sábado, 17 de noviembre de 2012

Iván S. Turguéniev. Relatos de un cazador


LOS CANTORES RUSOS


La aldehuela de Kolotova era, en otro tiempo, propiedad de una anciana, a quien le habían puesto el sobrenombre de La Esquiladora, debido a su carácter ávido y de empresa. Ahora pertenecía a un alemán de Petersburgo. Construida sobre un montículo, la atraviesa un horrible barranco que forma el medio de la calle. Las aguas de la primavera y del otoño se juntan en la concavidad del barranco y separan el caserío en dos partes próximas, pero muy diferentes. No se puede echar un puentecillo sobre tal especie de río, cuyo lecho de arcilla está encajado a gran profundidad.

Aunque el aspecto del paraje nada tiene de agradable, no hay habitante de los alrededores que no conozca la aldea y no venga con frecuencia a ella.

Al comienzo del barranco hay una casita aislada de la población. Una chimenea remata su techo de paja; tiene una sola ventana, que se abre hacia el lado del barranco, y en el invierno, cuando la luz de adentro pasa a través de sus cristales, parece un ojo de miradas penetrantes.

Se la ve desde lejos. Sirve a guisa de estrella conductora a los viajeros cuando hay niebla y tiempo brumoso.

Esta isba no es otra cosa que una taberna, o un prytinni, como dicen en el país. Encima de la puerta hay una tabla pintada de azul. El aguardiente que allí se despacha, aunque tan caro como en cualquier parte, es el artículo más acreditado en toda la región, y por eso el propietario, Nicolái Ivanitch, siempre tiene muchos clientes.

Es un hombre forzudo, de mejillas frescas y coloradas. Ahora está algo grueso, sus cabellos blanquean y los rasgos de su cara están hinchados por la grasa. Pero conserva un aire de gran
benevolencia.

Hace más de veinte años que habita en el caserío. Es muy listo y posee el don de atraer a los parroquianos, sin gastar nunca amabilidades extraordinarias.

Iván S. Turguéniev
Relatos de un cazador
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Le gusta a la gente estarse allí, bajo su mirada paternal y cortés. Tiene finura, es escrutador, conoce a fondo a cuantos le rodean y la vida que llevan. Pero nunca se daría a repartir censuras y halagos. Permanece tranquilamente a la sombra, detrás de su mostrador. Cuando la taberna está vacía, se sienta a la puerta y traba conversación con los transeúntes. Ha visto y observado mucho. ¡Conoció a tantos gentileshombres que venían a proveerse de aguardiente en su casa! ¡Cuántos se han arruinado! ¡Cuántos han muerto! Las autoridades civiles le respetan y el stanovoi nunca pasa delante de su isba sin entrar a saludarle. Verdad que se le deben servicios. Hace algún tiempo detuvo a un ladrón y le obligó a devolver lo que había.

Es casado. Su mujer, delgada y flacucha como era, ha engrosado. Supo merecer la entera confianza de su marido y éste le deja llaves y cuidado del negocio, y ella sabe hacerse temer tanto como Nicolái. Tienen hijos todavía pequeños, pero ya inteligentes y astutos, como lo denuncia su cierto aspecto de zorros.

Un día, al empezar la tarde, caminaba yo por lo alto del barranco. Era el mes de julio y hacía un calor tórrido. Volaba en los aires un polvo blanco que sofocaba.

Los cuervos, erizadas las plumas, entreabierto el pico, parecían implorar caridad. Solamente los gorriones no dejaban su griterío y se perseguían piando con la vivacidad de siempre.

Me moría de sed. No tienen pozo los habitantes de esta aldea. Se conforman con el agua barrosa de un estanque cercano. A mí este limo me repugnaba y decidí pedir a Nicolái un vaso de kvass o de cerveza.

Sí, como dije, nunca es atrayente el aspecto de la aldea, durante el verano resulta absolutamente espantoso; la deslumbradora claridad del sol hace resaltar toda la fealdad de estos techos de paja. El barranco profundo, una plazuela quemada por el sol y donde se ven algunas gallinas héticas; luego el estanque negro, bordeado de lodo por un lado, y en el otro un dique en ruinas; y más lejos un ribazo donde un rebaño de ovejas busca una brizna de pasto.

Entré en la aldea. Me miraban los chiquillos con aire de asombro. Sus ojos se dilataban para verme mejor y los perros ladraban en todas las puertas. Minutos después llegaba al prytinni.

Un campesino alto salió a la puerta. Estaba sin sombrero y retenía su capa de frisa un grueso cinturón. Su cara era flaca y una espesa cabellera gris dominaba su frente arrugada; llamaba a alguien y no parecía del todo dueño de sí, indicio cierto de abundantes libaciones.

—¡Ven! —gritaba con voz ronca y realzando las espesas cejas—. Parecería que no puedes arrastrarte siquiera. ¡Vamos, hermano, pronto!

El hombre a quien se dirigía era pequeño, rechoncho y cojo. Venía por el lado derecho de la isba. Llevaba una larga túnica bastante limpia, un bonete muy puntiagudo, encasquetado, lo que le daba una expresión maliciosa. Una perpetua sonrisa, fina y amable, vagaba constantemente en sus labios.

—¡Voy, querido! —dijo acercándose a la taberna—. ¿Por qué me llamas? ¿Qué ocurre?

—¡Ah!, ¿qué puede hacerse en una taberna, amigo? Hay gente que te espera: Iacka El Turco, Diki Barin y el capataz de Jisdra. Han apostado un cuarto de cerveza a ver quién canta mejor.

—Iacka va a cantar —dijo el recién llegado, es decir, Morgach.

—¿Verdad, hermano? ¿No será molestarse en vano?

—No —dijo el otro, Obaldoni—, cantarán. Hay una apuesta.

—Entremos, entonces —y agachándose pasaron el umbral de la taberna.

Esta conversación me interesó, porque había oído hablar de Iacka El Turco como de un gran cantor. Quise juzgar por mí mismo, alargué el paso y entré en la isba.

No han entrado muchas personas en una taberna de aldea. Tal vez los cazadores las conozcan porque en todas partes se meten.

Esta clase de establecimientos se componen, ordinariamente, de una entrada oscura. Luego hay una espaciosa pieza dividida por un tabique. Nunca los clientes franquean esta separación, en la que se ha practicado una abertura que permite ver lo que sucede al otro lado. Hay una larga mesa de encina, y sobre esta especie de mostrador el dueño del prytinni sirve las bebidas. Detrás del tabique se ven las chtofs cuidadosamente tapadas. En la parte donde están los parroquianos no hay, generalmente, más que algunas barricas vacías, un banco y una mesa. Y suspendidas en la pared unas groseras lubotchnyas.

