viernes, 14 de diciembre de 2012

Dante Castro Arrasco. Cuentos


PEPEBOTAS


Quién le iba a decir a usted que ese hombre se buscaría su propio mal. Le llamábamos Pepebotas, aunque su nombre verdadero era José Peña. Ganadero que creció desde abajo y a punta de esfuerzo, habría sido feliz si no se hubiera atosigado de tanto orgullo. La vanidad pierde al hombre, eso es tan cierto como que me llamo Juan Cortez.

Una noche libábamos cerveza en la bodega de Ostolaza. Ese negocio sólo abría cuando le daba la gana al dueño de averiguar la vida de los prójimos. Y clientes éramos campesinos y ganaderos de cuesta abajo, porque cuesta arriba sólo verá el monte tupido, la maleza que nadie transita sino los monos. Hombres aburridos de la tranquilidad montubia, se reunían para recontarse las mismas anécdotas, intercambiar consejos del agro o terminar yéndose a los puños. No sirve sentarse ahí a tomar cuando el aguardiente ha venido fiero.

Pepebotas llegaba de vender ganado luciendo su último par de chuzos, tan nuevecitos que deslumbraban a la luz de la vela. Debajo de las mangas del pantalón se alzaban las cañas de botas vaqueras, iguales a las películas de pistoleros. Debía tener algo así como una docena de pares de botas tejanas, hechas a mano en las talabarterías de Lima o de Huancayo. Alguien dice por ahí que don Pepe fue un niño descalzo, que aprendió a odiar la pobreza y por eso se hizo rico y bien calzado.

Como el dinero vuelve soberbio al hombre, odiaba a quienes no podían hacerlo. Esa noche, mientras tomábamos escuchando sus consejos para el éxito, entró otro cliente. Será un gusto presentárselo: don Marcos Obregón, único campesino de cuesta arriba, quien alguna vez fue líder sindicalista de mineros en Cerro de Pasco, y aquí trató de hacer lo mismo sin éxito.

Dante Castro Arrasco
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Pepebotas odiaba a Obregón. Creía que los comunistas eran ociosos y envidiosos, así lo decía. Primero lo invitó a tomar, aunque se rehusara. Tanto insistió que el pasqueño creyó en sus buenas intenciones. ¿Por qué no confraternizar?, se habrá dicho a sí mismo, pensando ingenuamente en que los seres humanos podemos cambiar. Al poco rato, las bromas de Pepebotas fueron subiendo de tono.

––¿Sabes qué Obregón?... Ahora nada vales. ¿Dónde está tu izquierda de mentirosos y ladrones? Se fueron todos al tacho, nadie les cree. Y tú has terminado pobre, sin poderles dar a tus hijos lo que yo les doy a los míos.

––No hablemos de política, don Pepe. El alcohol es mal consejero para eso.

––Claro pues, qué vas a querer politiquear ahora. Te has pasado años prometiéndole a la gente lo mismo, diciendo que todos seríamos iguales. Ahora que a los comunistas se les cagó el pastel, no quieres hablar de política.

––La gente que mezcla trago y política, se apasiona fuerte. Es como el chofercito carretero que se emborracha...

––Lo que pasa es que los comunistas como tú son unos cobardes.

––No todos, don Pepe ––acoté––. Hay de los que guerrean con armas.

––¿Los terrucos, dices?... Ya no hay tampoco. Por aquí no vienen. Si Obregón fuera valiente, se haría terruco. Pero aquí está con la peor chacra, el más pobre de la región. Cobarde o fracasado, que es lo mismo.

––Me despido mejor  ––se levantó el aludido––. Ya empezamos a faltarnos el respeto.

Al principio creímos que se alzaba llevándose su sombra a otra parte. Pero Pepebotas se le fue encima a trompadas; luego lo pateó viéndolo caído en el fangal de afuera. Intervinimos para que no lo matara a golpes. Obregón tenía los pulmones podridos del aire viciado de los socavones, las piernas debilitadas por los años y la mala suerte. Era un abuso pegarle a ese hombre.

––Sírveme otra ronda, futuro subprefecto... Me gusta tomar con la gente trabajadora, no con ociosos ––estaba orgulloso de su hombría.

––Usted se sobrepasa, don Pepe... Ese varón a nadie le ha hecho daño.

––¿Y quién lo va a defender, carajo?... Con estas puntas de acero lo he pateado. ¿Alguien las quiere probar?

Señaló sus botas que habían perdido brillo con el barro y la sangre ajena. Una pena, le digo. Luego se dedicó a limpiarlas con un pañuelo tan bonito que no merecía ese oficio.

––A los terrucos los han abatido como a cuyes. Tengo amistades militares, políticos también, que los tranquilizo con una ternera. Ese es el verdadero orden, carajo. La ley de la vida está escrita con plata.

Contoneaba el cuerpo como quien da un discurso de tribuna. Tremendo hombre capaz de entropar a las reses más ariscas. Joven y bien cebado, no había entre nosotros quién le hiciera frente.

