martes, 26 de febrero de 2013

Alexander S. Pushkin. Dubrovski


CAPÍTULO IV



Unos días después de su llegada, el joven Dubrovski quiso ocuparse de los asuntos, pero su padre no se hallaba en condiciones de darle las explicaciones necesarias, y además carecía de administrador. Examinando los papeles, no halló más que la primera carta del asesor y el borrador de la repuesta a la misma, lo que no bastaba para darle una idea clara del pleito, y decidió esperar los acontecimientos confiando en la razón que les asistía.

Entre tanto, la salud de Andréi Gavrílovich empeoraba por momentos. Vladímir preveía un rápido final y no se apartaba del anciano, que había vuelto por completo a su primera infancia.

Se agotó el plazo y no fue presentado el recurso. Kisteniovka pertenecía a Troekúrov. Shabashkin acudió a él y, entre grandes reverencias y felicitaciones, le rogó que fijase un día a su elección para entrar en posesión de la finca que acababa de obtener; preguntó si lo haría personalmente o por poder. Kirila Petróvich se turbó. No era codicioso, mas el deseo de venganza le había llevado demasiado lejos y ahora le remordía la conciencia. Sabía la situación en que se hallaba su adversario, antiguo compañero de juventud, y la victoria no le alegraba. Miró severamente a Shabashkin, buscando un pretexto por reñirle, pero no encontrándolo, dijo con irritación:

––Vete, no estoy para eso.

Shabashkin, viendo que no se hallaba de buen talante, hizo una inclinación y se apresuró a alejarse. Una vez solo, Kirila Petróvich se puso a pasear por la habitación, silbando Retumbe el trueno de la victoria, que en él era signo de violenta agitación. Mandó por último enganchar un cochecillo, se abrigó (pues esto sucedía ya a fines de septiembre) y, guiando él mismo, salió del patio de su casa.

A la vista de la casita de Andréi Gavrílovich sentimientos contradictorios inundaron su alma. Un sentimiento de venganza satisfecha y su carácter pugnaban por dominar otro más noble, que acabó por triunfar. Se decidió a hacer las paces con su viejo vecino, a olvidar los motivos de la disputa y a devolverle su hacienda. Aliviada el alma con tan buenos propósitos, Kirila Petróvich puso el cochecillo al trote, en dirección a la casa de su vecino, entrando directamente en el patio.

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Dubrovski
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El enfermo se encontraba en aquel momento sentado junto a la ventana del dormitorio. Reconoció a Kirila Petróvich y una angustia indecible se dibujó en su rostro: el rojo purpúreo sucedió a la ordinaria palidez, sus ojos despidieron chispas y balbuceó unas sonidos inarticulados. El hijo, que estaba a su lado revisando los libros de la hacienda, levantó la cabeza y quedó asombrado. El enfermo señalaba el patio con el dedo, con claras muestras de terror y de cólera. Recogía presuroso los faldones de su bata, disponiéndose a levantarse del sillón, cuando al incorporarse cayó desplomado. El hijo se precipitó hacia él; el anciano yacía sin conocimiento y sin respiración: le había sobrevenido un ataque de parálisis.

––¡Pronto, pronto, id a la ciudad a buscar un médico! ––gritó Vladímir.

––Kirila Petróvich pregunta por usted ––dijo un criado, entrando en el dormitorio.

Vladímir le dirigió una mirada espantosa.

––Di a Kirila Petróvich que se vaya antes de que yo mande que lo echen de aquí.

El criado corrió alegremente a cumplir la orden de su señor. Egórovna juntó las manos.

––Has perdido la cabeza ––dijo con voz chillona––. Kirila Petróvich nos comerá a todos.

––Cállate ––dijo enfadado Vladímir––. Manda ahora mismo a Antón a la ciudad en busca de un médico.

Egórovna se alejó. En la antesala no había nadie, pues todos estaban congregados en el patio para ver a Kirila Petróvich. Salió al portal y oyó la respuesta del criado en nombre del joven señor. Kirila Petróvich la escuchó sentado en su cochecillo; su cara se hizo más sombría que la noche, sonrió con desprecio, paseó una mirada amenazadora por la servidumbre y salió del patio al paso de su caballo. Miró hacia la ventana junto a la que se encontraba Andréi Gavrílovich, pero éste había desaparecido. La niñera seguía en el portal, olvidada de la orden de su señor.

La servidumbre comentaba ruidosamente lo sucedido. De pronto, Vladímir apareció entre ellos y dijo lo siguiente con voz ronca:

––Ya no hace falta el médico, mi padre ha muerto.