Mucha gente estaba ya reunida cuando llegué. Nicolái estaba detrás del mostrador, con su aire regocijado, y servía aguardiente a los que iban entrando.

En medio de la pieza estaba Iacka El Turco, hombre de unos veinticinco años, pálida y flaca la cara, de cuerpo delgado y largo. No parecía gozar de buena salud. Sus salientes pómulos, mejillas sumidas y ojos grises, denunciaban un alma apasionada.

Presa de una enorme emoción, temblaban todos sus miembros y su respiración era desigual. Le dominaba la idea de que iba a cantar en público. A su lado había un hombre de más o menos cuarenta años, alto y fuerte. Todo lo contrario de Iacka, sus anchas espaldas hacían juego con sus brazos nerviosos y fuertes. Algo cobrizo el cutis, como el de los tártaros. A primera vista su semblante parecía cruel, pero luego se advertía cierta dulzura reflexiva. Rara vez levantaba los ojos y entonces echaba una ojeada a su alrededor, como un toro bajo el yugo. Su vieja levita parecía raspada, de tan usada, y la corbata era ya una simple hilacha. Así era el llamado Diki Barin por Obaldoni. Frente a ellos estaba sentado el capataz de Jisdra, el rival de Iacka.

Éste era un hombre de estatura mediana, bien formado. Tenía cara cenceña, crespos los cabellos, nariz levantada, era ojizarco y sedosa su barba. Hablaba poco, tenía las manos bajo las piernas, movía un pie, después el otro; y llamaba así la atención sobre sus botas coloradas y sin elegancia. Llevaba un armiak de tela gris sobre una camisa roja ceñida al cuello.

A través de la ventana penetraban pocos rayos de sol. Pero eran tales, en la isba, la oscuridad y la humedad, que no se advertía aquella luz.

El calor sofocante del mes de julio se transformaba allí en una atmósfera de frescura húmeda que le envolvía a uno como en una nube.

Mi llegada molestó al principio a los parroquianos de Nicolái. Pero como vieron que éste me saludaba, todos se inclinaron.

Fui a sentarme en un rincón, al lado de un campesino andrajoso.

—¡Vamos! —gritó Obaldoni, después de haber vaciado de un sorbo su copa de aguardiente. Y añadió algunas palabras extrañas—. ¿Por qué no se comienza? ¿Qué dices, Iacka?

—Sí, empezad —dijo Nicolái.

—Eso quiero yo —dijo el capataz de Jisdra. Y sonrió con suficiencia.

—Yo también —respondió Iacka—. Empecemos en seguida.

—¡Vamos, hijos! —dijo Morgach con voz de falsete—. Hay que comenzar.

—¡Ya es tiempo! —exclamó Diki Barin. Iacka se estremeció.

El capataz, poniéndose en pie, tosió para tomar aplomo. Y preguntó a Diki Barin con voz alterada:

—¿Quién ha de cantar primero?

—¡Tú, hermano, tú! —le gritaron al capataz. Movió éste los hombros y miró hacia el techo, callado, con actitud inspirada. Diki Barin propuso:

—Que se eche a la suerte y se ponga el cuartillo de cerveza en la mesa.

Nicolái se agachó, levantó del suelo la medida indicada y la puso en el mostrador.

Diki Barin, mirando a Iacka, lo interpeló:

—¿Pues bien?...

El joven se hurgó los bolsillos, sacó un kopeck y le hizo una marca. El capataz extrajo una linda bolsa de cuero y sacó una moneda nueva y ambas piezas se echaron en el mísero casquete de Iacka.

Morgach metió la mano en el casquete y sacó la moneda del capataz. Suspiró la asamblea; al fin se empezaría.

—¿Qué voy a cantar?

—Lo que tú quieras —se le replicó—. Nosotros vamos a juzgar honradamente.

—Permítaseme toser un poco, para aclararme la voz.

—¡Acabemos, acabemos! —gritó la asamblea—. ¡Despáchate!

El paciente miró hacia arriba, suspiró, removió las espaldas y dio algunos pasos hacia adelante. Antes de relatar la lucha entre ambos cantores, conviene conocer el carácter y los hábitos de los personajes que principalmente intervenían en la escena.

A Obaldoni, cuyo verdadero nombre era Evgraf Ivanof, le llamaban así los campesinos debido a su aire insignificante y siempre alterado. Era un picarón, un dvoroni despedido por su amo y que, sin un centavo en el bolsillo, se arreglaba para llevar una vida alegre. Tenía amigos, decía él, que le proveían de té y de aguardiente. Cosa falsa, porque Obaldoni no era de trato tan agradable que se le pudiese hacer regalos. Más bien fastidiaba con su charla continua, su familiaridad confianzuda y sus risotadas nerviosas. No sabía cantar ni bailar, nunca salió de su boca una palabra inteligente, y en las reuniones los campesinos estaban acostumbrados a verle y soportarle como un mal inevitable. Solamente Diki Barin tenía sobre él alguna influencia.

Nada se parecía Morgach a su camarada. Le habían puesto injustamente ese nombre, ya que no guiñaba los ojos. Bien es verdad que en Rusia hay tanta inclinación a poner apodos que no siempre resultan exactos.

Pese a todas mis investigaciones enderezadas a conocer el pasado de este hombre, ciertos períodos de su vida me son absolutamente desconocidos y no creo que los habitantes del país tengan más noticias que yo. Supe que había sido en otro tiempo cochero de una anciana señora y se había escapado con el par de caballos que le habían confiado. No se avino a los fastidios de la vida errante y al cabo de un año volvió todo maltrecho a echarse a los pies de su ama. Varios años de vida ejemplar hicieron olvidar su falta y hasta concluyó por congraciarse de nuevo la voluntad de la anciana, y ésta lo hizo su intendente. Después de morir su ama, se halló, no se sabe cómo, emancipado de la servidumbre, inscrito entre los burgueses. Se convirtió en colono, comerció, y al poco tiempo tenía una pequeña fortuna. Es hombre de gran experiencia, que sólo obra por cálculo y en beneficio propio. Es circunspecto y audaz como el zorro, parlanchín como una vieja. Nunca dice una palabra de más, pero hace decir a los otros lo que éstos hubiesen querido callar. No remeda a los imbéciles como hacen otros. Su mirada fina y penetrante sabe verlo todo sin dejarlo translucir. Es un verdadero observador. Cuando emprende un negocio, se creería que va a fracasar. Sin embargo, todo lo conduce con prudencia y termina por triunfar.