Al poco rato pasaron dos paisanos noticiándonos que los soldados andaban cerca. Ostolaza se puso de pie para cerrar el negocio.

––¿De qué te preocupas tú, futuro subprefecto?

––Con los milicos no me juego, don Pepe.

––Hágale caso ––dije––. A veces los cachacos cometen abusos.

––¿Abusos dices?... Ya les dije que tengo amistades en la capital de la provincia. Abusos cometen con los nadies o con los que tienen culpas que purgar.

––Con los que tienen culpas, es justicia.... Con los inocentes, es abuso.

––¿Por qué eres tan indio, tan huevón?... ¿Acaso no has servido en el ejército?

––Por lo mismo.

––Abusar de un don nadies, pasa. Si llegan, yo les hablaré. ¿Sí o no, mi futura autoridad? Te voy a hacer subprefecto moviendo influencias del gobierno.

Y llegaron en poco menos de rondas, ya cuando el alcohol estaba entorpeciéndonos los sentidos y Peña seguía invitando cigarros. Erizados costales de huesos salieron a ladrarles. Sentimos pasos de botas en el ripio del camino, rozar de uniformes gruesos y rastrillar de fusiles automáticos en la penumbra de la noche. Se me heló el espinazo.

––¡Adelante, servidores de la patria! ––gritó Peña enardecido.

Un sargento asomó saludando respetuosamente. Era bajo de estatura, serrano joven, con cara de haber servido poco tiempo. El fango de sus borceguíes contrastaba con el recuperado brillo de las botas vaqueras de Peña.

––¡Viva el ejército peruano!.... ¡Viva el Perú!

––Gracias, caballero... Sólo queremos interrumpirlos para pedirles un poquito de agua pa’ las cantimploras.

––¿Agua?.... Agua toman mis reses, muchacho. Sírveles cerveza a estos héroes que patrullan los montes. ¡Yo pago!

Ostolaza intercambiaba miradas con los demás parroquianos. No había oportunidad de irse por la insistencia de Peña y por la cerrada presencia de los cachacos.

––¿Cuántos son,  mi sargento? ––pregunté ofreciéndole el vaso y la botella. Gentilmente rechazó.

––¡Para invitarles, no se pregunta cuántos son, sino que vayan entrando! ¿Una caja es suficiente?

––Estamos en servicio, caballero. En otra oportunidad será.

Peña exigió que Ostolaza le entregara la caja y salió a encontrarlos. Afuera, una decena de sombras le dieron las buenas noches. Los perros, que habían dejado de ladrarles, se acercaban desconfiados para oler sus pantalones.

––Dice su jefe que en servicio no pueden tomar... ¿Es cierto?

––Bueno, amigo, por esta vez... consentiré el relajo.

––Así habla un oficial... Dime el nombre de tu superior para que te asciendan... Yo soy José Peña.

Destaparon botellas usando la doble uña de una bayoneta, como si estuvieran acostumbrados a eso. Los que habíamos servido, reconocimos esa maña de cuarteles.

––Mira, Ostolaza, estos jóvenes dan su vida para que tú sigas haciendo plata. Ellos combaten al terrorismo. ¿No es un orgullo brindarles cerveza?

––¿Hay todavía terroristas por aquí, mi estimado? ––preguntó el que llevaba insignias de cabo.

––Nunca he visto uno. Pero te puedo decir que hoy acabo de descojonar a un comunista. Detesto a esa especie de lacra, carajo. ¡Son unas mierdas!

Al escuchar la palabra “comunista”, los soldados intercambiaron miradas de sorpresa. Ostolaza y yo nos acercamos al eufórico Peña para advertirle.

––Señor Peña, no es justo lo que está haciendo. Va a perjudicarlo.

––¡Qué perjudicarlo!... ¿Te gustaría que te quiten tu propiedad para repartirla entre unos huevones?... Es lo que ha venido predicando ese cabrón desde que yo era mancebo.

––¿Y dónde se le puede encontrar a ese comunista, amigo?

––No estoy de acuerdo con lo que está haciendo, Peña. Por más que usted invite...

––Déjelo parir, oiga. No lo ataje ––me advirtió el cabo.

Las botellas seguían circulando entre la tropa. Pepe Peña volvió a enfangar sus botas nuevas saliendo al medio del camino para indicarles con detalle por qué sendero estaban los pagos del pasqueño Obregón. Todavía había luz en su cabaña. Tres soldados fueron comisionados para traerlo.

––Debe estarse curando la pateadura... ––murmuré–– ...Y ahora le van a colocar otra, hasta quitarle la vida.

––¿Viste? Así es como se hace, Ostolaza. Si todos colaborasen con el ejército, nunca prosperaría el terrorismo. Y hay que vigilar para que estos gramputas no vuelvan a surgir. ¡Salud, carajo!

Ya no hablábamos. Nos quedamos de testigos, para ver si con nuestra presencia podíamos impedir lo que iba a suceder. Al poco rato, traían mancornado al sufrido Obregón, que parecía resignado a su final.

––Ahora, pues, comunista de mierda, habla tus cojudeces. ¡Rebuzna carajo!