Se produjo gran confusión. La gente se precipitó a la habitación del viejo señor. Éste yacía en el sillón al que Vladímir le había trasladado; la mano derecha colgaba hasta tocar el suelo, la cabeza reclinada sobre el pecho y el cuerpo, aún caliente, estaba ya desfigurado por la muerte. Egórovna rompió en sollozos; los criados rodearon el cadáver, abandonado a sus cuidados. Lo lavaron, y vistiéndolo con su uniforme, hecho el año 1797, lo colocaron sobre la misma mesa en la que durante tantos años habían servido a su señor.

 

CAPÍTULO V 

El entierro se efectuó al tercer día. El cuerpo del  anciano yacía sobre la mesa, cubierto con el sudario y rodeado de cirios. El comedor estaba lleno de criados. Se disponían a llevar el cadáver. Vladímir y tres servidores levantaron a hombros el ataúd. Abrió la marcha el sacerdote, al que acompañaba el diácono cantando las oraciones funerarias. El dueño de Kisteniovka cruzó por última vez el umbral de su casa. Llevaron el ataúd por el bosquecillo, detrás del cual se encontraba la iglesia. Era un día de otoño, claro y frío. Las hojas caían de los árboles.

Al salir del bosquecillo, vieron la iglesia de madera de Kisteniovka y el cementerio con sus viejos tilos otoñales. Allí reposaba el cuerpo de la madre de Vladímir y otra fosa había sido abierta la víspera junto a su tumba.

La iglesia estaba llena de campesinos de Kisteniovka que habían acudido a rendir los últimos honores a su señor.

El joven Dubrovski se quedó en el coro; no lloraba ni rezaba, pero su rostro era espantoso. Terminó la triste ceremonia. Vladímir fue el primero en despedirse del muerto, y tras él lo hizo toda la servidumbre. Acercaron la tapa y clavaron el ataúd. Las mujeres sollozaban con grandes gritos; los hombres se limpiaban las lágrimas con el puño. Vladímir y los tres criados transportaron el féretro hasta la tumba, acompañados por toda la aldea. El ataúd fue bajado a la fosa, los presentes arrojaron a ella un puñado de tierra y comenzaron a funcionar las palas. Todos hicieron una inclinación y, finalmente, se dispersaron. Vladímir se alejó apresuradamente adelantándose a todos, y se ocultó en el bosque de Kisteniovka.

En nombre del joven señor, Egórovna invitó al pope y sus acompañantes al banquete funerario, explicando que éste no tenía el propósito de asistir. De esta suerte, el padre Antón, su mujer, Fedótovna, y el diácono se dirigieron a pie a la casa señorial, comentando con Egórovna las virtudes del difunto y haciendo conjeturas en torno a lo que esperaba a su heredero. (En toda la comarca se conocía ya la llegada y el recibimiento que se había hecho a Troekúrov, y los políticos del lugar profetizaban las importantes consecuencias que esto traería consigo).

––Lo que sea sonará ––dijo la mujer del pope––, aunque sería una lástima que Vladímir Andréievich no fuese nuestro señor. Es un valiente.

––¿Quién va a ser nuestro señor, sino él? ––le interrumpió Egórovna––. Hace mal Kirila Petróvich en acalorarse, no ha tropezado con un cobarde. Mi halcón sabrá defenderse y, si Dios quiere, seguiremos disfrutando de sus favores. Kirila Petróvich es muy orgulloso, pero tuvo que marcharse con el rabo entre piernas cuando mi Grisha le gritó: “¡Largo, perro viejo! ¡Fuera de aquí!”

––¡Ay, Egórovna! ––dijo el diácono––, no sé cómo Grígori se atrevió. Creo que me decidiría antes a insultar al Señor que a mirar de reojo a Kirila Petróvich. Cuando lo veo, empiezo a temblar de miedo, el espinazo se me dobla sin que yo me dé cuenta y parece como si quisiera caer a sus pies...

––Vanidad de vanidades ––comentó el sacerdote––. También a Kirila Petróvich le cantarán un responso como ahora a Andréi Gavrílovich. Acaso el entierro sea más suntuoso y se reúna más gente, pero ante Dios todos somos iguales.

 ––¡Ay, padre!  También nosotros quisimos llamar a la gente de toda la comarca, pero Vladímir Andréievich se opuso. Hay lo suficiente para obsequiar a quien hubiese acudido, pero tuvimos que obedecerle. Pero aunque no sean muchos, agasajaré debidamente a nuestros queridos invitados.

