera
del amo fiero que en tu máuser fía?
¡Di que no, di que no! Di, compañero,
que tu hermano es primero:
que vienes de la tierra, eres de tierra
y a la tierra darás tu amor postrero;
que no irás a la guerra
a morir por petróleo o por asfalto,
mientras tu impar caldero
de primordial maíz bosteza falto;
y que ese brazo rudo
sólo es del perseguido
a quien nadie recuerda cuando cae,
y a quien el sol desnudo
la tibia sangre en el sudor extrae,
como a golpes de un látigo encendido.
¡Di que sí, di que sí! ¡Di, compañero,
que tu hermano es primero!

¡Ah querido, querido!
No tú, soldado muerto,
soldado tú, dormido.
Ven y grita en mis calles, tú, despierto,
tú, con lengua, con dientes, con oído;
de húmeda piel cubierto
el ancho cuello henchido,
y el zapato aplastando el triunfo cierto;
que así ha de ver el mundo suspendido
nuestro futuro abierto,
fragua la una mitad y la otra nido,
y sobre el lomo del pasado yerto
el incendio implacable del olvido,
como una luna roja en el desierto.

 

Alexander S. Pushkin. Dubrovski


CAPÍTULO IV



Unos días después de su llegada, el joven Dubrovski quiso ocuparse de los asuntos, pero su padre no se hallaba en condiciones de darle las explicaciones necesarias, y además carecía de administrador. Examinando los papeles, no halló más que la primera carta del asesor y el borrador de la repuesta a la misma, lo que no bastaba para darle una idea clara del pleito, y decidió esperar los acontecimientos confiando en la razón que les asistía.

Entre tanto, la salud de Andréi Gavrílovich empeoraba por momentos. Vladímir preveía un rápido final y no se apartaba del anciano, que había vuelto por completo a su primera infancia.

Se agotó el plazo y no fue presentado el recurso. Kisteniovka pertenecía a Troekúrov. Shabashkin acudió a él y, entre grandes reverencias y felicitaciones, le rogó que fijase un día a su elección para entrar en posesión de la finca que acababa de obtener; preguntó si lo haría personalmente o por poder. Kirila Petróvich se turbó. No era codicioso, mas el deseo de venganza le había llevado demasiado lejos y ahora le remordía la conciencia. Sabía la situación en que se hallaba su adversario, antiguo compañero de juventud, y la victoria no le alegraba. Miró severamente a Shabashkin, buscando un pretexto por reñirle, pero no encontrándolo, dijo con irritación:

––Vete, no estoy para eso.

Shabashkin, viendo que no se hallaba de buen talante, hizo una inclinación y se apresuró a alejarse. Una vez solo, Kirila Petróvich se puso a pasear por la habitación, silbando Retumbe el trueno de la victoria, que en él era signo de violenta agitación. Mandó por último enganchar un cochecillo, se abrigó (pues esto sucedía ya a fines de septiembre) y, guiando él mismo, salió del patio de su casa.

A la vista de la casita de Andréi Gavrílovich sentimientos contradictorios inundaron su alma. Un sentimiento de venganza satisfecha y su carácter pugnaban por dominar otro más noble, que acabó por triunfar. Se decidió a hacer las paces con su viejo vecino, a olvidar los motivos de la disputa y a devolverle su hacienda. Aliviada el alma con tan buenos propósitos, Kirila Petróvich puso el cochecillo al trote, en dirección a la casa de su vecino, entrando directamente en el patio.

Alexander S. Pushkin
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El enfermo se encontraba en aquel momento sentado junto a la ventana del dormitorio. Reconoció a Kirila Petróvich y una angustia indecible se dibujó en su rostro: el rojo purpúreo sucedió a la ordinaria palidez, sus ojos despidieron chispas y balbuceó unas sonidos inarticulados. El hijo, que estaba a su lado revisando los libros de la hacienda, levantó la cabeza y quedó asombrado. El enfermo señalaba el patio con el dedo, con claras muestras de terror y de cólera. Recogía presuroso los faldones de su bata, disponiéndose a levantarse del sillón, cuando al incorporarse cayó desplomado. El hijo se precipitó hacia él; el anciano yacía sin conocimiento y sin respiración: le había sobrevenido un ataque de parálisis.