––Déjelo a nosotros, señor. No se haga mala sangre.

Los demás soldados se pusieron de pie. Eran de la misma estatura que Obregón.

––Amiguito.... ¿Cierto que eres terrorista?

Los soldados rieron de la ocurrente pregunta del sargento.

––Señor soldado.... nadies puede decirme terruco.... Yo, antes, sindicalista en Cerro de Pasco... sí señor... Jamás terrorista. Ahora sólo envejezco en el olvido. Me matarás injustamente...

––¿Y por qué este caballero te ha dado de trompadas?... ¿Ah?... ¿Por gusto?

––Por abuso nomás ha sido, señor... Nada le he hecho para que me ponga la cara así. ¿Qué culpa tengo yo?

––Y si me lo sueltan un ratito, vuelvo a sacarle la puta madre. ¡Basura humana!

––Tranquilo, amigo... Está aquí la fuerza armada para eso. Más bien invítenos otra rueda, si no es mucha confianza.

––Plata tengo... Y pago por ver.  Ostolaza, bájate una docena más.

Temíamos resultados harto conocidos. El personal de tropa se iba achispando mientras circulaba el único vaso de mano en mano. Cuando el tendero asomó con nuevas cervezas,
las preguntas se dirigían a Pepe Peña.

––Y usted, ¿por qué le ha pegado a este hombre?

––Carajo, eso ni se pregunta. Él mismo lo ha confesado.

––Le pegó por sus ideas subversivas, ¿no? ¿O es que acaso también agita a la gente?

––¿Este huevón? ––rió a mandíbula batiente––. Este ya no agita ni la cama de su mujer.

El sargento ordenó a sus subalternos que le llevaran aparte al prisionero. Un gran árbol de matapalo se erguía solemne al frente de la tienda, pasando la carretera. Hasta allí lo empujaron dejándolo a solas con el superior. Creímos que lo torturarían al pobre pasqueño. Mientras tanto, las botellas circulaban con rapidez,  vaciaban el vaso prontamente y estallaban rabiosas espumas contra las piedras.

––¿Qué estarán hablando? ––la curiosidad carcomía a Pepebotas.

––Lo que ha hecho usted, don Pepe, no tiene nombre. ¡Tanto rencor!

––¿Por qué no lo dejó dormir su pateadura a Obregón? Es un buen vecino.

––¡Mierda! Si parece que estuvieran confabulados con él. ¿No será que ustedes son también agitadores?

Callamos. De pronto nos pesaba hablar demás. El sargento regresó en medio de la oscuridad trajinando al prisionero del brazo.

––He interrogado al detenido. Tomaremos medidas...

––Al menos ya le habrá dado un buen susto ––dije––. Déjelo ir...

––Tómenle las medidas que quieran. Salud por la fuerza armada. ¡Viva el Perú!

––Antes de retirarnos, quiero brindar con usted, amigo Peña. Pero como acostumbramos a brindar nosotros. ¿Me permite?

––Por supuesto mis valientes. Brindemos al modo de los militares.

Los soldados se pusieron de pie empuñando sus fusiles mientras el sargento recibía la botella y el vaso recién vaciado por su anfitrión. Algunos avivaron el fuego de la fogata que antes prendieron al pie del camino.

––Quiero brindar con todos por nuestro padre fundador, José Gabriel Condorcanqui, por el Ejército Popular Tupacamarista, por el socialismo. ¡Viva el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru!

––¡Viva!

––¡Con Mariátegui!... ¡Y Guevara!

––¡El pueblo! ...¡Se prepara!

––¡Patria o muerte!

––¡Venceremos!

El rostro de Pepebotas empalideció. Quiso sonreír para celebrar la broma, pero no era tal. Mientras sus captores lo inmovilizaban de brazos y piernas, maldijo a la madre que tuvo la cortesía de parirlo.

––Cuelguen a este soplón en lo alto de ese árbol.

––¡Hijos de!... ¿Acaso no son soldados?

––¿Lo dices por los uniformes?... Se los quitamos a unos cadáveres que estarán mosqueándose allá lejos.

Y parecían acostumbrados a disponer de la vida ajena, porque en pocos segundos Peña pataleaba de asfixia con la garganta quebrada por una soga parecida a la que él usaba para domar reses. Cuando estuvo con la lengua amoratada y los ojos en blanco, uno de ellos pidió papel de despacho al tendero Ostolaza. Con corcho quemado, escribió el epitafio de Pepebotas: “Muerte a los soplones y abusivos”/ MRTA/ Túpac Amaru vive, vuelve, vencerá.

Le habían quitado diez mil soles, de los cuales nos obligaron a aceptar mil para cada uno. Al pobre Obregón, le dieron el doble que a nosotros en compensación de sus heridas. Y yo le puedo decir que nunca antes había visto, fuera del cine, balancearse un ahorcado con botas vaqueras: le faltaban las espuelas tintineando.  

