martes, 26 de febrero de 2013

Hans Christian Andersen. Cuentos I


EL PATITO FEO



¡Qué bien se estaba en el campo los días de verano! ¡Qué bonito era ver el trigo amarillo, la avena verde y el heno amontonado en los verdes prados! La cigüeña, sobre sus largas patas rojas, andaba por allí charlando en egipcio, idioma que había aprendido de su madre. Circundaban los prados grandes bosques y, en medio de ellos, había profundos lagos. Definitivamente, ¡el campo era maravilloso!

A pleno sol, se alzaba allí una vieja casa señorial rodeada por profundos canales; desde lo alto del muro hasta el agua crecían grandes plantas de enormes hojas, tan altas que un niño pequeño podría meterse debajo de ellas de pie. Aquel lugar era tan salvaje y agreste como el más espeso de los bosques, y allí había construido una pata su nido. Estaba empollando sus polluelos, pero ya empezaba a perder la paciencia, pues apenas recibía visitas después de tanto tiempo como llevaba. Los demás patos preferían nadar en los canales antes que pararse a charlar con ella.

Por fin, uno tras otro, fueron rompiéndose los huevos.

––¡Pío, pío! ––decían los patitos a medida que asomaban sus cabezas por el cascarón.

––¡Cuac, cuac! ––dijo la mamá pata, y entonces todos los patitos salieron correteando lo mejor que sabían, y miraban por todas partes bajo las verdes hojas; la madre los dejó mirar cuanto quisieron, porque el verde sienta bien a los ojos.

––¡Qué grande es el mundo! ––dijeron los pequeños. Naturalmente, tenían ahora muchísimo más espacio del que habían tenido dentro del huevo.

––¿Creéis, acaso, que esto es todo el mundo?  ––dijo su madre––. Pues debéis de saber que se extiende más allá del jardín, hasta el campo del pastor; pero yo nunca he ido tan lejos. ¡Bueno, ya estáis todos! ––añadió levantándose del nido––. ¡No, no los tengo todos! Ahí está todavía el huevo más grande. ¿Cuánto tiempo va a tardar? ¡Ya me estoy cansando!

Y se sentó de nuevo a empollar.

––Bueno, ¿cómo anda todo? ––dijo una vieja pata, que venía de visita.

––¡Falta un huevo, pero ya va tardando mucho ––dijo la pata que empollaba––. No se rompe por nada, pero fíjate en los otros. Son los patitos más preciosos que he visto. Todos se parecen a su padre, el muy bribón, que ni siquiera ha venido a verme.

Hans Christian Andersen
Cuentos I
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––Déjame ver el huevo que no se rompe ––dijo la pata vieja––. ¡Te apuesto a que es huevo de pava! A mí también me engatusaron una vez y las pasé canutas con los polluelos. Tenían miedo al agua, ¡no te digo más! De ninguna manera podía hacerlos entrar en el agua; yo graznaba y los agarraba, pero de nada servía. Déjame que vea el huevo. ¡Vaya, claro que es un huevo de pava! Déjalo ahí y enseña a nadar a los otros.

––Voy a seguir empollándolo un rato ––dijo la pata––. He estado tanto tiempo que bien puedo seguir un poco más.

––Allá tú ––dijo la vieja pata, y se marchó contoneándose.

Al fin se rompió el enorme huevo. «¡Pío, pío!», dijo el polluelo y  salió rodando. Era grande y  muy feo, y la pata exclamó:

––¡Es un patito terriblemente grande! No se parece a ninguno de los otros. Pero no será jamás un pavito. Para saberlo..., ¡al agua con él! Yo misma lo empujaré si es necesario.

El día siguiente fue espléndido; el sol lucía en las verdes hojas gigantescas. La mamá pata, con toda su familia, se acercó al foso y... ¡plum!, saltó al agua: «¡Cuac, cuac!», dijo, y todos los patitos saltaron al agua uno tras otro; el agua les cubrió la cabeza, pero al instante volvieron a aparecer, flotando de maravilla. Las patas se movían por sí mismas sin ninguna dificultad y todos, incluso el patito gordo y gris, salieron nadando.