Esta promesa, unida a la esperanza de encontrar un sabroso festín, hizo apresurar el paso a sus interlocutores, que llegaron felizmente a la casa señorial, donde ya se servía el vodka en la dispuesta mesa.

Entre tanto, Vladímir, adentrándose en la espesura, trataba de calmar su dolor con el ejercicio y la fatiga. Caminaba sin mirar, mientras las ramas le azotaban y arañaban a cada paso, y sus pies se hundían en el pantanoso terreno una y otra vez sin que lo advirtiera. Finalmente, llegó a una pequeña hondonada rodeada de árboles; un riachuelo, que el otoño había dejado casi sin agua, se deslizaba silencioso. Vladímir se detuvo, se sentó en el frío césped y los pensamientos, a cual más sombrío, se adueñaron de él. Experimentaba una intensa sensación de soledad. El futuro se le presentaba cubierto de nubarrones. La enemistad con Troekúrov anunciaba nuevas desgracias. Si su pobre finca pasaba a manos ajenas, le esperaba la miseria. Permaneció largo rato inmóvil, contemplando el suave fluir del arroyo, que arrastraba algunas hojas marchitas, y creyó ver en él una fiel imagen de la vida. Advirtió, por fin, que empezaba a oscurecer. Se levantó y trató de encontrar el camino de la casa, deambulando largo rato por el desconocido bosque, hasta dar con el sendero que le conducía directamente a ella. Al encuentro de Dubrovski venían el pope y todo el personal de la iglesia.

A su mente acudió la idea de un desgraciado presagio... Maquinalmente se hizo a un lado y se ocultó entre los árboles. Ellos no le vieron y al pasar junto a él hablaban con calor entre sí.

––Apártate del mal y haz el bien ––decía el pope a su mujer––. Aquí no tenemos ya nada que hacer. No debe preocuparte cómo va a terminar el asunto...

Ella replicó algo que Vladímir no oyó.

 Al acercarse a la casa vio que campesinos y criados se agolpaban en el patio. Desde lejos oyó el inusitado ruido y rumor de conversaciones. En el cobertizo había dos troikas. Un grupo de varios desconocidos, con levitas de uniforme, parecían cambiar impresiones junto al portal.

––¿Qué significa esto? ––preguntó irritado a Antón, que acudía a su encuentro––. ¿Quiénes son? ¿Qué desean?

––¡Ay, padrecito Vladímir Andréievich! ––contestó el viejo, jadeante––. Ha venido el juzgado. Nos entregan a Troekúrov, nos quieren privar de tus mercedes...

Vladímir bajó la cabeza, mientras la gente rodeaba a su desgraciado señor.

––Tú eres nuestro padre ––clamaban, besándole las manos––. No queremos a ningún otro señor más que a ti. Manda, señor, y les ajustaremos las cuentas a los del juzgado. Moriremos, pero no consentiremos que se salgan con la suya.

Vladímir los miró, agitado por extraños sentimientos.

––Quedaos tranquilos ––les dijo––, yo hablaré con ellos.

––Habla, padrecito ––sonaron varias voces entre la multitud––. Habla a la conciencia de esos malditos.

Vladímir se acercó a los funcionarios. Shabashkin, con la gorra encasquetada y los brazos en jarras, miraba orgulloso alrededor. El jefe de policía del distrito, un hombre alto y grueso de unos cincuenta años, mejillas coloradas y grandes bigotes, al ver acercarse a Dubrovski carraspeó y dijo con voz ronca:

––Os lo repito: conforme al fallo del tribunal del distrito, desde ahora pertenecéis a Kirila Petróvich Troekúrov, representado aquí por el señor Shabashkin. Obedecedle en todo cuanto os mande, y vosotras, mujeres, queredlo y respetadlo. Es muy aficionado a casadas y solteras.

Acompañó la pesada broma con una sonora risotada, que los demás corearon. Vladímir hervía de indignación.

––Permítame preguntarle qué significa esto ––se dirigió con aparente sangre fría al alegre funcionario.

––Esto significa ––contestó el interpelado–– que hemos venido a tomar posesión de la finca en nombre de Kirila Petrovich Troekúrov y que pedimos a todos los demás que se vayan por las buenas.

––Creo que hubieran podido dirigirse a mí antes que a mis campesinos y anunciarme, como propietario que soy, que había sido desposeído de mis bienes...

––¿Y quién eres tú? ––terció Shabashkin con una insolente mirada––. El antiguo propietario, Andréi Gavrílovich Dubrovski, ha muerto conforme a la voluntad de Dios. No sabemos quién eres ni deseamos saberlo.