––¡Pronto, pronto, id a la ciudad a buscar un médico! ––gritó Vladímir.

––Kirila Petróvich pregunta por usted ––dijo un criado, entrando en el dormitorio.

Vladímir le dirigió una mirada espantosa.

––Di a Kirila Petróvich que se vaya antes de que yo mande que lo echen de aquí.

El criado corrió alegremente a cumplir la orden de su señor. Egórovna juntó las manos.

––Has perdido la cabeza ––dijo con voz chillona––. Kirila Petróvich nos comerá a todos.

––Cállate ––dijo enfadado Vladímir––. Manda ahora mismo a Antón a la ciudad en busca de un médico.

Egórovna se alejó. En la antesala no había nadie, pues todos estaban congregados en el patio para ver a Kirila Petróvich. Salió al portal y oyó la respuesta del criado en nombre del joven señor. Kirila Petróvich la escuchó sentado en su cochecillo; su cara se hizo más sombría que la noche, sonrió con desprecio, paseó una mirada amenazadora por la servidumbre y salió del patio al paso de su caballo. Miró hacia la ventana junto a la que se encontraba Andréi Gavrílovich, pero éste había desaparecido. La niñera seguía en el portal, olvidada de la orden de su señor.

La servidumbre comentaba ruidosamente lo sucedido. De pronto, Vladímir apareció entre ellos y dijo lo siguiente con voz ronca:

––Ya no hace falta el médico, mi padre ha muerto.

Se produjo gran confusión. La gente se precipitó a la habitación del viejo señor. Éste yacía en el sillón al que Vladímir le había trasladado; la mano derecha colgaba hasta tocar el suelo, la cabeza reclinada sobre el pecho y el cuerpo, aún caliente, estaba ya desfigurado por la muerte. Egórovna rompió en sollozos; los criados rodearon el cadáver, abandonado a sus cuidados. Lo lavaron, y vistiéndolo con su uniforme, hecho el año 1797, lo colocaron sobre la misma mesa en la que durante tantos años habían servido a su señor.

 

CAPÍTULO V 

El entierro se efectuó al tercer día. El cuerpo del  anciano yacía sobre la mesa, cubierto con el sudario y rodeado de cirios. El comedor estaba lleno de criados. Se disponían a llevar el cadáver. Vladímir y tres servidores levantaron a hombros el ataúd. Abrió la marcha el sacerdote, al que acompañaba el diácono cantando las oraciones funerarias. El dueño de Kisteniovka cruzó por última vez el umbral de su casa. Llevaron el ataúd por el bosquecillo, detrás del cual se encontraba la iglesia. Era un día de otoño, claro y frío. Las hojas caían de los árboles.

Al salir del bosquecillo, vieron la iglesia de madera de Kisteniovka y el cementerio con sus viejos tilos otoñales. Allí reposaba el cuerpo de la madre de Vladímir y otra fosa había sido abierta la víspera junto a su tumba.

La iglesia estaba llena de campesinos de Kisteniovka que habían acudido a rendir los últimos honores a su señor.

El joven Dubrovski se quedó en el coro; no lloraba ni rezaba, pero su rostro era espantoso. Terminó la triste ceremonia. Vladímir fue el primero en despedirse del muerto, y tras él lo hizo toda la servidumbre. Acercaron la tapa y clavaron el ataúd. Las mujeres sollozaban con grandes gritos; los hombres se limpiaban las lágrimas con el puño. Vladímir y los tres criados transportaron el féretro hasta la tumba, acompañados por toda la aldea. El ataúd fue bajado a la fosa, los presentes arrojaron a ella un puñado de tierra y comenzaron a funcionar las palas. Todos hicieron una inclinación y, finalmente, se dispersaron. Vladímir se alejó apresuradamente adelantándose a todos, y se ocultó en el bosque de Kisteniovka.

En nombre del joven señor, Egórovna invitó al pope y sus acompañantes al banquete funerario, explicando que éste no tenía el propósito de asistir. De esta suerte, el padre Antón, su mujer, Fedótovna, y el diácono se dirigieron a pie a la casa señorial, comentando con Egórovna las virtudes del difunto y haciendo conjeturas en torno a lo que esperaba a su heredero. (En toda la comarca se conocía ya la llegada y el recibimiento que se había hecho a Troekúrov, y los políticos del lugar profetizaban las importantes consecuencias que esto traería consigo).