––¡No, no es un pavo! ––dijo la pata––. No hay más que ver con qué agilidad mueve las piernas, y lo derecho que se mantiene. ¡No hay duda de que es uno de mis pequeños! Y, después de todo, si se le mira con atención, vemos que es bastante guapo. ¡Cuac, cuac! ¡Venid conmigo a que os enseñe el mundo y os presente en el corral de los patos, pero estad siempre junto a mí, para que nadie os pise; y tened mucho cuidado con el gato!

Y así entraron en el corral de los patos. Se había organizado un tremendo escándalo en él, porque dos familias se disputaban la cabeza de una anguila, que al final terminó en el estómago del gato.

––¡Ya veis, así anda el mundo! ––dijo la madre de los patitos, relamiéndose el pico, porque también a ella le hubiera gustado llevarse la cabeza de la anguila––. ¡Para qué tenéis las piernas! ––dijo––. Venga, vamos, y haced una reverencia al pasar ante la anciana pata, la más distinguida de todos nosotros. Tiene sangre española, y por eso es tan rolliza. ¡Y mirad: lleva una cinta roja en la pata! Es la distinción más grande que puede mostrar un pato; significa que nadie piensa en quitarla de en medio y será siempre respetada por todos, los animales y los hombres. ¡Bien derechos, no dobléis las piernas! Un patito bien educado separa bien los pies, como hacen papá y mamá. ¡Mirad: así! Haced una reverencia y decid: ¡Cuac!

Y así lo hicieron; pero los patos que había por allí los miraron con desdén y dijeron en voz alta:

––¡Vaya! Ahora tendremos también que aguantar a esta gentuza. ¡Como si no fuésemos ya suficientes! ¡Qué horror, qué pinta tiene ese patito!  ¡A ése no lo soportamos!  ––Y al momento se le echó encima un pato y le picoteó en el cuello.

––¡Déjalo tranquilo! ––dijo la madre––. ¡No ha hecho daño a nadie!

––Sí, pero es demasiado grande y raro ––dijo el pato que le había picado––, y habrá que destriparlo.

––¡Vaya preciosidad de criaturas que tiene la mamá pata! ––dijo la anciana con la cinta en la pierna––. Todos son preciosos excepto ése, que ha salido algo raro. Me gustaría que lo hiciese de nuevo.

––No puede ser, señora ––dijo la madre de los patitos––. No tiene buena presencia, pero tiene un carácter muy cariñoso, y nada tan bien como los otros, y me atrevería a decir que incluso mejor. Espero que cuando crezca mejore su aspecto y, con el tiempo, no se vea tan grande. ¡Ha permanecido demasiado tiempo en el cascarón, por lo que no ha sacado la proporción debida! ––Y entonces le acarició el cuello con el pico y le alisó el plumón––. Además, es un pato macho ––agregó––; así que no importa tanto que sea un poco feo. Espero que se haga muy fuerte, para que tenga éxito en la vida.

––Los otros patitos son encantadores ––dijo la vieja––. Quiero que os sintáis como en vuestra propia casa y, si encontráis una cabeza de anguila, podéis traérmela.

Con estas palabras de la vieja pata, se consideraron como si fueran de la familia.

Pero el pobre patito que había salido el último del huevo y que era tan feo, recibió picotazos, empujones y burlas, tanto por parte de los patos como de las gallinas.

––¡Es demasiado grande y feo! ––decían todos, y el pavo, que había nacido con espuelas, por lo que se creía un emperador, se infló como un barco a toda vela, se fue derecho hacia él y comenzó a hacer glu-glu hasta que se puso rojo como un tomate. El pobre patito no se atrevía ni a moverse; estaba muy triste de ser tan feo y de ser la burla de todo el corral.

Así pasó el primer día.  Después las cosas fueron empeorando.  El patito sufrió la persecución de todos, incluso sus hermanos se portaron muy mal con él y no paraban de decirle:

––¡A ver si te agarra el gato, espantajo!

Y su madre decía:

––¡Qué lástima que no se pierda por el campo!

Y los patos le picaban, las gallinas le picoteaban y la muchacha que traía de comer a los animales, un día incluso le dio un puntapié.

Harto de todo el patito huyó del corral. Saltó revoloteando sobre el seto, y los pajarillos que estaban en los arbustos salieron volando espantados:

––¡Es que soy tan feo! ––pensó el patito, y cerró los ojos, pero sin dejar de correr. De esta forma llegó al gran pantano, donde viven los patos salvajes. Allí pasó toda la noche, abrumado de cansancio y pesadumbre.