––Señoría, es nuestro joven señor, Vladímir Andréievich ––resonó una voz entre la multitud.

––¿Quién se atreve a abrir la boca? ––preguntó en tono amenazador el jefe de policía––. ¿Qué señor, qué Vladímir Andréievich? Vuestro señor es Kirila Petróvich Troekúrov. A ver si os enteráis, imbéciles.

––De ningún modo ––dijo la misma voz.

––¡Esto es un motín! ––bramó el jefe de policía––. ¡Eh, stárosta, acércate!

El stárosta dio unos pasos al frente.

––Busca ahora mismo a quien se ha atrevido a hablar así conmigo. ¡Verá lo que es bueno!

El stárosta se volvió hacia la gente y preguntó quién había hablado. Pero todos callaron. Pronto, en las filas de atrás se levantó un murmullo que al instante se convirtió en un tremendo vocerío. El jefe de policía suavizó el tono y trató hacerlos entrar en razón.

––¡No hay nada que mirar! ––gritaron los de la servidumbre––. ¡Duro con ellos, muchachos! ––y la gente se hizo adelante.

Shabashkin y los demás funcionarios se apresuraron a meterse en el zaguán y cerraron tras sí la puerta.

––¡Hay que atarlos, muchachos! ––gritó la misma voz de antes, y la gente empezó a empujar.

––¡Deteneos! ––gritó Dubrovski––. ¡No seáis estúpidos! Os vais a perder y me perderéis a mí. Idos a vuestras casas y dejadme tranquilo. No temáis, nuestro soberano es misericordioso. Le suplicaré y no tolerará esta ofensa, pues todos nosotros somos hijos suyos. ¿Cómo voy a interceder por vosotros si os amotináis y procedéis como bandoleros?

Las palabras del joven Dubrovski, su sonora voz y majestuoso continente produjeron el efecto deseado. La gente se acalló, dispersándose, y el patio quedó vacío. Los funcionarios seguían en el interior de la casa. Por fin, Shabashkin abrió con precaución la puerta y, entre humilladas reverencias, dio a Dubrovski las gracias por su generosa intervención.

Vladímir lo escuchó con desprecio y no contestó.

––Hemos decidido ––prosiguió el asesor––, con su permiso, pasar aquí la noche; ha oscurecido y sus mujiks podrían atacarnos en el camino. Lo único que le rogamos es que dé orden de que nos preparen dónde dormir, aunque sea unas brazadas de heno en la sala. Tan pronto como amanezca nos volveremos a casa.

––Hagan lo que quieran ––contestó secamente Dubrovski––. Aquí ya no soy el dueño.

Dichas estas palabras, entró en la habitación de su padre y cerró tras sí la puerta.



Iván S. Turguéniev. Primer amor


Capítulo I



Tenía entonces dieciséis años. Era el verano de 1833.

Vivía con mis padres en Moscú; ellos tenían alquilada una dacha en Kaluzhskaya Zastava, frente al parque Nescuchnoye. Estaba preparándome para ingresar en la Universidad, pero estudiaba poco, sin hacer el menor esfuerzo.

Nadie ponía trabas a mi libertad. Hacía lo que me venía en gana, sobre todo cuando se fue mi tutor francés, que nunca pudo hacerse a la idea de que había caído «como una bomba» (comme une bombe) en Rusia, y se pasaba la vida tumbado en la cama con cara de mal humor. Mi padre me trataba con una mezcla de indiferencia y cariño. Mi madre apenas me hacía caso, a pesar de ser su único hijo, pues otras preocupaciones acaparaban su atención. Mi padre, joven y bien parecido, se había casado con ella por interés. Ella era diez años mayor que él. Mi madre llevaba una vida triste. Siempre nerviosa y comida por los celos, se ponía de mal humor, pero nunca en presencia de mi padre, a quien temía.

Él, en cambio, era seco y frío con ella y la mantenía a distancia... No he visto jamás a un hombre de una tranquilidad tan digna, tan seguro de sí y tan dominante.

Nunca olvidaré las primeras semanas que pasé en la dacha. Hacía un tiempo espléndido.