Es feliz, pero supersticioso, y cree en los presagios. Poco querido en el país, eso no le preocupa; se conforma con que le estimen. Tiene un solo hijo, al que cría en su casa. “Es padre igual que su padre”, dicen los viejos cuando al anochecer, sentados a la puerta de sus casas, conversan de bueyes perdidos.

Iacka El Turco y el capataz eran bastante menos interesantes. Al primero, de sobrenombre El Judío, se le puso este apodo por su madre. Era un artista, pero se veía obligado a ganarse el pan en una fábrica de papel.

El capataz era, sin duda, un burgués. Tenía el modo imperioso y decidido que suelen tener las personas de esta clase.

El más interesante y curioso era Diki Barin. Al verle por primera vez llamaba la atención la apariencia ruda de toda su persona. Su salud es la de un Hércules, como si lo hubiesen tallado a hachazos en una encina. Y en esta encina hay vida para diez hombres. Con su exterior grosero, hay en él cierta delicadeza, y quizá provenga ello de la confianza que le inspira su propia fuerza.

Difícil es juzgar, a primera vista, a qué clase pertenece. No parece un dvorovi ni un señor Juan Sin Tierra; tampoco puede ser un burgués; acaso un escritor o un ente particular. Un buen día llegó al distrito y se dijo que era un funcionario jubilado, pero sin prueba alguna. Tampoco conocía nadie sus medios de vida. No ejercía ningún oficio y, sin embargo, nunca le faltaba dinero. Como no se preocupaba por nadie, vivía tranquilamente. En ocasiones daba consejos, siempre atendidos.

De una vida casta, bebía moderadamente; su pasión era el canto. Este hombre era, en una palabra, un ser enigmático. Dueño de su prodigiosa fuerza, vivía siempre en un absoluto descanso, tal vez porque un secreto presentimiento le anunciaba que, si se dejaba llevar por ella, semejante fuerza destrozaría todo a su paso y tal vez al mismo que la tenía. Yo creo que algo le había dejado en este sentido la experiencia. Lo que más me sorprendía era la delicadeza de su sentimiento, unida a la crueldad innata. Nunca he visto semejante contraste.

Ahora volvamos al momento en que el capataz se adelantaba hasta el medio de la estancia. Entrecerró los ojos y comenzó a cantar con voz de falsete, agradable, pero no muy pura. La manejaba y hacía vibrar como se hace girar un diamante al sol. Ya eran notas ligeras, finas, ya algo como gotitas de agua cristalina. Dejaba llover melodías deslumbradoras o notas de órgano, grandiosas y altas. En seguida paraba, y luego de una pausa que daba apenas tiempo para un respiro, reprisaba con una audacia arrebatadora. A un aficionado, la audición de esta voz lo hubiese transportado. Pero un alemán la hubiese hallado insoportable.

Era un tenor ligero, un tenor de grazia rusa. Añadía a la romanza tantos adornos, tantas florituras, tantos trinos de grupetti, que me costó trabajo entender el sentido de los versos. Sin embargo, alcancé a entender el siguiente pasaje:

Yo cultivaré, mi bella,
un cuadradito de tierra,
y te plantaré, mi bella,
flores de la primavera.

No ignoraba el capataz que tenía que vérselas con expertos. Por eso gastaba todos sus esfuerzos para conmover a su auditorio. Lo consiguió perfectamente cuando, en una gama alígera, pasó de la voz de barítono a la de tenor. Diki Barin y Obaldoni no pudieron reprimir un grito de admiración.

—¡Muy bien! ¡Más alto todavía!

Nicolái, sentado en el mostrador, movía la cabeza con satisfacción. Obaldoni marcaba el compás cadenciosamente con los hombros.

Estimulado así el virtuoso, echó una cascada de trinos y efectos de garganta. Era una verdadera caída de sonidos brillantes, hasta que, exhausto, volcó hacia atrás la cabeza dando un último grito. El auditorio unánime aplaudió frenéticamente. Obaldoni le saltó al cuello y lo enlazó con sus huesudos brazos, que por poco ahogan al cantor. La cara hinchada de Nicolái enrojeció juvenilmente y Iacka exclamó como loco:

—¡Ah, el bravo! ¡Qué bien ha cantado!

Mi vecino, el campesino andrajoso, decía golpeando la mesa con el puño:

—¡Qué bien estuvo! ¡Endiabladamente bien! —y escupía.

—¡Qué placer nos has dado! —seguía gritando Obaldoni sin soltar al capataz—. ¡Sí, has ganado! Iacka no tiene tu fuerza.  —Y de nuevo abrazó efusivamente al cantor.

—¡Suéltalo! —le gritaron—. ¿No ves, bruto, que está rendido? ¡Anda! Te has pegado a él como una hoja mojada.

—Bueno, que se siente. Voy a beber a su salud.

Extenuado el cantor, se dejó caer en un banco.

—Cantas bien —dijo Nicolái recalcando la frase, como quien conoce el valor de sus palabras—. Ahora vamos a oír a Iacka.

—¡Sí, ha cantado muy bien, muy bien! —exclamó de pronto Polecka, la mujer del tabernero.

—¡Ah, esa cabeza cuadrada de Polecka! —dijo Obaldoni—. ¿Qué te pasa, Polecka?

Diki Barin le interrumpió:

—¡Insoportable bestia! ¿Vas a callarte?

—Yo no hago nada —rezongó Obaldoni—. Si... solamente que...

—Basta, cállate.

Y Barin se dirigió a Iacka:

—Empieza, hermano.

—No sé lo que es, pero tengo algo aquí, en la garganta. No puedo...

—Nada de remilgos —dijo Nicolái—. Y procura cantar tan bien como el capataz.

Se quedó Iacka durante un rato con la cabeza entre las manos, luego se recostó en la pared. Tenía el rostro pálido como el de un muerto y los ojos abiertos a medias.

Lanzó un largo suspiro y empezó.

Primero fue un sonido débil, tembloroso, algo como un vago y lejano eco. Produjo una singular impresión.
Siguió un sonido más amplio, más atrevido; con admirable destreza el artista abordó el tono alto. Sabía gobernar su voz e hizo vibrar las notas con extraordinario talento.