Por la mañana alzaron el vuelo los patos silvestres y observaron al nuevo compañero:

––¿Quién eres tú? ––preguntaron, y el patito hizo reverencias a todos lados y saludó lo mejor que sabía.

––¡Qué feo eres! ––dijeron los patos salvajes––. Pero a nosotros nos trae sin cuidado, con tal que no pretendas casarte con alguna de nuestras hermanas.

¡Pobre patito! Él no tenía la más mínima intención de contraer matrimonio, a lo más que aspiraba era a que le  permitiesen reclinarse en los juncos y beber un poco de agua del pantano.

Allí pasó dos días enteros, hasta que llegó una pareja de gansos silvestres. No hacía mucho que habían salido del cascarón, por lo que eran muy impulsivos.

––¡Oye, compañero! ––dijeron––. Eres tan feo que nos caes bien. ¿Te vienes con nosotros a otras tierras? Aquí, en el pantano de al lado, viven unas preciosas gansas silvestres, todas solteras, que saben graznar espléndidamente. Es la ocasión para conseguir tu felicidad, por feo que seas.

––¡Bang, bang! ––retumbó de pronto por encima de ellos, y los dos gansos silvestres cayeron muertos en los juncos, tiñendo el agua con su sangre. Volvieron a retumbar en el aire nuevos disparos y bandadas de gansos salvajes se elevaron de los juncos. Era una cacería en toda regla; los cazadores rodeaban el pantano, incluso algunos se sentaban en las ramas de los árboles extendidas sobre los juncos. El humo azul se elevaba por entre los oscuros árboles y se mantenía suspendido sobre el agua, como nubes.

Por el lodo del pantano llegaron chapoteando los perros de caza. Juncos y cañas se movían en todos los sentidos; fue espantoso para el pobre patito, que inclinó la cabeza para meterla bajo el ala; pero, en ese preciso instante apareció junto a él un perro enorme y espantoso, con la lengua colgándole de la boca y los ojos terriblemente brillantes; acercó su hocico al patito, mostró sus agudos dientes y...  ¡clac¡, se marchó otra vez sin tocarlo.

––¡Uf, menos mal! ––suspiró el patito––. ¡Soy tan feo que ni siquiera el perro tiene ganas de comerme! ––Y se estuvo muy quieto, mientras los perdigones silbaban entre los juncos y, uno tras otro, los disparos atronaban el aire.

Hasta bien entrado el día no volvió a quedar todo en calma, pero el pobre polluelo no se atrevió a levantarse; esperó varias horas aún antes de salir del pantano con toda la rapidez que pudo. Corrió por campos y prados; pero hacía mucho viento, lo que le hacía más difícil la carrera.

Hacia el anochecer llegó a una pobre casita de labradores; era tan miserable que ni siquiera sabía de qué lado caerse, por lo que se mantenía en pie. El viento silbaba tan ferozmente en torno al patito, que este tuvo que sentarse sobre la cola para no ser arrastrado por el huracán, que soplaba cada vez con mayor fuerza. Entonces vio que la puerta se había desprendido de una bisagra y colgaba tan torcida, que a través de la abertura podía colarse en la cocina, y así lo hizo.

Vivía allí una anciana  con su  gato y su gallina; el gato, al que llamaba Hijito, sabía encorvar la espalda y ronronear, y hasta echaba chispas, si se le acariciaba a contrapelo; la gallina tenía unas patas muy pequeñas y cortas, por lo que la llamaban Gallinita Patas Cortas; ponía buenos huevos y la vieja la quería como si fuera hija suya.

Por la mañana descubrieron sin tardanza al extraño  patito y el  gato comenzó  a ronronear y la gallina a cloquear.

––¿Qué pasa? ––exclamó la mujer mirando a su alrededor, pero su vista no era buena, y así creyó que el patito era una pata gorda que se había extraviado.

––¡Qué agradable sorpresa! ––dijo––. ¡Ahora podré tener huevos de pata, con tal de que no sea macho! Vamos a verlo.

Y el patito fue admitido a prueba durante tres semanas, pero no hubo huevo alguno. Y el gato era el señor de la casa y la gallina era la señora, y solían decir:

––Nosotros y el mundo ––porque creían que ellos eran la mitad y la mejor parte.