Nos instalamos el 9 de mayo, el mismo día de San Nicolás. A veces me iba a pasear por el jardín de nuestra dacha, o por Nescuchnoye o Kaluzhskaya Zastava. Me llevaba algún libro, por ejemplo el manual de Kaidanov, pero raramente lo abría. Y más que leer, recitaba en voz alta (me sabía muchos versos de memoria). La sangre me hervía, el corazón se me encogía ridícula y dulcemente. Esperaba y temía algo. Todo me sorprendía y estaba como a la expectativa. Mi imaginación jugaba y revoloteaba en torno a las mismas ideas, como los pájaros alrededor de un campanario. Me quedaba meditabundo, me entristecía y hasta llegaba a llorar. Pero detrás de las lágrimas y la tristeza, provocadas por un dulce verso o un bello atardecer, brotaba, como hierba de primavera, la sensación de felicidad que produce una vida joven en plena ebullición.

Tenía un pequeño caballo. Yo mismo lo ensillaba y me iba solo, al galope, lo más lejos posible. Me imaginaba que era un caballero actuando en un torneo (¡qué alegre soplaba el aire en mis oídos!). Al mirar al cielo se me llenaba el alma de su azul y de su luz radiante.

Me acuerdo de que entonces la imagen de una mujer, el fantasma de un amor, casi nunca aparecía de manera clara y nítida en mi mente, pero en todo lo que pensaba, en todo lo que sentía se escondía el presentimiento de algo nuevo, inimaginablemente dulce, femenino, algo de lo que sólo a medias era consciente, pero que hería mi pudor.

Este presentimiento, esta espera inundaba mi ser, recorría mis venas y cada gota de mi sangre... Pronto quiso el destino que esto fuese realidad.

Iván S. Turguéniev
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Nuestra dacha era una casa señorial de madera, con columnas y dos alas muy bajas. En el ala izquierda había una minúscula fábrica de papel barato para empapelar. Muchas veces me acercaba a ver cómo una docena de niños escuálidos y desarreglados se subían sobre las palancas de madera, que presionaban sobre un cuadrilátero, también de madera, que servía de prensa, y así, haciendo peso con sus débiles cuerpos, imprimían dibujos de vivos colores. El ala derecha permanecía vacía y se alquilaba. Un día, tres semanas después del 9 de mayo, las contraventanas, que permanecían cerradas, se abrieron y en las ventanas aparecieron unos rostros femeninos. Una familia desconocida acababa de instalarse allí. Recuerdo que ese mismo día, a la hora de comer, mi madre preguntó al mayordomo quiénes eran nuestros vecinos. Al oír el nombre de la princesa Zasequin, dijo, no sin cierto respeto:

––¡Ah, la princesa!... ––Pero luego añadió––. Debe de ser alguna venida a menos.

––Han llegado en tres carruajes de alquiler ––dijo el mayordomo mientras servía uno de los platos––. No tienen carruaje propio. Y los muebles son de los más baratos.

––Sí ––dijo mi madre––. Pero es mejor estar aquí.

Mi padre la miró fríamente. Ella se calló.

Desde luego, era imposible que la princesa Zasequin fuera una mujer rica. El ala pequeña de la casa que había alquilado era tan vieja, diminuta y baja de techo, que nadie, medianamente acomodado, accedería a habitarla. Pero creo que entonces no presté mucha atención a esto. Y el título principesco no me impresionaba gran cosa, pues acababa de leer Los bandidos de Schiller.

 

Capítulo II


Tenía la costumbre de andar por el jardín con una escopeta esperando que un cuervo se pusiera a tiro. Siempre había odiado a estos pájaros precavidos, voraces y astutos. El día referido llegué al jardín después de haber merodeado sin éxito alguno por todos los caminos (los cuervos ya me conocían y se limitaban a graznar desabridamente desde lejos) y me acerqué por casualidad a una valla muy baja, que dividía nuestra propiedad de la franja estrecha de jardín que se extendía detrás del ala derecha, a la cual pertenecía. De repente oí unas voces. Miré a través de la valla y me quedé de piedra... Vi algo insólito.

A pocos pasos, en un claro, entre matorrales de frambuesa aún verde, estaba una mujer joven, alta y esbelta, vestida con un traje rosa a rayas y con un pañuelo blanco en la cabeza. A su alrededor había cuatro hombres jóvenes, en cuyas frentes hacía estallar por turno unas florecitas grises, cuyo nombre no conozco, pero que los niños conocen muy bien. Estas flores tienen como unas bolsitas que estallan con un chasquido al chocar contra algo duro. Los jóvenes ponían la frente con tanto entusiasmo, y en los movimientos de la muchacha (la veía de perfil) había algo tan delicado, exigente, mimoso, burlón y tierno, que casi grité de admiración y placer, y sentí que estaba dispuesto a darlo todo para que esos deditos encantadores hiciesen estallar una flor sobre mi frente. Se me cayó la escopeta, deslizándose sobre la hierba y me olvidé de todo. Devoraba con la vista su talle tan esbelto, su cuello, sus bellas manos, sus cabellos rubios despeinados bajo el pañuelo blanco, los ojos entreabiertos de mirada inteligente, las pestañas, sus tiernas mejillas.