Todos nos maravillamos cuando entonó este canto melancólico:

Muchos senderos llevan
al bosque florecido.

Estas palabras hicieron gran efecto. Rara vez había oído una voz tan bella expresar tan bien los acentos de la pasión y de la desesperación, de la calma y de la dicha. Era realmente un canto ruso, una romanza que tocaba el corazón.

Iacka se animaba más y más, se dejaba llevar por la inspiración que lo dominaba y que comunicaba a sus oyentes.

Recordé un día en que yo estaba, a la hora de la pleamar, en una playa donde las olas venían a deshacerse tumultuosamente. Una gaviota de blancas alas bajó a posarse cerca de mí. Estaba vuelta hacia el mar cubierto de púrpura, y de cuando en cuando abría sus grandes alas como saludando a las olas y al disco del sol.

Este recuerdo acudió a mi memoria mientras miraba a Iacka, inmóvil ante nosotros y dando toda su alma en la voz y encantándonos con sus hermosas melodías.

Cada una de sus graves notas tenía algo de grande, de vago, como el horizonte de nuestras estepas. Ya me subían las lágrimas a los ojos, cuando alguien empezó a sollozar cerca de mí. Me di la vuelta; era la mujer de Nicolái, que lloraba apoyándose en la ventana.

Iacka miró hacia ella, y desde ese momento su voz fue aún más bella y arrebatadora. Estábamos todos sobreexcitados. No sé cómo habría concluido aquello si el cantor no se hubiese parado en medio de una nota alta.

Nadie se movió. Nadie dijo una sola palabra. Iacka nos había transportado a un mundo nuevo.

—Iacka —dijo al fin Diki Barin poniéndole una mano en la
espalda. Pero no pudo decir más.

El capataz, levantándose, se aproximó, y balbuceó penosamente:

—Tú..., eres tú..., ganaste... ––y en seguida salió afuera.

Apenas se hubo marchado, el encantamiento en que estábamos sumergidos empezó a disiparse. Obaldoni dio un salto, procurando reír y agitando sus largos brazos. Morgach felicitó al artista y Nicolái no pudo menos que ofrecer un segundo cuartillo. Diki Barin era feliz y la sonrisa que vagaba en sus labios contrastaba singularmente con la expresión habitual de su rostro.

En cuanto al campesino de los andrajos, lloraba como un niño, y de cuando en cuando le oíamos exclamar:

—¡Que sea yo un hijo de perra si éste no ha cantado bien!

El cantor gozaba su triunfo. Hizo que buscaran al capataz. Pero no se le encontró. Obaldoni llevó a Iacka hasta el mostrador, clamando:

—¡Sigue cantando, canta hasta la noche!

Me retiré después de mirar una vez más a Iacka. Afuera el calor era excesivo, la atmósfera de fuego. En el azul del cielo se hubiera dicho que vagaban puntos luminosos.

No se escuchaba ruido alguno. Y esta calma aumentaba más aún la hermosura de la naturaleza. Agobiado por la fatiga, llegué hasta un cobertizo, donde me tendí sobre las hierbas que acababan de cortar. Tenía el heno un aroma embriagante. Tardé mucho en dormirme. El canto de Iacka resonaba en mis oídos. Pero el cansancio y el calor me dominaron. Desperté cuando ya era de noche. Los últimos resplandores del crepúsculo huían en el horizonte, algunas estrellas brillaban con vivo fulgor. Perduraba en la temperatura mucho calor del día, y con el pecho oprimido se ansiaba un soplo de aire.

En la aldea se encendieron algunas luces, y la ventana de la taberna estaba plenamente iluminada. Llevado por la curiosidad, me dirigí hacia la casa de Nicolái. Miré a través de los cristales y tuve una impresión de repugnancia. Aquellos a quienes había visto por la tarde estaban todavía, pero en completo estado de embriaguez. Iacka tartamudeaba una especie de canción, mientras el campesino andrajoso y Obaldoni intentaban bailar.

Solamente Nicolái, en su carácter de tabernero, conservaba su dignidad. Había algunas personas nuevas, pero Diki Barin ya no estaba.

Dejé la ventana y descendí de la altura en que está la aldea.

Ondas de bruma inundaban la llanura y parecían confundirse con el suelo. Andaba a la ventura, cuando una voz infantil sonó en el oído:

—¡Antropka! ¡Antropka!

La voz callaba, para empezar de nuevo. Resonaba en medio del silencio nocturno. Por lo menos treinta veces se obstinó en gritar. Al fin, desde lejos, en la llanura, alguien respondió:

—¿Qué? ¿Qué... é... é...?

—¡Ven para que padre te pegue! —gritó la criatura.

Ya no hubo respuesta. El niño siguió llamando incansablemente. Me alejé y di la vuelta a un bosque que precede a mi aldea. La oscuridad era profunda; el nombre de Antropka se oía aún, muy débilmente, en la lejanía.



Alexander S. Pushkin. Los relatos de Belkin


EL JEFE DE POSTA


¿Quién no ha maldecido a los jefes de posta, quién no los ha colmado de improperios? ¿Quién, en un arranque de cólera, no les ha exigido el libro fatal para dejar en él constancia de su inútil reclamación contra las vejaciones, la zafiedad y el desorden? ¿Quién no los considera monstruos del género humano semejantes a los difuntos podiachi o, por lo menos, a los salteadores de Múrom? Seamos, sin embargo, ecuánimes, tratemos de ponernos en su lugar y entonces tal vez nuestro juicio sea mucho más indulgente. ¿Qué es un jefe de posta? Un verdadero mártir de la clase decimocuarta y última en el escalafón administrativo, a quien su título no le sirve más que para ponerle a cubierto de los golpes, y aun así no en todas las ocasiones (apelo a la conciencia de mis lectores). ¿Cuál es el cargo de ese dictador, como en son de broma le llama el príncipe Viázemski? ¿No es un auténtico galeote? No conoce el descanso ni de día ni de noche. Todo el mal humor acumulado durante el tedioso trayecto, lo descarga el viajero sobre el jefe de posta. El tiempo es insoportable, el camino infernal, el cochero tozudo, los caballos apenas si se arrastran: la culpa es del jefe de posta. Al entrar en su mísera morada, el viajero lo mira como a un enemigo; menos mal si consigue librarse pronto del molesto huésped; pero, ¿y si no hay caballos?... ¡Dios mío, qué de insultos, qué de amenazas caen sobre su cabeza! En plena lluvia y entre el barro se ve obligado a correr por las caballerizas; cuando se ha desatado la nevasca, con un frío que se cala hasta los huesos, se retira al zaguán para descansar siquiera sea un instante de los gritos y empujones del viajero irritado. Llega un general; el jefe de posta, tembloroso, le entrega las dos últimas troikas, una de ellas la del correo. El general se va sin darle siquiera las gracias. A los cinco minutos, ¡la campanilla!... Un correo con despachos oficiales arroja sobre la mesa su hoja de ruta... Pongámonos en su lugar y un sentimiento de sincera simpatía invadirá nuestro corazón en lugar de la cólera.