––Lo que sea sonará ––dijo la mujer del pope––, aunque sería una lástima que Vladímir Andréievich no fuese nuestro señor. Es un valiente.

––¿Quién va a ser nuestro señor, sino él? ––le interrumpió Egórovna––. Hace mal Kirila Petróvich en acalorarse, no ha tropezado con un cobarde. Mi halcón sabrá defenderse y, si Dios quiere, seguiremos disfrutando de sus favores. Kirila Petróvich es muy orgulloso, pero tuvo que marcharse con el rabo entre piernas cuando mi Grisha le gritó: “¡Largo, perro viejo! ¡Fuera de aquí!”

––¡Ay, Egórovna! ––dijo el diácono––, no sé cómo Grígori se atrevió. Creo que me decidiría antes a insultar al Señor que a mirar de reojo a Kirila Petróvich. Cuando lo veo, empiezo a temblar de miedo, el espinazo se me dobla sin que yo me dé cuenta y parece como si quisiera caer a sus pies...

––Vanidad de vanidades ––comentó el sacerdote––. También a Kirila Petróvich le cantarán un responso como ahora a Andréi Gavrílovich. Acaso el entierro sea más suntuoso y se reúna más gente, pero ante Dios todos somos iguales.

 ––¡Ay, padre!  También nosotros quisimos llamar a la gente de toda la comarca, pero Vladímir Andréievich se opuso. Hay lo suficiente para obsequiar a quien hubiese acudido, pero tuvimos que obedecerle. Pero aunque no sean muchos, agasajaré debidamente a nuestros queridos invitados.

Esta promesa, unida a la esperanza de encontrar un sabroso festín, hizo apresurar el paso a sus interlocutores, que llegaron felizmente a la casa señorial, donde ya se servía el vodka en la dispuesta mesa.

Entre tanto, Vladímir, adentrándose en la espesura, trataba de calmar su dolor con el ejercicio y la fatiga. Caminaba sin mirar, mientras las ramas le azotaban y arañaban a cada paso, y sus pies se hundían en el pantanoso terreno una y otra vez sin que lo advirtiera. Finalmente, llegó a una pequeña hondonada rodeada de árboles; un riachuelo, que el otoño había dejado casi sin agua, se deslizaba silencioso. Vladímir se detuvo, se sentó en el frío césped y los pensamientos, a cual más sombrío, se adueñaron de él. Experimentaba una intensa sensación de soledad. El futuro se le presentaba cubierto de nubarrones. La enemistad con Troekúrov anunciaba nuevas desgracias. Si su pobre finca pasaba a manos ajenas, le esperaba la miseria. Permaneció largo rato inmóvil, contemplando el suave fluir del arroyo, que arrastraba algunas hojas marchitas, y creyó ver en él una fiel imagen de la vida. Advirtió, por fin, que empezaba a oscurecer. Se levantó y trató de encontrar el camino de la casa, deambulando largo rato por el desconocido bosque, hasta dar con el sendero que le conducía directamente a ella. Al encuentro de Dubrovski venían el pope y todo el personal de la iglesia.

A su mente acudió la idea de un desgraciado presagio... Maquinalmente se hizo a un lado y se ocultó entre los árboles. Ellos no le vieron y al pasar junto a él hablaban con calor entre sí.

––Apártate del mal y haz el bien ––decía el pope a su mujer––. Aquí no tenemos ya nada que hacer. No debe preocuparte cómo va a terminar el asunto...

Ella replicó algo que Vladímir no oyó.

 Al acercarse a la casa vio que campesinos y criados se agolpaban en el patio. Desde lejos oyó el inusitado ruido y rumor de conversaciones. En el cobertizo había dos troikas. Un grupo de varios desconocidos, con levitas de uniforme, parecían cambiar impresiones junto al portal.

––¿Qué significa esto? ––preguntó irritado a Antón, que acudía a su encuentro––. ¿Quiénes son? ¿Qué desean?

––¡Ay, padrecito Vladímir Andréievich! ––contestó el viejo, jadeante––. Ha venido el juzgado. Nos entregan a Troekúrov, nos quieren privar de tus mercedes...

Vladímir bajó la cabeza, mientras la gente rodeaba a su desgraciado señor.