El patito pensaba de otra manera, pero la gallina no le permitió expresar su opinión.

––¿Sabes poner huevos? ––le preguntó la gallina.

––¡No!

––Entonces será mejor que no abras la boca.

Y el gato dijo:

––¿Sabes encorvar el lomo, ronronear y echar chispas?

––¡No!

––Entonces no tienes que opinar cuando habla la gente sensata.

Y  el  patito se sentó en un rincón, muy desanimado; entonces pensó en el aire fresco y en la luz del sol; le acometió un extraño antojo de flotar en el agua, hasta que al fin no pudo más y se lo contó a la gallina.

––¿Qué es lo que te pasa? ––preguntó ella––. No tienes nada que hacer, por eso te vienen esos caprichos. Pon huevos  
o ronronea. Verás cómo se te quitan esas ideas.

––Pero es muy agradable nadar  ––dijo el patito––. ¡Es tan delicioso meter la cabeza y bucear hasta el fondo!

––Pues sí que debe ser divertido ––dijo la gallina––. ¡Vaya loco que estás hecho! Pregúntale al gato, que es el ser más listo que conozco, si le gusta flotar en el agua o bucear. Pregúntale a nuestra ama, la vieja, que no hay nadie en el mundo más listo que ella. ¿Crees tú que se le ocurre flotar en el agua y meter la cabeza?

––¡No me comprendes! ––dijo el patito.

––Claro que no te comprendo, ni sé quién te podrá entender; no pretenderás nunca ser más listo que el gato y que la señora, por no hablar de mí misma. ¡No seas tonto, muchacho!, y da gracias por todas las cosas buenas que has conseguido hasta ahora. ¿No te encuentras en un hogar cálido y confortable y tienes buenos compañeros de los que algo podrás aprender? Pero veo que eres un tonto y no resulta divertido que permanezcas aquí. Puedes creerme que lo hago por tu bien; te digo cosas desagradables, pero sólo los verdaderos amigos dicen las verdades, porque te quieren. Lo que has de hacer es poner huevos y aprender a ronronear y a echar chispas.

––Creo que me iré al ancho mundo ––dijo el patito.

––Pues vete ––dijo la gallina.

Y el patito se marchó; se zambulló en el agua, buceó, pero los demás animales no le hacían caso por lo feo que era.

Pronto llegó el otoño; en el bosque, las hojas se volvieron amarillas y rojas, el viento las arrancó, y ellas danzaron en remolinos bajo el cielo frío; flotaban las nubes cargadas de granizo y de nieve, y sobre la cerca se posaba el cuervo y chillaba: «¡Au, au!», del frío que tenía. Sí, uno se quedaba helado si pensaba en ello; el pobre patito lo pasaba muy mal.

Una tarde, cuando el sol se ponía plácidamente, salió de entre los arbustos toda una banda de hermosas y grandes aves. El patito nunca había visto ninguna tan hermosa, de un blanco resplandeciente, con largos y flexibles cuellos. Eran cisnes que, lanzando un grito fantástico, extendieron sus espléndidas y largas alas y escaparon volando de las tierras frías a los países cálidos, hacia el mar libre; se elevaron muy altos, muy altos y el patito feo se sintió extrañamente inquieto. Giró en el agua como una rueda, levantó el cuello en dirección a ellos y lanzó un grito tan agudo y extraño que hasta él mismo se asustó. ¡Ah, jamás podría olvidar a aquellos maravillosos y felices pájaros! En cuanto los perdió de vista, buceó hasta el fondo y, cuando volvió a salir a la superficie, estaba como fuera de sí. No sabía cómo se llamaban los pájaros, ni hacia dónde volaban, pero les tenía un afecto tal como no había sentido antes por nadie. No les envidiaba, porque no podía permitirse desear para sí semejante esplendor. Se hubiera dado por satisfecho con que los patos lo hubieran admitido con ellos. ¡Pobre animal, feo y estrafalario!

Y llegó el invierno, extremadamente frío; el patito se veía obligado a nadar para impedir que el agua se volviese hielo; pero cada noche el hueco en que nadaba se iba haciendo más y más pequeño; terminó por helarse, por lo que se oía crujir la capa de hielo; el patito tenía que mover constantemente las piernas para que el agua no se congelase; al final estaba tan fatigado que se tendió completamente inmóvil sobre el hielo, esperando su final.