Unas palabras más: en el transcurso de veinte años he recorrido Rusia en todas direcciones; conozco casi todos los caminos de posta; he utilizado los servicios de varias generaciones de cocheros; raro es el jefe de posta al que no conozca de vista, son muy pocos los que no he tratado; confío en publicar, en un futuro próximo, el curioso material reunido en mis apuntes de viaje; de momento me limitaré a decir que el común de las gentes sustenta la idea más falsa acerca del gremio de los jefes de posta. Estos hombres tan calumniados son seres pacíficos, serviciales por naturaleza, sociables, modestos en su apetencia de honores y no excesivamente codiciosos. Sus conversaciones (que en vano desdeñan los señores) son muy amenas e instructivas. En lo que a mí se refiere, confieso que prefiero hablar con ellos que con cualquier funcionario de sexta clase que viaja en comisión de servicio.

No es difícil adivinar que poseo amigos entre el honorable gremio de los jefes de posta. Efectivamente, tengo en particular estima la memoria de uno de ellos. Las circunstancias nos hicieron intimar en otro tiempo y acerca de él desearía hablar ahora a mis amables lectores.

Alexander S. Pushkin
Los relatos de Belkin
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En mayo de 1816 viajaba yo por un camino real, hoy inexistente, de la provincia de X. Era entonces un funcionario de baja categoría, utilizaba los servicios de la posta y únicamente tenía derecho a dos caballos. De ahí que me tratasen sin grandes miramientos, y a menudo tenía que lograr en combate lo que, a mi parecer, me correspondía en derecho. Joven y exaltado como era, me indignaba la bajeza y cobardía de los jefes de posta cuando éstos cedían para el coche de algún dignatario los últimos caballos, que ya tenían dispuestos para mí. Igualmente me ha costado mucho acostumbrarme a que los siervos entendidos en jerarquías dejaran de servirme algún plato en los banquetes del gobernador. Hoy día, lo uno y lo otro me parece normal. En efecto, ¿qué sería de nosotros si en vez de la regla, cómoda para todos, de «respeta las jerarquías», se implantara otra, por ejemplo, la de «respeta el talento»? ¡Qué de disputas surgirían entonces! Y los criados, ¿a quién servirían primero? Pero volvamos a nuestro relato.

Era un día caluroso. A tres verstas de la posta de X empezó a gotear, y un minuto después una lluvia torrencial me había calado hasta los huesos. Al llegar a la estación, mi primer cuidado fue cambiarme de ropa; el segundo, pedir té.

—¡Eh, Dunia! —gritó el jefe de la posta—. Enciende el samovar y ve a buscar crema.

A estas palabras, una muchacha como de catorce años salió de la pieza vecina y corrió al zaguán. Su belleza me dejó atónito.

—¿Es hija tuya? —pregunté al jefe de la posta.

—Sí —contestó él orgulloso—. ¡Es tan juiciosa y tan lista! El vivo retrato de su difunta madre.

Se puso a anotar en el registro mi hoja de ruta y yo me dediqué a contemplar los cuadros que adornaban su humilde, pero aseada mansión. Representaban la historia del hijo pródigo: en el primero, un anciano respetable, con gorro de dormir y bata, despedía a un inquieto joven, que se apresuraba a recibir su bendición y una bolsa de dinero. En otro, con vivos colores, se daba a conocer la depravada conducta del joven: estaba sentado ante una mesa en compañía de falsos amigos y de impúdicas mujeres. Luego, el joven, ya arruinado, cubierto de andrajos y con sombrero de tres picos, cuidaba unos cerdos, cuya comida compartía; su rostro expresaba profundo pesar y arrepentimiento. Venía, por fin, la vuelta al hogar paterno; el buen anciano, con el mismo gorro y la misma bata, corría a su encuentro; el hijo pródigo estaba postrado de rodillas; en un segundo plano se veía al cocinero, sacrificando un cebado ternerillo, mientras que el primogénito preguntaba a los criados la causa de tanta alegría. Al pie de cada cuadro pude leer unos versos alemanes adecuados al caso. Todo esto se ha conservado en mi memoria hasta la fecha, lo mismo que las macetas de balsamina y la cama con su cortina de chillones colores y los demás objetos que entonces me rodeaban. Veo como si tuviera ante mí al propio dueño de la casa, un cincuentón fuerte y animoso, y su largo levitón verde con tres medallas colgando de unas descoloridas cintas.

Apenas había pagado a mi viejo cochero, cuando Dunia volvía con el samovar. La pequeña coqueta se dio cuenta en seguida de la impresión que me había producido y bajó sus ojos grandes y azules. Nos pusimos a hablar. Ella respondía a mis preguntas sin la menor muestra de timidez, como una muchacha con experiencia mundana. Invité al padre a un vaso de ponche, ofrecí a Dunia una taza de té y los tres nos pusimos a conversar como si fuéramos viejos conocidos.

Los caballos llevaban largo rato enganchados, pero yo no sentía el menor deseo de separarme del jefe de la posta y de su hija. Me despedí, por fin, de ellos; el padre me deseó buen viaje y la hija me acompañó hasta mi carricoche. En el zaguán me detuve y le pedí permiso para besarla: ella accedió... Muchos besos puedo contar pero ninguno dejó en mí un recuerdo tan duradero y agradable,

 desde que de eso me ocupo...

Transcurrieron algunos años y las circunstancias me llevaron a aquel mismo camino real y a aquellos mismos lugares. Recordé a la hija del viejo jefe de la posta y me alegró el simple pensamiento de que iba a verla de nuevo. Pero, pensé, quizá el viejo haya sido reemplazado; probablemente, Dunia estará casada. La idea de que el padre o la hija podían haber muerto cruzó también por mi mente, y me acerqué a la posta con un triste presentimiento.