––Tú eres nuestro padre ––clamaban, besándole las manos––. No queremos a ningún otro señor más que a ti. Manda, señor, y les ajustaremos las cuentas a los del juzgado. Moriremos, pero no consentiremos que se salgan con la suya.

Vladímir los miró, agitado por extraños sentimientos.

––Quedaos tranquilos ––les dijo––, yo hablaré con ellos.

––Habla, padrecito ––sonaron varias voces entre la multitud––. Habla a la conciencia de esos malditos.

Vladímir se acercó a los funcionarios. Shabashkin, con la gorra encasquetada y los brazos en jarras, miraba orgulloso alrededor. El jefe de policía del distrito, un hombre alto y grueso de unos cincuenta años, mejillas coloradas y grandes bigotes, al ver acercarse a Dubrovski carraspeó y dijo con voz ronca:

––Os lo repito: conforme al fallo del tribunal del distrito, desde ahora pertenecéis a Kirila Petróvich Troekúrov, representado aquí por el señor Shabashkin. Obedecedle en todo cuanto os mande, y vosotras, mujeres, queredlo y respetadlo. Es muy aficionado a casadas y solteras.

Acompañó la pesada broma con una sonora risotada, que los demás corearon. Vladímir hervía de indignación.

––Permítame preguntarle qué significa esto ––se dirigió con aparente sangre fría al alegre funcionario.

––Esto significa ––contestó el interpelado–– que hemos venido a tomar posesión de la finca en nombre de Kirila Petrovich Troekúrov y que pedimos a todos los demás que se vayan por las buenas.

––Creo que hubieran podido dirigirse a mí antes que a mis campesinos y anunciarme, como propietario que soy, que había sido desposeído de mis bienes...

––¿Y quién eres tú? ––terció Shabashkin con una insolente mirada––. El antiguo propietario, Andréi Gavrílovich Dubrovski, ha muerto conforme a la voluntad de Dios. No sabemos quién eres ni deseamos saberlo.

––Señoría, es nuestro joven señor, Vladímir Andréievich ––resonó una voz entre la multitud.

––¿Quién se atreve a abrir la boca? ––preguntó en tono amenazador el jefe de policía––. ¿Qué señor, qué Vladímir Andréievich? Vuestro señor es Kirila Petróvich Troekúrov. A ver si os enteráis, imbéciles.

––De ningún modo ––dijo la misma voz.

––¡Esto es un motín! ––bramó el jefe de policía––. ¡Eh, stárosta, acércate!

El stárosta dio unos pasos al frente.

––Busca ahora mismo a quien se ha atrevido a hablar así conmigo. ¡Verá lo que es bueno!

El stárosta se volvió hacia la gente y preguntó quién había hablado. Pero todos callaron. Pronto, en las filas de atrás se levantó un murmullo que al instante se convirtió en un tremendo vocerío. El jefe de policía suavizó el tono y trató hacerlos entrar en razón.

––¡No hay nada que mirar! ––gritaron los de la servidumbre––. ¡Duro con ellos, muchachos! ––y la gente se hizo adelante.

Shabashkin y los demás funcionarios se apresuraron a meterse en el zaguán y cerraron tras sí la puerta.

––¡Hay que atarlos, muchachos! ––gritó la misma voz de antes, y la gente empezó a empujar.

––¡Deteneos! ––gritó Dubrovski––. ¡No seáis estúpidos! Os vais a perder y me perderéis a mí. Idos a vuestras casas y dejadme tranquilo. No temáis, nuestro soberano es misericordioso. Le suplicaré y no tolerará esta ofensa, pues todos nosotros somos hijos suyos. ¿Cómo voy a interceder por vosotros si os amotináis y procedéis como bandoleros?

Las palabras del joven Dubrovski, su sonora voz y majestuoso continente produjeron el efecto deseado. La gente se acalló, dispersándose, y el patio quedó vacío. Los funcionarios seguían en el interior de la casa. Por fin, Shabashkin abrió con precaución la puerta y, entre humilladas reverencias, dio a Dubrovski las gracias por su generosa intervención.

Vladímir lo escuchó con desprecio y no contestó.

––Hemos decidido ––prosiguió el asesor––, con su permiso, pasar aquí la noche; ha oscurecido y sus mujiks podrían atacarnos en el camino. Lo único que le rogamos es que dé orden de que nos preparen dónde dormir, aunque sea unas brazadas de heno en la sala. Tan pronto como amanezca nos volveremos a casa.