––¡Oiga, joven! ––dijo alguien a mi lado––. ¿Cree usted que está permitido mirar a las damas de los otros?

Tuve como una sacudida y me quedé lívido... junto a mí, al otro lado de la valla, estaba un desconocido de pelo negro muy corto, que me miraba con ironía. En ese mismo instante la joven se volvió hacia mí... Vi unos inmensos ojos grises en un rostro que ahora expresaba excitación e hilaridad. De pronto la cara se estremeció, empezó a reír, sus dientes blancos brillaron, sus cejas se elevaron en un gesto cómico... Me puse colorado, levanté del suelo la escopeta y, perseguido de una carcajada sonora, aunque no maliciosa, me escapé a mi cuarto y me tiré sobre la cama cubriéndome la cara con las manos. El corazón no dejaba de darme brincos en el pecho. Me sentía muy nervioso y alegre. Una emoción nunca experimentada me inundaba.

Cuando hube descansado, me peiné, me lavé y bajé a tomar el té. La imagen de la joven seguía persiguiéndome. El corazón dejó de darme vuelcos, pero se contraía dulcemente.

––¿Qué te pasa? ––dijo mi padre––. ¿Es que has matado un cuervo?

Estuve a punto de contárselo todo, pero no lo hice y sólo sonreí, imperceptiblemente para los demás. Antes de acostarme, sin saber por qué, di tres vueltas sobre un pie y me di crema. Luego me acosté y dormí toda la noche de un tirón. Antes de amanecer, me desperté durante unos segundos, levanté la cabeza, miré extasiado a mi alrededor y me volví a dormir.




lunes, 25 de febrero de 2013

Horacio Quiroga. Cuentos de la selva


EL LORO PELADO


Había una vez una banda de loros que vivía en el monte. De mañana temprano iban a comer choclos a la chacra, y de tarde comían naranjas. Hacían gran barullo con sus gritos, y tenían siempre un loro de centinela en los árboles más altos, para ver si venía alguien.

Los loros son tan dañinos como la langosta, porque abren los choclos para picotearlos, los cuales, después, se pudren con la lluvia. Y como al mismo tiempo los loros son ricos para comer guisados, los peones los cazaban a tiros.

Un día un hombre bajó de un tiro a un loro centinela, el que cayó herido y peleó un buen rato antes de dejarse agarrar. El peón lo llevó a la casa, para los hijos del patrón, los chicos lo curaron porque no tenía más que un ala rota. El loro se curó muy bien, y se amansó completamente. Se llamaba Pedrito. Aprendió a dar la pata; le gustaba estar en el hombro de las personas y con el pico les hacía cosquillas en la oreja.

Vivía suelto y pasaba casi todo el día en los naranjos y eucaliptos del jardín. Le gustaba también burlarse de las gallinas. A las cuatro o cinco de la tarde, que era la hora en que tomaban el té en la casa, el loro entraba también en el comedor, y se subía con el pico y las patas por el mantel, a comer pan mojado en leche. Tenía locura por el té con leche.

Horacio Quiroga
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Tanto se daba Pedrito con los chicos y tantas cosas le decían las criaturas, que el loro aprendió a hablar. Decía: «¡Buen día, lorito!...» «¡Rica la papa!...» «¡Papa para Pedrito!...» Decía otras cosas más que no se pueden decir, porque los loros, como los chicos, aprenden con gran facilidad malas palabras.

Cuando llovía, Pedrito se encrespaba y se contaba a sí mismo una porción de cosas, muy bajito. Cuando el tiempo se componía, volaba entonces gritando como un loco.

Era, como se ve, un loro bien feliz, que además de ser libre, como lo desean todos los pájaros, tenía también, como las personas ricas, su five o clock tea.

Ahora bien: en medio de esta felicidad, sucedió que una tarde de lluvia salió por fin el sol después de cinco días de temporal, y Pedrito se puso a volar gritando:

––¡Qué lindo día, lorito!... ¡Rica, papa!... ¡La pata, Pedrito! ––y no volaba lejos, hasta que vio debajo de él, muy abajo, el río Paraná, que parecía una lejana y ancha cinta blanca. Y siguió, siguió volando, hasta que se asentó por fin en un árbol a descansar.

Y he aquí que de pronto vio brillar en el suelo, a través de las ramas, dos luces verdes, como enormes bichos de luz.