La noche se los tragó entre el aullido fúnebre de los perros. Sólo se quedó Obregón contemplando al muerto a la luz de la luna amanecida. Un brillo cósmico le resplandecía en los ojos, como las chispas de la fogata que se negaba a apagarse en la orilla de la carretera.  

27/02/2001
6.30 am



Rabindranath Tagore. Ofrenda Lírica


48


El mañanero mar del silencio se que­bró en ondas de cantos de pájaros. Las flores estaban contentas junto al camino. Un tesoro de oro se derramó por entre las rajadas nubes. Pero nosotros seguía­mos a prisa nuestro camino, sin hacer caso.

No cantábamos nuestra alegría ni jugá­bamos; no nos llegamos a la aldea a comprar ni a vender; no hablábamos ni sonreíamos, ni nos parábamos a descan­sar. Íbamos más de prisa cada vez, con las horas.

Llegó el sol al cenit, y las tórtolas se arrullaron en la sombra; las hojas secas danzaron y volaron en el aire caliente del mediodía; el pastorcillo se adormiló a la sombra del baniano. Y yo me eché, orilla del agua, y estiré mi cuerpo rendi­do sobre la yerba.

Rabindranath Tagore
Ofrenda Lírica
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Mis compañeros me insultaron con desprecio y, erguidas las cabezas,  sin mirar atrás ni pararse un instante, siguie­ron afanosos y se perdieron en la bru­mosa lejanía azul. Cruzaron prados y colinas, pasaron extraños países distan­tes...

¡Sea tuyo todo el honor, escuadrón heroico del sendero interminable! Tu mofa y tu reproche me tentó a levantar­me; pero yo no respondí; me di por bien perdido en la cima de mi alegre humilla­ción, a la sombra de una vaga felicidad.

La paz de la verde sombra, que el sol recamaba, se tendió lenta sobre mi cora­zón. Olvidé el porqué de mi viaje y per­dí, sin lucha, mi pensamiento en un laberinto de sombras y canciones.

Y cuando salí de mi sueño, mis ojos abiertos te vieron ante mí, anegando mi sueño en tu sonrisa. ¿Cómo había yo pensado que era largo y penoso el cami­no, que no era necesario luchar tanto para alcanzarte?


miércoles, 28 de noviembre de 2012

Juan Bosch. Cuentos escritos en el exilio


LA NOCHEBUENA DE ENCARNACIÓN MENDOZA


Con su sensible ojo de prófugo Encarnación Mendoza había distinguido el perfil de un árbol a veinte pasos, razón por la cual pensó que la noche iba a decaer. Anduvo acertado en su cálculo; donde empezó a equivocarse fue al sacar conclusiones de esa observación. Pues como el día se acercaba era de rigor buscar escondite, y él se preguntaba si debía internarse en los cerros que tenía a su derecha o en el cañaveral que le quedaba a la izquierda. Para su desgracia, escogió el cañaveral. Hora y media más tarde el sol del día 24 alumbraba los campos y calentaba ligeramente a Encarnación Mendoza, que yacía bocarriba tendido sobre hojas de caña.

A las siete de la mañana los hechos parecían estar sucediéndose tal como había pensado el fugitivo; nadie había pasado por las trochas cercanas. Por otra parte la brisa era fresca y tal vez llovería, como casi todos los años en Nochebuena. Y aunque no lloviera los hombres no saldrían de la bodega, donde estarían desde temprano consumiendo ron, hablando a gritos y tratando de alegrarse como lo mandaba la costumbre. En cambio, de haber tirado hacia los cerros no podría sentirse tan seguro. Él conocía bien el lugar; las familias que vivían en las hondonadas producían leña, yuca y algún maíz. Si cualquiera de los hombres que habitaban los bohíos de por allí bajaba aquel día para vender bastimentos en la bodega del batey y acertaba a verlo, estaba perdido. En leguas a la redonda no había quien se atreviera a silenciar el encuentro. Jamás sería perdonado el que encubriera a Encarnación Mendoza; y aunque no se hablaba del asunto todos los vecinos de la comarca sabían que aquel que le viera debía dar cuenta inmediata al puesto de guardia más cercano.

Empezaba a sentirse tranquilo Encarnación Mendoza, porque tenía la seguridad de que había escogido el mejor lugar para esconderse durante el día, cuando comenzó el destino a jugar en su contra.

Pues a esa hora la madre de Mundito pensaba igual que el prófugo: nadie pasaría por las trochas en la mañana, y si Mundito apuraba el paso haría el viaje a la bodega antes de que comenzaran a transitar los caminos los habituales borrachos del día de Nochebuena. La madre de Mundito tenía unos cuantos centavos que había ido guardando de lo poco que cobraba lavando ropa y revendiendo gallinas en el cruce de la carretera, que le quedaba al poniente, a casi medio día de marcha. Con esos centavos podía mandar a Mundito a la bodega para que comprara harina, bacalao y algo de manteca. Aunque lo hiciera pobremente, quería celebrar la Nochebuena con sus seis pequeños hijos, siquiera fuera comiendo frituras de bacalao.