––Hagan lo que quieran ––contestó secamente Dubrovski––. Aquí ya no soy el dueño.

Dichas estas palabras, entró en la habitación de su padre y cerró tras sí la puerta.



Iván S. Turguéniev. Primer amor


Capítulo I



Tenía entonces dieciséis años. Era el verano de 1833.

Vivía con mis padres en Moscú; ellos tenían alquilada una dacha en Kaluzhskaya Zastava, frente al parque Nescuchnoye. Estaba preparándome para ingresar en la Universidad, pero estudiaba poco, sin hacer el menor esfuerzo.

Nadie ponía trabas a mi libertad. Hacía lo que me venía en gana, sobre todo cuando se fue mi tutor francés, que nunca pudo hacerse a la idea de que había caído «como una bomba» (comme une bombe) en Rusia, y se pasaba la vida tumbado en la cama con cara de mal humor. Mi padre me trataba con una mezcla de indiferencia y cariño. Mi madre apenas me hacía caso, a pesar de ser su único hijo, pues otras preocupaciones acaparaban su atención. Mi padre, joven y bien parecido, se había casado con ella por interés. Ella era diez años mayor que él. Mi madre llevaba una vida triste. Siempre nerviosa y comida por los celos, se ponía de mal humor, pero nunca en presencia de mi padre, a quien temía.

Él, en cambio, era seco y frío con ella y la mantenía a distancia... No he visto jamás a un hombre de una tranquilidad tan digna, tan seguro de sí y tan dominante.

Nunca olvidaré las primeras semanas que pasé en la dacha. Hacía un tiempo espléndido.

Nos instalamos el 9 de mayo, el mismo día de San Nicolás. A veces me iba a pasear por el jardín de nuestra dacha, o por Nescuchnoye o Kaluzhskaya Zastava. Me llevaba algún libro, por ejemplo el manual de Kaidanov, pero raramente lo abría. Y más que leer, recitaba en voz alta (me sabía muchos versos de memoria). La sangre me hervía, el corazón se me encogía ridícula y dulcemente. Esperaba y temía algo. Todo me sorprendía y estaba como a la expectativa. Mi imaginación jugaba y revoloteaba en torno a las mismas ideas, como los pájaros alrededor de un campanario. Me quedaba meditabundo, me entristecía y hasta llegaba a llorar. Pero detrás de las lágrimas y la tristeza, provocadas por un dulce verso o un bello atardecer, brotaba, como hierba de primavera, la sensación de felicidad que produce una vida joven en plena ebullición.

Tenía un pequeño caballo. Yo mismo lo ensillaba y me iba solo, al galope, lo más lejos posible. Me imaginaba que era un caballero actuando en un torneo (¡qué alegre soplaba el aire en mis oídos!). Al mirar al cielo se me llenaba el alma de su azul y de su luz radiante.

Me acuerdo de que entonces la imagen de una mujer, el fantasma de un amor, casi nunca aparecía de manera clara y nítida en mi mente, pero en todo lo que pensaba, en todo lo que sentía se escondía el presentimiento de algo nuevo, inimaginablemente dulce, femenino, algo de lo que sólo a medias era consciente, pero que hería mi pudor.

Este presentimiento, esta espera inundaba mi ser, recorría mis venas y cada gota de mi sangre... Pronto quiso el destino que esto fuese realidad.

Iván S. Turguéniev
Primer amor
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Nuestra dacha era una casa señorial de madera, con columnas y dos alas muy bajas. En el ala izquierda había una minúscula fábrica de papel barato para empapelar. Muchas veces me acercaba a ver cómo una docena de niños escuálidos y desarreglados se subían sobre las palancas de madera, que presionaban sobre un cuadrilátero, también de madera, que servía de prensa, y así, haciendo peso con sus débiles cuerpos, imprimían dibujos de vivos colores. El ala derecha permanecía vacía y se alquilaba. Un día, tres semanas después del 9 de mayo, las contraventanas, que permanecían cerradas, se abrieron y en las ventanas aparecieron unos rostros femeninos. Una familia desconocida acababa de instalarse allí. Recuerdo que ese mismo día, a la hora de comer, mi madre preguntó al mayordomo quiénes eran nuestros vecinos. Al oír el nombre de la princesa Zasequin, dijo, no sin cierto respeto:

––¡Ah, la princesa!... ––Pero luego añadió––. Debe de ser alguna venida a menos.