––¿Qué será? ––se dijo el loro––. ¡Rica, papa! ¿Qué será eso? ¡Buen día, Pedrito!...

El loro hablaba siempre así, como todos los loros, mezclando las palabras sin ton ni son, y a veces costaba entenderlo. Y como era muy curioso, fue bajando de rama en rama, hasta acercarse. Entonces vio que aquellas dos luces verdes eran los ojos de un tigre que estaba agachado, mirándolo fijamente.

Pero Pedrito estaba tan contento con el lindo día, que no tuvo ningún miedo.

––¡Buen día, tigre! ––le dijo––. ¡La pata, Pedrito!

Y el tigre, con esa voz terriblemente ronca que tiene, le respondió:

––¡Bu-en día!

––¡Buen día, tigre! ––repitió el loro––. ¡Rica papa!... ¡rica, papa!... ¡rica, papa!...

Y decía tantas veces «¡rica papa!» porque ya eran las cuatro de la tarde, y tenía muchas ganas de tomar té con leche. El loro se había olvidado de que los bichos del monte no toman té con leche, y por esto lo convidó al tigre.

––¡Rico té con leche! ––le dijo––. ¡Buen día, Pedrito!... ¿Quieres tomar té con leche conmigo, amigo tigre?

Pero el tigre se puso furioso porque creyó que el loro se reía de él, y además, como tenía a su vez hambre, se quiso comer al pájaro hablador. Así que le contestó:

––¡Bue-no! ¡Acérca-te un po-co que soy sor-do!

El tigre no era sordo; lo que quería era que Pedrito se acercara mucho para agarrarlo de un zarpazo. Pero el loro no pensaba sino en el gusto que tendrían en la casa cuando él se presentara a tomar té con leche con aquel magnífico amigo. Y voló hasta otra rama más cerca del suelo.

––¡Rica, papa, en casa! ––repitió gritando cuanto podía.

––¡Más cer-ca! ¡No oi-go! ––respondió el tigre con su voz ronca.

El loro se acercó un poco más y dijo:

––¡Rico, té con leche!

––¡Más cer-ca to-da-vía! ––repitió el tigre.

El pobre loro se acercó aún más, y en ese momento el tigre dio un terrible salto, tan alto como una casa, y alcanzó con la punta de las uñas a Pedrito. No alcanzó a matarlo, pero le arrancó todas las plumas del lomo y la cola entera. No le quedó una sola pluma en la cola.

––¡Toma! ––rugió el tigre––. Anda a tomar té con leche...

El loro, gritando de dolor y de miedo, se fue volando, pero no podía volar bien, porque le faltaba la cola que es como el timón de los pájaros. Volaba cayéndose en el aire de un lado para otro, y todos los pájaros que lo encontraban se alejaban asustados de aquel bicho raro.

Por fin pudo llegar a la casa, y lo primero que hizo fue mirarse en el espejo de la cocinera. ¡Pobre Pedrito! Era el pájaro más raro y más feo que puede darse, todo pelado, todo rabón, y temblando de frío. ¿Cómo iba a presentarse en el comedor, con esa figura? Voló entonces hasta el hueco que había en el tronco de un eucalipto y que era como una cueva, y se escondió en el fondo, tiritando de frío y de vergüenza.

Pero entretanto, en el comedor todos extrañaban su ausencia:

––¿Dónde estará Pedrito? ––decían. Y llamaban––: ¡Pedrito! ¡Rica, papa, Pedrito! ¡Té con leche, Pedrito!

Pero Pedrito no se movía de su cueva, ni respondía nada, mudo y quieto. Lo buscaron por todas partes, pero el loro no apareció. Todos creyeron entonces que Pedrito había muerto, y los chicos se echaron a llorar.

Todas las tardes, a la hora del té, se acordaban siempre del loro, y recordaban también cuanto le gustaba comer pan mojado en té con leche. ¡Pobre Pedrito! Nunca más lo verían porque había muerto.

Pero Pedrito no había muerto, sino que continuaba en su cueva sin dejarse ver por nadie, porque sentía mucha vergüenza de verse pelado como un ratón. De noche bajaba a comer y subía enseguida. De madrugada descendía de nuevo, muy ligero, e iba a mirarse en el espejo de la cocinera, siempre muy triste porque las plumas tardaban mucho en crecer.

Hasta que por fin un día, o una tarde, la familia sentada a la mesa a la hora del té vio entrar a Pedrito muy tranquilo, balanceándose como si nada hubiera pasado. Todos se querían morir, morir de gusto cuando lo vieron bien vivo y con lindísimas plumas.