Los caballos se detuvieron ante el edificio. Entré en la casa y al instante reconocí los cuadros del hijo pródigo; la mesa y la cama continuaban en los sitios de antes, pero en las ventanas ya no había flores y todo alrededor parecía vetusto y abandonado. El jefe de la posta dormía tapado con su capote: despertado por mi llegada, se incorporó... Era el mismo Simeón Virin, pero ¡cómo había envejecido! Mientras registraba mi hoja de ruta, contemplé sus canas, las profundas arrugas de su cara, sin afeitar desde hacía tiempo, su encorvada espalda, y no salía de mi asombro. ¿Cómo tres o cuatro años habían podido convertir a un hombre animoso en un vejestorio?

 —¿No me conoces? —le pregunté—. Somos viejos amigos.

—Es posible —me contestó sombrío—. El camino es grande y son muchos los viajeros que han parado en mi casa.

—Y Dunia, ¿sigue bien?

El viejo frunció el ceño.

—Eso Dios lo sabe —contestó.

—¿Se ha casado, no?

El viejo aparentó no haber oído y continuó leyendo a media voz mi hoja de ruta. No hice más preguntas y pedí que calentasen una tetera de agua. La curiosidad empezaba a picarme y abrigaba la esperanza de que el ponche desataría la lengua de mi viejo conocido.

No me equivocaba: el viejo no rechazó el vaso que le ofrecía. Advertí que el ron disipaba su melancolía. El segundo vaso le desató la lengua; me recordó, o aparentó reconocerme, y de sus labios escuché una conmovedora historia que entonces atrajo todo mi interés.

—Así, pues, conoció usted a mi Dunia —comenzó—. ¿Quién no la conocía? ¡Ay, Dunia, Dunia! ¡Qué muchacha era! Nadie pasaba por aquí sin decirle algún cumplido; a todos agradaba, nadie podía decir nada malo de ella. Las señoras le hacían regalos: ésta un pañuelo, aquélla unos dientes. Los señores se detenían con el pretexto de comer o cenar para poder contemplarla a sus anchas. Hasta los más irascibles se calmaban al verla y hablaban con toda amabilidad conmigo. Créame, señor, los correos se pasaban su buena media hora de charla con ella. Era la que sostenía la casa: para hacer la limpieza, para cocinar, para todo encontraba tiempo. Y yo, viejo estúpido, no me cansaba de mirarla embobado. ¿Es que no la quería, es que no la colmaba de mimos? ¿Acaso le daba mala vida? Pero lo que ha de ocurrir, ocurre; no hay forma de eludir la desgracia.

Y el viejo pasó a relatarme sus desventuras con todo detalle.

Tres años atrás, en un atardecer de invierno, cuando el jefe de la posta estaba rayando un nuevo libro de registro y la muchacha cosía en la habitación contigua, llegó una troika. El viajero, que llevaba gorro circasiano, capote militar y se envolvía el cuello con una bufanda, entró exigiendo caballos. No los había, todos estaban de viaje. Al oírlo, el viajero levantó la voz y la fusta, pero Dunia, habituada a tales escenas, salió presurosa y le preguntó afablemente si quería comer algo. La aparición de la muchacha produjo el efecto de siempre. Se disipó la cólera del viajero, éste accedió a esperar los caballos y pidió que le sirvieran la cena. Cuando se hubo despojado del peludo y mojado gorro, de la bufanda y del capote, padre e hija pudieron ver que se trataba de un joven y apuesto húsar, de bigotillo negro. Se instaló en el aposento del jefe de la posta y entabló conversación con él y con su hija. Fue servida la cena. Entretanto, habían llegado los caballos y el jefe de la posta dispuso que inmediatamente, sin darles siquiera un pienso, los engancharan en el coche del oficial. Pero al volver encontró al joven tendido en un banco, casi sin conocimiento: se había sentido mal, le dolía la cabeza, le era imposible seguir el viaje... ¡Qué se le iba a hacer! El jefe de la posta cedió su cama al enfermo con el propósito de, si al día siguiente no se encontraba mejor, mandar a la ciudad en busca de un médico.

Al otro día, el húsar se había agravado. Su criado marchó a caballo a la ciudad en busca del médico. Dunia le aplicó unas compresas de vinagre y se sentó con su labor a la cabecera del enfermo. Éste, cuando el jefe de la posta entraba a verle, no cesaba de quejarse y apenas hablaba; sin embargo, se tomó dos tazas de café y, entre constantes lamentaciones, pidió que le sirvieran el almuerzo. Dunia no se apartaba de él. A cada instante, el enfermo pedía de beber, y la muchacha le daba un vaso de limonada que había preparado ella misma. El enfermo se humedecía los labios y, cada vez, al devolver el vaso, apretaba con su débil mano, en señal de gratitud, la mano de Dunia. A la hora de comer llegó el médico. Tomó el pulso del enfermo, habló con él en alemán y manifestó en ruso que lo único que necesitaba era reposo y que a los dos o tres días estaría en condiciones de reanudar el viaje. El húsar le pagó veinticinco rublos por la visita y le invitó a compartir su almuerzo. El médico accedió; comieron con buen apetito, se bebieron una botella de vino y se separaron muy satisfechos el uno del otro.

Pasó otro día y el húsar acabó de reponerse. Se mostraba extraordinariamente alegre, no cesaba de bromear, ya con Dunia, ya con el jefe de la posta, silbaba, charlaba con los viajeros, registraba sus hojas de ruta en el libro, y agradó tanto al buen jefe de la posta que éste se sintió apenado cuando, a la mañana del tercer día, tuvo que despedirse de su amable huésped. Era domingo y Dunia se disponía a ir a misa. El coche esperaba ya al húsar, quien se despidió del jefe de la posta, recompensándole generosamente por la estancia y la comida; se despidió también de Dunia y se brindó a llevarla hasta la iglesia, que se encontraba en las afueras de la aldea. Ella parecía indecisa...

—¿Qué temes? —le dijo su padre—. Su señoría no es un lobo y no te va a comer. Da un paseo hasta la iglesia.

Dunia tomó asiento junto al húsar, el criado subió al pescante, el cochero lanzó un silbido y los caballos partieron al galope.