Juan Bosch
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El caserío donde ellos vivían ––del lado de los cerros, en el camino que dividía los cañaverales de las tierras incultas–– tendría catorce o quince malas viviendas, la mayor parte techadas de yaguas. Al salir de la suya, con el encargo de ir a la bodega, Mundito se detuvo un momento en medio del barro seco por donde en los días de zafra transitaban las carretas cargadas de caña. Era largo el trayecto hasta la bodega. El cielo se veía claro, radiante de luz que se esparcía sobre el horizonte de cogollos de caña; era grata la brisa y dulcemente triste el silencio. ¿Por qué ir solo, aburriéndose de caminar por trochas siempre iguales? Durante diez segundos Mundito pensó entrar al bohío vecino, donde seis semanas antes una perra negra había parido seis cachorros. Los dueños del animal habían regalado cinco, pero quedaba uno “para amamantar a la madre”, y en él había puesto Mundito todo el interés que la falta de ternura había acumulado en su pequeña alma. Con sus nueve años cargados de precoz sabiduría, el niño era consciente de que si llevaba al cachorrillo tendría que cargarlo casi todo el tiempo, porque no podría hacer tanta distancia por sí solo. Mundito sentía que esa idea casi le autorizaba a disponer del perrito. De súbito, sin pensarlo, corrió hacia la casucha gritando:

—¡Doña Ofelia, empréstame a Azabache, que lo voy a llevar allí!

Oyéranle o no, ya él había pedido autorización, y eso bastaba. Entró como un torbellino, tomó el animalejo en brazos y salió corriendo, a toda marcha, hasta que se perdió a lo lejos. Y así empezó el destino a jugar en los planes de Encarnación Mendoza.

Porque ocurrió que cuando, poco antes de las nueve, el niño Mundito pasaba frente al tablón de caña donde estaba escondido el fugitivo, cansado, o simplemente movido por esa especie de indiferencia por lo actual y curiosidad por lo inmediato que es privilegio de los animales pequeños, Azabache se metió en el cañaveral. Encarnación Mendoza oyó la voz del niño ordenando al perrito que se detuviera. Durante un segundo temió que el muchacho fuera la avanzada de algún grupo. Estaba clara la mañana. Con su agudo ojo de prófugo, él podía ver hasta donde se lo permitía el barullo de tallos y hojas. Allí, al alcance de su mirada, no estaba el niño. Encarnación Mendoza no tenía pelo de tonto. Rápidamente calculó que si lo hallaban atisbando era hombre perdido; lo mejor sería hacerse el dormido, dando la espalda al lado por donde sentía el ruido. Para mayor seguridad, se cubrió la cara con el sombrero.

El negro cachorrillo correteó, jugando con las hojas de caña, pretendiendo saltar, torpe de movimientos, y cuando vio al fugitivo echado empezó a soltar diminutos y graciosos ladridos. Llamándolo a voces, y gateando para avanzar, Mundito iba acercándose cuando de pronto quedó paralizado: había visto al hombre. Pero para él no era simplemente un hombre sino algo imponente y terrible; era un cadáver. De otra manera no se explicaba su presencia allí y mucho menos su postura. El terror le dejó frío. En el primer momento pensó huir, y hacerlo en silencio para que el cadáver no se diera cuenta. Pero le parecía un crimen dejar a Azabache abandonado, expuesto al peligro de que el muerto se molestara con sus ladridos y lo reventara apretándolo con las manos. Incapaz de irse sin el animalito e incapaz de quedarse allí, el niño sentía que desfallecía. Sin intervención de su voluntad levantó una mano, fija la mirada en el difunto, temblando, mientras el perrillo reculaba y lanzaba sus pequeños ladridos. Mundito estaba seguro de que el cadáver iba a levantarse de momento. En su miedo, pretendió adelantarse al muerto; pegó un salto sobre el cachorrillo, al cual agarró con nerviosa violencia por el pescuezo, y a seguidas, cabeceando contra las cañas, cortándose el rostro y las manos, impulsado por el terror, ahogándose, echó a correr hacia la bodega. Al llegar allí, a punto de desfallecer por el esfuerzo y el pavor, gritó señalando hacia el lejano lugar de su aventura:

—¡En la Colonia Adela hay un hombre muerto!

A lo que un vozarrón áspero respondió gritando:

—¿Qué tá diciendo ese muchacho?

Y como era la voz del sargento Rey, jefe de puesto del Central, obtuvo el mayor interés de parte de los presentes así como los datos que solicitó del muchacho.

El día de Nochebuena no podía contarse con el juez de La Romana para hacer el levantamiento del cadáver, pues debía andar por la Capital disfrutando sus vacaciones de fin de año. Pero el sargento era expeditivo: quince minutos después de haber oído a Mundito el sargento Rey iba con dos números y diez o doce curiosos hacia el sitio donde yacía el presunto cadáver. Eso no había entrado en los planes de Encarnación Mendoza.

