miércoles, 17 de octubre de 2012

Alejo Carpentier. El reino de este mundo


PRÓLOGO


Lo que se ha de entender desto de convertirse en lobos
es que hay una enfermedad a quien llaman los médicos
manía lupina…
(Los trabajos de Persiles y Segismunda)


A fines del año 1943 tuve la suerte de poder visitar el reino de Henri Christophe ––las ruinas, tan poéticas, de Sans-Souci; la mole, imponentemente intacta a pesar de rayos y terremotos, de la Ciudadela La Ferriére— y de conocer la todavía normanda Ciudad del Cabo ––el Cap Françáis de la antigua colonia––, donde una calle de larguísimos balcones conduce al palacio de cantería habitado antaño por Paulina Bonaparte. Después de sentir el nada mentido sortilegio de las tierras de Haití, de haber hallado advertencias mágicas en los caminos rojos de la Meseta Central, de haber oído los tambores del Petro y del Rada, me vi llevado a acercar la maravillosa realidad vivida a la agotante pretensión de suscitar lo maravilloso que caracterizó ciertas literaturas europeas de estos últimos treinta años. Lo maravilloso, buscado a través de los viejos clisés de la selva de Brocelianda, de los caballeros de la Mesa Redonda, del encantador Merlín y del ciclo de Arturo. Lo maravilloso, pobremente sugerido por los oficios y deformidades de los personajes de feria ––¿no se cansarán los jóvenes poetas franceses de los fenómenos y payasos de la fête foraine, de los que ya Rimbaud se había despedido en su Alquimia del Verbo? Lo maravilloso, obtenido con trucos de prestidigitación, reuniéndose objetos que para nada suelen encontrarse: la vieja y embustera historia del encuentro fortuito del paraguas y de la máquina de coser sobre una mesa de disección, generador de las cucharas de armiño, los caracoles en el taxi pluvioso, la cabeza de león en la pelvis de una viuda, de las exposiciones surrealistas. O, todavía, lo maravilloso literario: el rey de la Julieta de Sade, el supermacho de Jarry, el monje de Lewis, la utilería escalofriante de la novela negra inglesa: fantasmas, sacerdotes emparedados, licantropías, manos clavadas sobre la puerta de un castillo.