A la mañana siguiente, muy temprano, pasó un campesino, que lo vio y, rompiendo el hielo con su zueco, lo recogió y se lo llevó a su mujer. Entre los dos lo reanimaron.                          

Los  niños  quería  jugar con él, pero el patito feo creyó  que le iban a hacer daño y se metió, espantado, justo en el cántaro de leche, con lo que la leche se vertió por la cocina. La mujer comenzó a gritar alzando los brazos al cielo, y entonces voló a la artesa, donde estaba la mantequilla y después al barril de la harina; cuando salió de él ¡qué aspecto tenía! La mujer chillaba y lo perseguía con las tenazas de la lumbre, y los niños se empujaban unos a otros para atrapar al patito, riendo y gritando. Fue una suerte que la puerta estuviese abierta;   escapó por entre los arbustos a la nieve recién caída, y se tendió en ella como atontado.

Pero resultaría demasiado penoso enumerar todos los apuros y desdichas que tuvo que sufrir durante el duro invierno... Permanecía entre los juncos del pantano cuando el sol volvió a calentar de nuevo; las alondras cantaban; había llegado la primavera.

Entonces agitó de golpe sus alas, resonaron estas más fuertes que de costumbre y lo elevaron vigorosamente. Casi sin darse cuenta se encontró en un vasto jardín, donde los manzanos estaban en flor y las lilas exhalaban su aroma y colgaban de las largas y verdes ramas sobre un sinuoso arroyo. ¡Qué delicioso era disfrutar de este sitio lleno de la fragancia de la primavera! De pronto, justo enfrente de donde él se encontraba, salieron de la espesura tres magníficos cisnes blancos, con el plumaje inflado, y se deslizaron suavemente sobre el agua. El patito reconoció los espléndidos animales y se sintió sobrecogido por una extraña melancolía.

––¡Volaré hacia esas regias aves! Sé que me matarán a picotazos, por atreverme, tan feo como soy, a acercarme a ellos. Pero ¡qué importa! ¡Prefiero que ellos me maten a que me picoteen los patos, me piquen las gallinas, me desprecie la moza que cuida del corral y tenga que sufrir los rigores del invierno!

Y así, voló hasta el agua y nadó en dirección a los espléndidos cisnes. Éstos le vieron  y se  lanzaron hacia él con las plumas erizadas.

––¡Matadme, matadme si queréis! ––dijo el pobre animal, e inclinó la cabeza sobre el agua a esperar la muerte. Y, ¿qué fue lo que vio en el agua transparente? Vio bajo él su propia imagen, pero ya no era un torpe pájaro gris oscuro, feo y repugnante: era un cisne.

¡Poco importa haber nacido en un corral de patos, cuando se ha salido de un huevo de cisne!

Se sentía compensado de sobra por todas las penalidades y contratiempos  que había sufrido;  pensaba sólo en su felicidad, en toda la belleza y alegría que le esperaba.

Y los grandes cisnes nadaban en torno suyo y lo acariciaban con el pico.

Habían entrado en el jardín unos niños que echaron pan y trigo al agua, y el más pequeño gritó:

––¡Hay un cisne nuevo! ––Y los otros niños exclamaron con gritos de júbilo:

––¡Sí, ha venido uno nuevo!

Y batieron palmas y bailaron alrededor. Fueron después corriendo a buscar a sus padres, y echaron pan y galletas al agua y todos dijeron:

––¡El nuevo es el más hermoso! ¡Tan joven y tan esbelto!

Y los cisnes mayores se inclinaron ante él.

Entonces sintió mucha vergüenza y hundió la cabeza bajo las alas, no sabía por qué; era inmensamente feliz, pero no sentía ni pizca de orgullo, porque un buen corazón nunca se vuelve orgulloso; pensó de qué manera había sido perseguido y escarnecido y ahora oía a todos decir que era la más espléndida de las aves, la más hermosa. Y las lilas inclinaban sus ramas ante él hasta tocar el agua, y el sol brillaba cálido y amable. Entonces ahuecó sus plumas, irguió su esbelto cuello y se llenó de gozo su corazón.

No soñó jamás que una felicidad semejante fuera posible cuando sólo era un patito feo.


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