El propósito de Encarnación Mendoza era pasar la Nochebuena con su mujer y sus hijos. Escondiéndose de día y caminando de noche había recorrido leguas y leguas, desde las primeras estribaciones de la Cordillera, en la provincia del Seybo, rehuyendo todo encuentro y esquivando bohíos, corrales y cortes de árboles o quema de tierras. En toda la región se sabía que él había dado muerte al cabo Pomares, y nadie ignoraba que era hombre condenado donde se le encontrara. No debía dejarse ver de persona alguna, excepto de Nina y de sus hijos. Y los vería sólo una hora o dos, durante la Nochebuena. Tenía ya seis meses huyendo, pues fue el día de San Juan cuando ocurrieron los hechos que costaron la vida al cabo Pomares.

Necesariamente debía ver a su mujer y a sus hijos. Era un impulso bestial el que le empujaba a ir, una fuerza ciega a la cual no podía resistir. Con todo y ser tan limpio de sentimientos, Encarnación Mendoza comprendía que con el deseo de abrazar a su mujer y de contarles un cuento a los niños iba confundida una sombra de celos. Pero además necesitaba ver la casucha, la luz de la lámpara iluminando la habitación donde se reunían cuando él volvía del trabajo y los muchachos le rodeaban para que él los hiciera reír con sus ocurrencias. El cuerpo le pedía ver hasta el sucio camino, que se hacía lodazal en los tiempos de lluvia. Tenía que ir o se moriría de una pena tremenda.

Encarnación Mendoza estaba acostumbrado a hacer lo que deseaba; nunca deseaba nada malo y se respetaba a sí mismo. Por respeto a sí mismo sucedió lo del día de San Juan, cuando el cabo Pomares le faltó pegándole en la cara, a él, que por no ofender no bebía y que no tenía más afán que su familia. Sucediera lo que sucediera, y aunque el mismo Diablo hiciera oposición, Encarnación Mendoza pasaría la Nochebuena en su bohío. Sólo imaginar que Nina y los muchachos estarían tristes, sin un peso para celebrar la fiesta, tal vez llorando por él, le partía el alma y le hacía maldecir de dolor.

Pero el plan se había enredado algo. Era cosa de ponerse a pensar si el muchacho hablaría o se quedaría callado. Se había ido corriendo, a lo que pudo colegir Encarnación por la rapidez de los pasos, y tal vez pensó que se trataba de un peón dormido. Acaso hubiera sido prudente alejarse de allí, meterse en otro tablón de caña. Sin embargo valía la pena pensarlo dos veces, porque si tenía la fatalidad de que alguien pasara por la trocha de ida o de vuelta, y le veía cruzando el camino y le reconocía, era hombre perdido. No debía precipitarse; ahí, por de pronto, estaba seguro. A las nueve de la noche podría salir, caminar con cautela orillando los cerros, y estaría en su casa a las once, tal vez a las once y un cuarto. Sabía lo que iba a hacer; llamaría por la ventana de la habitación en voz baja y le diría a Nina que abriera, que era él, su marido. Ya le parecía estar viendo a Nina con su negro pelo caído sobre las mejillas, los ojos oscuros y brillantes, la boca carnosa, la barbilla saliente. Ese momento de la llegada era la razón de ser de su vida; no podía arriesgarse a ser cogido antes. Cambiar de tablón en pleno día era correr riesgo. Lo mejor sería descansar, dormir.

Despertó al tropel de pasos y a la voz del niño que decía:

—Taba ahí, sargento.

—¿Pero en cuál tablón; en ése o en el de allá?

—En ése ––aseguró el niño.

“En ése” podía significar que el muchacho estaba señalando hacia el que ocupaba Encarnación, hacia uno vecino o hacia el de enfrente. Porque a juzgar por las voces y el sargento se hallaban en la trocha, tal vez en un punto intermedio entre varios tablones de caña. Dependía de hacia dónde estaba señalando el niño cuando decía “ése.” La situación era realmente grave, porque de lo que no había duda era de que ya había gente localizando al fugitivo. El momento, pues, no era de dudar, sino de actuar. Rápido en la decisión, Encarnación Mendoza comenzó a gatear con suma cautela, cuidándose de que el ruido que pudiera hacer se confundiera con el de las hojas del cañaveral batidas por la brisa. Había que salir de allí pronto, sin perder un minuto. Oyó la áspera voz del sargento:

—¡Métase por ahí, Nemesio, que yo voy por aquí! ¡Usté, Solito, quédese por aquí!

Se oían murmullos y comentarios. Mientras se alejaba, agachado, con paso felino, Encarnación podía colegir que había varios hombres en el grupo que le buscaba. Sin duda las cosas estaban poniéndose feas.

Feas para él y feas para el muchacho, quienquiera que fuese. Porque cuando el sargento Rey y el número Nemesio Arroyo recorrieron el tablón de caña en que se habían metido, maltratando los tallos más tiernos y cortándose las manos y los brazos, y no vieron cadáver alguno, empezaron a creer que era broma lo del hombre muerto en la Colonia Adela.

—¿Tú ta seguro que fue aquí, muchacho? ––preguntó el sargento.

—Sí, aquí era ––afirmó Mundito, bastante asustado ya.