El pobre jefe de la posta no alcanzaba a comprender cómo había permitido que su hija marchara con el húsar, cómo se había cegado, qué había nublado entonces su razón. No había transcurrido media hora cuando se despertó en él tal angustia que, incapaz de seguir esperando, se dirigió a la iglesia. Al acercarse al templo vio que la gente estaba saliendo de misa, pero Dunia no estaba ni en el recinto ni en el atrio. Entró apresuradamente: el sacerdote bajaba del altar; el sacristán apagaba las velas, dos viejas seguían rezando en un rincón; tampoco allí estaba. El infortunado padre apenas si tuvo valor para preguntar al sacristán si su hija había asistido a la misa. El sacristán le contestó negativamente. El jefe de la posta volvió a casa más muerto que vivo. Le quedaba una esperanza: quizá Dunia, con la despreocupación propia de la juventud, hubiera querido seguir hasta la posta siguiente, donde residía su madrina. Con dolorosa inquietud esperaba el regreso de la troika en que había dejado marchar a su hija.

El cochero tardaba en volver. Por fin se presentó al anochecer, solo y borracho, con una noticia terrible:

—Dunia ha seguido adelante con el húsar.

El viejo no pudo soportar la desgracia y se desplomó sobre el mismo lecho que un día antes ocupaba aún el joven seductor. Ahora, dándole vueltas a todas las circunstancias del suceso, cayó en la cuenta de que la enfermedad del húsar había sido fingida. Una fuerte calentura se apoderó de él; lo trasladaron a la ciudad y su puesto fue ocupado interinamente por otro. Le asistió el mismo médico que había atendido al húsar. Le aseguró que el joven estaba entonces completamente sano y que él había sospechado sus siniestras intenciones, aunque calló por miedo a la fusta. No sabemos si el alemán decía verdad o si quería presumir de perspicaz, pero lo cierto es que no llevó el menor consuelo al pobre enfermo. Éste, apenas se hubo repuesto de su enfermedad, solicitó de sus superiores dos meses de permiso y, sin hablar a nadie de sus intenciones, se dirigió a pie en busca de su hija. Por el libro de registro de viajeros sabía que el capitán de caballería Minski se dirigía de Smolensk a Petersburgo. El cochero que lo llevó dijo que Dunia había llorado durante todo el trayecto, aunque, al parecer, iba de buen grado.

—Quizá pueda regresar a casa con mi oveja descarriada —se dijo el jefe de posta.

Animado por esta idea, llegó a Petersburgo, se alojó en el cuartel del regimiento de Izmáiov, con un suboficial retirado, viejo compañero de servicio, e inició sus búsquedas. Pronto supo que el capitán Minski estaba en Petersburgo y que residía en la hostería de Demútov. El jefe de posta decidió hacerle una visita.

Por la mañana temprano llegó a la antesala y rogó que se anunciara a su señoría que un viejo soldado deseaba verle. Un asistente, que estaba limpiando unas botas de montar, le hizo saber que el señor dormía y que antes de las once no acostumbraba a recibir a nadie. El jefe de posta se retiró y volvió a la hora señalada. Le abrió la puerta el propio Minski, con batín y bonete rojo.

—¿Qué se te ofrece, amigo? —le preguntó.

El corazón del viejo dio un vuelco, las lágrimas acudieron a sus ojos y se limitó a balbucir con voz temblorosa:

—Señoría... Hágame la merced divina...

Minski le dirigió una rápida mirada, enrojeció, lo tomó del brazo, lo llevó a su despacho y cerró la puerta.

—Señoría —continuó el viejo—, lo pasado, pasado está. Devuélvame, al menos, a mi pobre Dunia. Usted habrá satisfecho ya su capricho, no deje que se pierda en vano.

—Sí, lo que se ha hecho no se puede volver atrás —dijo el joven, sumamente turbado—. Reconozco mi culpa y te ruego que me perdones. Pero no pienses que puedo abandonar a Dunia: será feliz, te doy mi palabra de honor. ¿Para qué quieres llevártela? Me quiere y no podría volver a la vida de antes. Ni tú ni ella seríais capaces de olvidar lo ocurrido.

Luego, poniéndole algo en la mano, abrió la puerta y el jefe de posta, sin saber cómo, se encontró en la calle.

Durante largo rato permaneció inmóvil, hasta que, al fin, abrió la mano y vio en ella unos papeles; se trataba de unos cuantos billetes arrugados de cincuenta rublos. Las lágrimas, esta vez lágrimas de indignación, afluyeron de nuevo a sus ojos. Hizo una pelota con los billetes, los tiró al suelo, los pisoteó y echó a andar... Se alejó unos pasos, se detuvo pensativo... y dio la vuelta... Pero los billetes ya no estaban. Un joven elegantemente vestido, al verle, corrió hacia un coche de punto, subió a él apresuradamente y gritó:

—¡Arrea!

El jefe de posta no hizo nada por seguirle. Había decidido regresar a su casa, pero antes quería ver, siquiera una vez, a su pobre Dunia. Con este objeto volvió dos días después a la casa de Minski. Sin embargo, el asistente le dijo de malos modos que el señor no recibía a nadie y, empujándole fuera de la antesala, le cerró la puerta en sus mismas narices. El viejo permaneció indeciso unos instantes y optó por irse.

Aquel mismo día, por la tarde, caminaba por la avenida Litéinaia después de haber hecho sus oraciones en la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores, cuando, de pronto, pasó ante él un elegante coche en el que vio a Minski. El coche se detuvo ante la puerta de una casa de tres pisos, y el húsar se metió en ella. Una idea feliz cruzó por la mente del jefe de posta. Volvió sobre sus pasos y cuando estuvo junto al cochero le preguntó:

—Dime, amigo mío, ¿de quién es este coche? ¿No es de Minski?

—Sí que lo es —contestó el cochero—. ¿Por qué lo preguntas?

—Verás, tu dueño me mandó que llevara una esquela a su Dunia y se me ha olvidado dónde vive.

—Aquí mismo, en el segundo piso. Has llegado tarde con tu esquela, amigo. El capitán está ya con ella.

—No importa —dijo el jefe de la posta, cuyo corazón empezó a latir violentamente—. Gracias por el favor, pero, de todas maneras, cumpliré el encargo.

Y dichas estas palabras, se dirigió a la escalera.

La puerta estaba cerrada; llamó y esperó angustiado unos segundos. Rechinó la llave en la cerradura y le abrieron.

—¿Vive aquí Avdotia Simeónovna? —preguntó.

—Sí —contestó una joven doncella—. ¿Qué deseas?