––Han llegado en tres carruajes de alquiler ––dijo el mayordomo mientras servía uno de los platos––. No tienen carruaje propio. Y los muebles son de los más baratos.

––Sí ––dijo mi madre––. Pero es mejor estar aquí.

Mi padre la miró fríamente. Ella se calló.

Desde luego, era imposible que la princesa Zasequin fuera una mujer rica. El ala pequeña de la casa que había alquilado era tan vieja, diminuta y baja de techo, que nadie, medianamente acomodado, accedería a habitarla. Pero creo que entonces no presté mucha atención a esto. Y el título principesco no me impresionaba gran cosa, pues acababa de leer Los bandidos de Schiller.

 

Capítulo II


Tenía la costumbre de andar por el jardín con una escopeta esperando que un cuervo se pusiera a tiro. Siempre había odiado a estos pájaros precavidos, voraces y astutos. El día referido llegué al jardín después de haber merodeado sin éxito alguno por todos los caminos (los cuervos ya me conocían y se limitaban a graznar desabridamente desde lejos) y me acerqué por casualidad a una valla muy baja, que dividía nuestra propiedad de la franja estrecha de jardín que se extendía detrás del ala derecha, a la cual pertenecía. De repente oí unas voces. Miré a través de la valla y me quedé de piedra... Vi algo insólito.

A pocos pasos, en un claro, entre matorrales de frambuesa aún verde, estaba una mujer joven, alta y esbelta, vestida con un traje rosa a rayas y con un pañuelo blanco en la cabeza. A su alrededor había cuatro hombres jóvenes, en cuyas frentes hacía estallar por turno unas florecitas grises, cuyo nombre no conozco, pero que los niños conocen muy bien. Estas flores tienen como unas bolsitas que estallan con un chasquido al chocar contra algo duro. Los jóvenes ponían la frente con tanto entusiasmo, y en los movimientos de la muchacha (la veía de perfil) había algo tan delicado, exigente, mimoso, burlón y tierno, que casi grité de admiración y placer, y sentí que estaba dispuesto a darlo todo para que esos deditos encantadores hiciesen estallar una flor sobre mi frente. Se me cayó la escopeta, deslizándose sobre la hierba y me olvidé de todo. Devoraba con la vista su talle tan esbelto, su cuello, sus bellas manos, sus cabellos rubios despeinados bajo el pañuelo blanco, los ojos entreabiertos de mirada inteligente, las pestañas, sus tiernas mejillas.

––¡Oiga, joven! ––dijo alguien a mi lado––. ¿Cree usted que está permitido mirar a las damas de los otros?

Tuve como una sacudida y me quedé lívido... junto a mí, al otro lado de la valla, estaba un desconocido de pelo negro muy corto, que me miraba con ironía. En ese mismo instante la joven se volvió hacia mí... Vi unos inmensos ojos grises en un rostro que ahora expresaba excitación e hilaridad. De pronto la cara se estremeció, empezó a reír, sus dientes blancos brillaron, sus cejas se elevaron en un gesto cómico... Me puse colorado, levanté del suelo la escopeta y, perseguido de una carcajada sonora, aunque no maliciosa, me escapé a mi cuarto y me tiré sobre la cama cubriéndome la cara con las manos. El corazón no dejaba de darme brincos en el pecho. Me sentía muy nervioso y alegre. Una emoción nunca experimentada me inundaba.

Cuando hube descansado, me peiné, me lavé y bajé a tomar el té. La imagen de la joven seguía persiguiéndome. El corazón dejó de darme vuelcos, pero se contraía dulcemente.

––¿Qué te pasa? ––dijo mi padre––. ¿Es que has matado un cuervo?

Estuve a punto de contárselo todo, pero no lo hice y sólo sonreí, imperceptiblemente para los demás. Antes de acostarme, sin saber por qué, di tres vueltas sobre un pie y me di crema. Luego me acosté y dormí toda la noche de un tirón. Antes de amanecer, me desperté durante unos segundos, levanté la cabeza, miré extasiado a mi alrededor y me volví a dormir.