—Son cosa de muchacho, sargento; ahí no hay nadie ––terció el número Arroyo.

El sargento clavó en el niño una mirada fija, escalofriante, que lo llenó de pavor.

—Mire, yo venía por aquí con Azabache ––empezó a explicar Mundito–– y lo diba corriendo asina ––lo cual dijo al tiempo que ponía el perrito en el suelo––, y él cogió y se metió ahí.

Pero el número Solito Ruiz interrumpió la escenificación de Mundito preguntando:

—¿Cómo era el muerto?

—Yo no le vide la cara ––dijo el niño, temblando de miedo–; solamente le vide la ropa. Tenía un sombrero en la cara. Taba asina, de lao…

—¿De qué color era el pantalón? ––inquirió el sargento.

—Azul, y la camisa como amarilla, y tenía un sombrero negro encima de la cara…

Pero el pobre Mundito apenas podía hablar; se hallaba aterrorizado, con ganas de llorar. A su infantil idea de las cosas, el muerto se había ido de allí sólo para vengarse de su denuncia y hacerlo quedar como un mentiroso. Seguramente en la noche le saldría en la casa y lo perseguiría toda la vida.

De todas maneras, supiéralo o no Mundito, en ese tablón de cañas no darían con el cadáver. Encarnación Mendoza había cruzado con sorprendente celeridad hacia otro tablón, y después hacia otros más; y ya iba atravesando la trocha para meterse en un tercero cuando el niño, despachado por el sargento, pasaba corriendo, con el perrillo bajo el brazo. Su miedo lo paró en seco al ver el dorso y una pierna del difunto que entraban en el cañaveral. No podía ser otro, dado que la ropa era la que había visto por la mañana.

—¡Ta aquí, sargento; ta aquí! ––gritó señalando hacia el punto por donde se había perdido el fugitivo––. ¡Dentró ahí!

Y como tenía mucho miedo siguió su carrera hacia su casa, ahogándose, lleno de lástima consigo mismo por el lío en que se había metido. El sargento, y con él los soldados y curiosos que le acompañaban, se habían vuelto al oír la voz del chiquillo.

—Cosa de muchacho ––dijo calmosamente Nemesio Arroyo.

Pero el sargento, viejo en su oficio, era suspicaz:

—Vea, algo hay. ¡Rodiemo ese tablón di una ve! ––gritó.

Y así empezó la cacería, sin que los cazadores supieran qué pieza perseguían.

Era poco más de media mañana. Repartidos en grupos, cada militar iba seguido de tres o cuatro peones, buscando aquí y allá, corriendo por las trochas, todos un poco bebidos y todos excitados. Lentamente, las pequeñas nubes azul oscuro que descansaban al ras del horizonte empezaron a crecer y a ascender cielo arriba. Encarnación Mendoza sabía ya que estaba más o menos cercado. Sólo que a diferencia de sus perseguidores ––que ignoraban a quién buscaban––, él pensaba que el registro del cañaveral obedecía al propósito de echarle mano y cobrarle lo ocurrido el día de San Juan.

Sin saber a ciencia cierta dónde estaban los soldados, el fugitivo se atenía a su instinto y a su voluntad de escapar; y se corría de un tablón a otro, esquivando el encuentro con los soldados. Estaba ya a tanta distancia de ellos que si se hubiera quedado tranquilo hubiese podido esperar hasta el oscurecer sin peligro de ser localizado. Pero no se hallaba seguro y seguía pasando de tablón a tablón. Al cruzar una trocha fue visto de lejos, y una voz proclamó a todo pulmón:

—¡Allá va, sargento, allá va; y se parece a Encarnación Mendoza!

¡Encarnación Mendoza! De golpe todo el mundo quedó paralizado ¡Encarnación Mendoza!

—¡Vengan! ––demandó el sargento a gritos; y a seguidas echó a correr, el revólver en la mano, hacia donde señalaba el peón que había visto al prófugo.

Era ya cerca de mediodía, y aunque los crecientes nubarrones convertían en sofocante y caluroso el ambiente, los cazadores del hombre apenas lo notaban; corrían y corrían, pegando voces, zigzagueando, disparando sobre las cañas. Encarnación se dejó ver sobre una trocha distante, sólo un momento, huyendo con la velocidad de una sombra fugaz, y no dio tiempo al número Solito Ruiz para apuntarle su fusil.

—¡Que vaya uno al batey y diga de mi parte que me manden do número!   ––ordenó a gritos el sargento.

Nerviosos, excitados, respirando sonoramente y tratando de mirar hacia todos los ángulos a un tiempo, los perseguidores corrían de un lado a otro dándose voces entre sí, recomendándose prudencia cuando alguno amagaba meterse entre las cañas.

Pasó el mediodía. Llegaron no dos, sino tres números y como nueve o diez peones más; se dispersaron en grupos y la cacería se extendió a varios tablones. A la distancia se veían pasar de pronto un soldado y cuatro o cinco peones, lo cual entorpecía los movimientos, pues era arriesgado tirar si gente amiga estaba al otro extremo. Del batey iban saliendo hombres y hasta alguna mujer; y en la bodega no quedó sino el dependiente, preguntando a todo hijo de Dios que cruzaba si “ya lo habían cogido.”