Alejo Carpentier
El reino de este mundo
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Pero, a fuerza de querer suscitar lo maravilloso a todo trance, los taumaturgos se hacen burócratas. Invocado por medio de fórmulas consabidas que hacen de ciertas pinturas un monótono baratillo de relojes amelcochados, de maniquíes de costurera, de vagos monumentos fálicos, lo maravilloso se queda en paraguas o langosta o máquina de coser, o lo que sea, sobre una mesa de disección, en el interior de un cuarto triste, en un desierto de rocas. Pobreza imaginativa, decía Unamuno, es aprenderse códigos de memoria. Y hoy existen códigos de lo fantástico, basados en el principio del burro devorado por un higo, propuesto por los Cantos de Maldoror como suprema inversión de la realidad, a los que debemos muchos “niños amenazados por ruiseñores”, o los “caballos devorando pájaros” de André Masson. Pero obsérvese que cuando André Masson quiso dibujar la selva de la isla de Martinica, con el increíble entrelazamiento de sus plantas y la obscena promiscuidad de ciertos frutos, la maravillosa verdad del asunto devoró al pintor, dejándolo poco menos que impotente frente al papel en blanco. Y tuvo que ser un pintor de América, el cubano Wifredo Lam, quien nos enseñara la magia de la vegetación tropical, la desenfrenada Creación de Formas de nuestra naturaleza ––con todas sus metamorfosis y simbiosis––, en cuadros monumentales de una expresión única en la era contemporánea.[1] Ante la desconcertante pobreza imaginativa de un Tanguy, por ejemplo, que desde hace veinticinco años pinta las mismas larvas pétreas bajo el mismo cielo gris, me dan ganas de repetir una frase que enorgullecía a los surrealistas de la primera hornada: Vous qui ne voyes pas,  pensez a ceux qui voient. Hay todavía demasiados “adolescentes que hallan placer en violar los cadáveres de hermosas mujeres recién muertas” (Lautreamont), sin advertir que lo maravilloso estaría en violarlas vivas. Pero es que muchos se olvidan, con disfrazarse de magos a poco costo, que lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una  alteración de la realidad (el milagro), de una revelación privilegiada de la realidad, de una iluminación inhabitual o  singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas  de la realidad,  de una ampliación de las escalas y categorías de la realidad, percibidas con particular intensidad en virtud de una exaltación del espíritu que lo conduce a un modo de “estado límite”. Para empezar, la sensación de lo maravilloso presupone una fe. Los que no creen en santos no pueden curarse con milagros de santos, ni los que no son Quijotes pueden meterse, en cuerpo, alma y bienes, en el mundo de Amadís de Gaula o Tirante el Blanco. Prodigiosamente fidedignas resultan ciertas frases de Rutilio en Los trabajos de Persiles y Segismunda, acerca de hombres transformados en lobos, porque en tiempos de Cervantes se creía en gentes aquejadas de manía lupina. Asimismo el viaje del personaje, desde Toscana a Noruega, sobre el manto de una bruja. Marco Polo admitía que ciertas aves volaran llevando elefantes entre las garras, y Lutero vio de frente al demonio a cuya cabeza arrojó un tintero. Víctor Hugo, tan explotado por los tenedores de libros de lo maravilloso, creía en aparecidos, porque estaba seguro de haber hablado, en Guernesey, con el fantasma de Leopoldina. A Van Gogh bastaba con tener fe en el Girasol, para fijar su revelación en una tela. De ahí que lo maravilloso invocado en el descreimiento ––como lo hicieron los surrealistas durante tantos años–– nunca fue sino una artimaña literaria, tan aburrida, al prolongarse, como cierta literatura onírica “arreglada”, ciertos elogios de la locura, de los que estamos muy de vuelta. No por ello va a darse la razón, desde luego, a determinados partidarios de un regreso a lo real ––término que cobra, entonces, un significado gregariamente político––, que no hacen sino sustituir los trucos del prestidigitador por los lugares comunes del literato “enrolado” o el escatológico regodeo de ciertos existencialistas. Pero es indudable que hay escasa defensa para poetas y artistas que loan el sadismo sin practicarlo, admiran el supermacho por impotencia, invocan espectros sin creer que respondan a los ensalmos, y fundan sociedades secretas, sectas literarias, grupos vagamente filosóficos, con santos y señas y arcanos fines  ––nunca alcanzados––, sin ser capaces de concebir una mística válida ni de abandonar los más mezquinos hábitos para jugarse el alma sobre la temible carta de una fe.