Él entró en el recibimiento sin contestar a la pregunta.

—¿Qué hace usted? ¿Adónde va? —gritó la doncella a sus espaldas—. Avdotia Simeónovna tiene visita.

Pero el jefe de la posta siguió adelante, sin escucharla. Las dos primeras habitaciones estaban a oscuras; en la tercera había luz. El viejo se acercó a la puerta entreabierta y se detuvo. En la estancia, excelentemente amueblada, se encontraba Minski, sentado en un sillón, en actitud pensativa. Dunia, vestida con todo el lujo de la última moda, descansaba en uno de los brazos del mueble, como una amazona en su silla inglesa, y contemplaba tiernamente a Minski, cuyos negros rizos enrollaba en sus dedos deslumbrantes de joyas. ¡Pobre jefe de posta! ¡Jamás le había parecido su hija tan bella! Sin él mismo darse cuenta, se quedó admirándola.

—¿Quién está ahí? —preguntó ella sin levantar la cabeza.

El viejo callaba. Al no tener respuesta, Dunia levantó la vista... y lanzando un grito, se desplomó sobre la alfombra. Minski, asustado, acudió a levantarla. Al ver en la puerta al anciano jefe de posta, dejó a Dunia y se acercó a él, temblando de cólera.

—¿Qué es lo que quieres?  —le dijo, apretando los dientes —. ¿Por qué me sigues furtivamente a todas partes como un bandido? ¿O es que quieres degollarme? ¡Largo de aquí! —y agarrando con fuerza al viejo por las solapas, lo sacó a empellones a la escalera.

El viejo volvió a su alojamiento. Su amigo le aconsejó que denunciara el caso a las autoridades, pero el jefe de posta, después de pensarlo, decidió abandonarlo todo a su suerte. Dos días más tarde salía de Petersburgo y regresaba a su estación de posta, donde reanudó sus actividades.

—Ya va para tres años —concluyó— que vivo sin Dunia y sin saber nada de ella. ¿Vive? ¿Ha muerto? Sólo Dios lo sabe. Todo puede ocurrir. No fue la primera ni será la última en dejarse seducir por un galán de paso, que hoy la hace su amante y mañana la abandona. En Petersburgo abundan esas jovenzuelas tontas, que hoy van vestidas de raso y terciopelo y que mañana pasearán por las calles con los descamisados de las tabernas. Cuando pienso que Dunia puede correr la misma suerte, incurro sin darme cuenta en un pecado y desearía verla muerta...

Tal fue el relato de mi amigo, el viejo jefe de la posta, relato interrumpido sin cesar por las lágrimas que él se secaba pintorescamente con el faldón del capote, como el solícito Teréntich en la encantadora balada de Dmítriev. Estas lágrimas eran motivadas en parte por el ponche, del que en el transcurso de su narración se había metido cinco vasos entre pecho y espalda; mas, sea como fuere, me conmovieron profundamente. Después de separarnos pasé mucho tiempo sin poder olvidar al viejo jefe de la posta, pensando en la pobre Dunia.

Hace poco, al pasar por el lugarejo de X, me acordé de mi amigo; supe que la posta que él gobernaba había sido suprimida. A mi pregunta de si él vivía, nadie supo darme respuesta satisfactoria. Decidí visitar aquellos parajes que ya conocía, alquilé un coche y me dirigí a la aldea de N.

Esto sucedió en otoño.  Unas nubes grisáceas cubrían el cielo; un viento frío venía de los rastrojos, llevándose las hojas encarnadas y amarillas de los árboles que encontraba a su paso. Llegué a la aldea cuando el sol se estaba poniendo y me detuve ante la casita de la posta. En el zaguán (donde un día me había besado la pobre Dunia) me recibió una mujer gorda y a mis preguntas respondió que mi viejo amigo había muerto hacía un año y que la casa había sido ocupada por un fabricante de cerveza. Ella era la mujer del cervecero. Lamenté mi inútil viaje y los siete rublos gastados en vano.

—¿De qué murió? —pregunté a la mujer del cervecero.

—De tanto beber —contestó ella.

—¿Dónde está enterrado?

—En las afueras del pueblo, junto a la tumba de su mujer.

—¿Podría acompañarme alguien a su tumba?

—¿Por qué no? ¡Eh, Vanka! Deja de jugar con el gato. Acompaña al señor al cementerio y dile dónde está la tumba del jefe de la posta.

Un chicuelo harapiento, pelirrojo y tuerto, corrió hacia mí y me condujo a las afueras del pueblo.

—¿Conocías al difunto? —le pregunté por el camino.

—¡Claro que lo conocía! Me enseñó a hacer flautas de caña. A veces (que Dios le tenga en su gloria) le seguíamos cuando salía de la taberna, gritando: «¡Abuelo, abuelo, danos nueces!», y él nos las daba. Todo el tiempo se lo pasaba con nosotros.

—Y los viajeros, ¿lo recuerdan?

—Son muy pocos ahora. A veces se deja caer por aquí el juez, pero a ése le preocupan poco los muertos. Este verano sí que pasó una señora, preguntó por el viejo jefe de la posta y acudió a su tumba.

—¿Qué señora? —pregunté, picado por la curiosidad.

—Una señora muy guapa —contestó el chicuelo—. Viajaba en un coche tirado por seis caballos, con tres niños, un ama de cría y un perrito negro. Cuando le dijeron que el viejo jefe de la posta había muerto, se echó a llorar y les dijo a los niños: «No os mováis de aquí mientras voy al cementerio.» Me ofrecí a acompañarla, pero ella dijo: «Conozco el camino.» Y me dio cinco kopeks. Era una señora muy buena...

Llegamos al cementerio, un campo sin tapia alguna, sembrado de cruces de madera, al que no daba sombra ni un solo árbol. Jamás había visto un cementerio tan triste.

—Esta es la tumba del viejo jefe de la posta —me dijo el chicuelo, saltando a un montón de tierra en el que había clavada una cruz negra con un Cristo de cobre.

—¿Y la señora vino aquí? —pregunté.

—Sí —me contestó Vanka—. Yo la estuve mirando desde lejos. Se echó al suelo y estuvo tendida mucho rato. Luego volvió al pueblo, llamó al pope, le dio dinero y se marchó. Y a mí me regaló cinco kopeks. ¡Una señora magnífica!

También yo le di al chiquillo cinco kopeks y no me importaron el viaje ni los siete rublos que me había costado.