Encarnación Mendoza no era hombre fácil. Pero a eso de las tres, en el camino que dividía el cañaveral de los cerros, esto es, a más de dos horas del batey, un tiro certero le rompió la columna vertebral al tiempo que cruzaba para internarse en la maleza. Se revolcaba en la tierra, manando sangre, cuando recibió catorce tiros más, pues los soldados iban disparándole a medida que se acercaban. Y justamente entonces empezaban a caer las primeras gotas de la lluvia que había comenzado a insinuarse a media mañana.

Estaba muerto Encarnación Mendoza. Conservaba las líneas del rostro, aunque tenía los dientes destrozados por un balazo de máuser. Era día de Nochebuena y él había salido de la Cordillera a pasar la Nochebuena en su casa, no en el batey, vivo o muerto. Comenzaba a llover, si bien por entonces no con fuerza. Y el sargento estaba pensando algo. Si él sacaba el cadáver a la carretera, que estaba hacia el poniente, podía llevarlo ese mismo día a Macorís y entregarle ese regalo de Pascuas al capitán; si lo llevaba al batey tendría que coger allí un tren del ingenio para ir a La Romana, y como el tren podría tardar mucho en salir llegaría a la ciudad tarde en la noche, tal vez demasiado tarde para trasladarse a Macorís. En la carretera las cosas son distintas; pasan con frecuencia vehículos y él podría detener un automóvil, hacer bajar la gente y meter el cadáver o subirlo sobre la carga de un camión.

—¡Búsquese un caballo ya memo que vamo a sacar ese vagabundo a la carretera! ––dijo dirigiéndose al que tenía más cerca.

No apareció caballo sino burro; y eso, pasadas ya las cuatro, cuando el aguacero pesado hacía sonar sin descanso los sembrados de caña. El sargento no quería perder tiempo. Varios peones, estorbándose los unos a los otros, colocaron el cadáver atravesado sobre el asno y lo amarraron como pudieron. Seguido por dos soldados y tres curiosos, a los que escogió para que arrearan el burro, el sargento ordenó la marcha bajo la lluvia.

No resultó fácil el camino. Tres veces, antes de llegar al primer caserío, el muerto resbaló y quedó colgando bajo el vientre del asno. Este resoplaba y hacía esfuerzos para trotar entre el barro, que ya empezaba a formarse. Cubiertos sólo con sus sombreros de reglamento al principio, los soldados echaron mano a pedazos de yaguas, de hojas grandes arrancadas a los árboles, o se guarecían en el cañaveral de rato en rato, cuando la lluvia arreciaba más. La lúgubre comitiva anduvo sin cesar, la mayor parte del tiempo en silencio aunque de momento la voz de un soldado comentaba:

—Vea ese sinvergüenza.

O simplemente aludía al cabo Pomares, cuya sangre había sido al fin vengada.

Oscureció del todo, sin duda más temprano que de costumbre por efectos de la lluvia; y con la oscuridad el camino se hizo más difícil, razón por la cual la marcha se tornó lenta. Serían más de las siete, y apenas llovía entonces, cuando uno de los peones dijo:

—Allá se ve una lucecita.

—Sí, del caserío ––explicó el sargento; y al instante urdió un plan del que se sintió enormemente satisfecho.

Pues al sargento no le bastaba la muerte de Encarnación Mendoza. El sargento quería algo más. Así, cuando un cuarto de hora después se vio frente a la primera casucha del lugar, ordenó con su áspera voz:

—Desamarren ese muerto y tírenlo ahí adentro, que no podemo seguir mojándono.

Decía esto cuando la lluvia era tan escasa que parecía a punto de cesar; y al hablar observaba a los hombres que se afanaban en la tarea de librar el cadáver de cuerdas. Cuando el cuerpo estuvo suelto llamó a la puerta de una casucha justo a tiempo para que la mujer que salió a abrir recibiera sobre los pies, tirado como el de un perro, el cuerpo de Encarnación Mendoza. El muerto estaba empapado en agua, sangre y lodo, y tenía los dientes destrozados por un tiro, lo que le daba a su rostro antes sereno y bondadoso la apariencia de estar haciendo una mueca horrible.

La mujer miró aquella masa inerte; sus ojos cobraron de golpe la inexpresiva fijeza de la locura; y llevándose una mano a la boca comenzó a retroceder lentamente, hasta que a tres pasos paró y corrió desolada sobre el cadáver al tiempo que gritaba:

—¡Ay m’shijo, m’shijo; se han quedao guérfano… han matao a Encarnación!

Espantados, atropellándose, los niños salieron de la habitación, lanzándose a las faldas de la madre.

Entonces se oyó una voz infantil en la que se confundían llanto y horror:

—¡Mama, mi mama! ¡Ese fue el muerto que yo vide hoy en el cañaveral!