––¡Pedrito, lorito! ––le decían––. ¿Qué te pasó, Pedrito? ¡Qué plumas brillantes que tiene el lorito!

Pero no sabían que eran plumas nuevas, y Pedrito, muy serio, no decía tampoco una palabra. No hacía sino comer pan mojado en té con leche. Pero lo que es hablar, ni una sola palabra.

Por eso, el dueño de casa se sorprendió mucho cuando a la mañana siguiente el loro fue volando a pararse en su hombro, charlando como un loco. En dos minutos le contó lo que le había pasado: un paseo al Paraguay, su encuentro con el tigre, y lo demás; y concluía cada evento, cantando:

––¡Ni una pluma en la cola de Pedrito! ¡Ni una pluma! ¡Ni una pluma!

Y lo invitó a ir a cazar al tigre entre los dos.

El dueño de la casa, que precisamente iba en ese momento a comprar una piel de tigre que le hacía falta para la estufa, quedó muy contento de poderla tener gratis. Y volviendo a entrar en la casa para tomar la escopeta, emprendió junto con Pedrito el viaje al Paraguay. Convinieron en que cuando Pedrito viera al tigre, lo distraería charlando, para que el hombre pudiera acercarse despacito con la escopeta.

Y así pasó. El loro, sentado en una rama del árbol, charlaba y charlaba, mirando al mismo tiempo a todos lados, para ver si veía al tigre. Y por fin sintió un ruido de ramas partidas, y vio de repente debajo del árbol dos luces verdes fijas en él: eran los ojos del tigre.

Entonces el loro se puso a gritar:

––¡Lindo día!... ¡Rica, papa!... ¡Rico té con leche!... ¿Quieres té con leche?...

El tigre, enojadísimo al reconocer a aquel loro pelado que él creía haber muerto, y que tenía otra vez lindísimas plumas, juró que esa vez no se le escaparía, y de sus ojos brotaron dos rayos de ira cuando respondió con su voz ronca:

––¡Acér-ca-te más! ¡Soy sor-do!

El loro voló a otra rama más próxima, siempre charlando:

––¡Rico, pan con leche!... ¡ESTÁ AL PIE DE ESTE ÁRBOL!...

Al oír estas últimas palabras, el tigre lanzó un rugido y se levantó de un salto.

––¿Con quién estás hablando? ––bramó––. ¿A quién le has dicho que estoy al pie de este árbol?

––¡A nadie, a nadie! ––gritó el loro––. ¡Buen día, Pedrito!... ¡La pata, lorito!...

Y seguía charlando y saltando de rama en rama, y acercándose. Pero él había dicho: está al pie de este árbol para avisarle al hombre, que se iba arrimando bien agachado y con la escopeta al hombro. Y llegó un momento en que el loro no pudo acercarse más, porque si no, caía en la boca del tigre, y entonces gritó:

––¡Rica, papa!... ¡ATENCIÓN!

––¡Más cer-ca aún! ––rugió el tigre, agachándose para saltar.

––¡Rico, té con leche!... ¡CUIDADO, VA A SALTAR!

Y el tigre saltó, en efecto. Dio un enorme salto, que el loro evitó lanzándose al mismo tiempo como una flecha en el aire. Pero también en ese mismo instante el hombre, que tenía el cañón de la escopeta recostado contra un tronco para hacer bien la puntería, apretó el gatillo, y nueve balines del tamaño de un garbanzo cada uno entraron como un rayo en el corazón del tigre, que lanzando un bramido que hizo temblar el monte entero, cayó muerto.

Pero el loro, ¡qué gritos de alegría daba! Estaba loco de contento, porque se había vengado ––¡y bien vengado!–– del feísimo animal que le había sacado las plumas!

El hombre estaba también muy contento, porque matar a un tigre es cosa difícil, y, además, tenía la piel para la estufa del comedor. Cuando llegaron a la casa, todos supieron por qué Pedrito había estado tanto tiempo oculto en el hueco del árbol, y todos lo felicitaron por la hazaña que había hecho.

Vivieron en adelante muy contentos. Pero el loro no se olvidaba de lo que le había hecho el tigre, y todas las tardes, cuando entraba en el comedor para tomar el té, se acercaba siempre a la piel del tigre, tendida delante de la estufa, y lo invitaba a tomar té con leche.

––¡Rica, papa!... ––le decía––. ¿Quieres té con leche?... ¡La papa para el tigre!

Y todos se morían de risa. Y Pedrito también.