Esto se me  hizo particularmente evidente durante mi permanencia en Haití, al hallarme en contacto cotidiano con algo que podríamos llamar lo real maravilloso. Pisaba yo una tierra donde millares de hombres ansiosos de libertad creyeron en los poderes licantrópicos de Mackandal, a punto de que esa fe colectiva produjera un milagro el día de su ejecución. Conocía ya la historia prodigiosa de Bouckman, el iniciado jamaiquino. Había estado en la Ciudadela La Ferriére, obra sin antecedentes arquitectónicos, únicamente anunciada por las Prisiones Imaginarias del Piranese. Había respirado la atmósfera creada por Henri Christophe, monarca de increíbles empeños, mucho más sorprendente que todos los reyes crueles inventados por los surrealistas, muy afectos a tiranías imaginarias, aunque no padecidas. A cada paso hallaba lo real maravilloso. Pero pensaba, además, que esa presencia y vigencia de lo real maravilloso no era privilegio único de Haití, sino patrimonio de la América entera, donde todavía no se ha terminado de establecer, por ejemplo, un recuento de cosmogonías. Lo real maravilloso se encuentra a cada paso en las vidas de hombres que inscribieron fechas en la historia del Continente y dejaron apellidos aún llevados: desde los buscadores de la Fuente de la Eterna Juventud, de la áurea ciudad  de Manoa, hasta ciertos rebeldes de la primera hora o ciertos héroes modernos de nuestras guerras de independencia de tan mitológica traza como la coronela Juana de Azurduy. Siempre me ha parecido significativo el hecho de que, en 1780, unos cuerdos españoles, salidos de Angostura, se lanzaran todavía a la busca de El Dorado, y que, en días de la Revolución Francesa ––¡vivan la Razón y el Ser Supremo!––, el compostelano Francisco Menéndez anduviera por tierras de Patagonia buscando la Ciudad Encantada de los Césares. Enfocando otro aspecto de la cuestión, veríamos que, así como en Europa occidental el folklore danzario, por ejemplo, ha perdido todo carácter mágico o invocatorio, rara es la danza colectiva, en América, que no encierre un hondo sentido ritual, creándose en torno a él todo un proceso iniciado: tal los bailes de la santería cubana, o la prodigiosa versión negroide de la fiesta del Corpus, que aún puede verse en el pueblo de San Francisco de Yare, en Venezuela.

Hay un momento, en el sexto canto de Maldoror, en que el héroe, perseguido por toda la policía del mundo, escapa a “un ejército de agentes y espías” adoptando el aspecto de animales diversos y haciendo uso de su don de transportarse instantáneamente a Pekín, Madrid o San Petersburgo. Esto es “literatura maravillosa” en pleno. Pero en América, donde no se ha escrito nada semejante, existió un Mackandal dotado de los mismos poderes por la fe de sus contemporáneos, y que alentó, con esa magia, una de las sublevaciones más dramáticas y extrañas de la Historia. Maldoror ––lo confiesa el mismo Ducasse–– no pasaba de ser un poético Rocambole”. De él sólo quedó una escuela literaria de vida efímera. De Mackandal el americano, en cambio, ha quedado toda una mitología, acompañada de himnos mágicos, conservados por todo un pueblo, que aún se cantan en las ceremonias del Vaudou.[2]

(Hay, por otra parte, una rara casualidad en el hecho de que Isidoro Ducasse, hombre que tuvo un excepcional instinto de lo fantástico-poético, hubiera nacido en América y se jactara tan enfáticamente al final de uno de sus cantos, de ser “Le Montevidéen”). Y es que, por la virginidad del paisaje, por la formación, por la ontología, por la presencia fáustica del indio y del  negro, por la Revelación que constituyó su reciente descubrimiento, por los fecundos mestizajes que propició, América está muy lejos de haber agotado su caudal de mitologías.

Sin habérmelo propuesto de modo sistemático, el texto que sigue ha respondido a este orden de preocupaciones. En él se narra una sucesión de hechos extraordinarios, ocurridos en la isla de Santo Domingo, en determinada época que no alcanza el lapso de una vida humana, dejándose que lo maravilloso fluya libremente de una realidad estrictamente seguida en todos sus detalles. Porque es menester advertir que el relato que va a leerse ha sido establecido sobre una documentación extremadamente rigurosa que no solamente respeta la verdad histórica de los acontecimientos, los nombres de personajes ––incluso secundarios––, de lugares y hasta de calles, sino que oculta, bajo su aparente intemporalidad, un minucioso cotejo de fechas y de cronologías. Y sin embargo, por la dramática singularidad de los acontecimientos, por la fantástica apostura de los personajes que se encontraron, en determinado momento, en la encrucijada mágica de la Ciudad del Cabo, todo resulta maravilloso en una historia imposible de situar en Europa, y que es tan real, sin embargo, como cualquier suceso ejemplar de los consignados, para pedagógica edificación, en los manuales escolares. ¿Pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real-maravilloso?

A.C


[1] Obsérvese con cuánto americano prestigio sobresalen, en su honda originalidad, las obras de Wifredo Lam sobre las de otros pintores reunidos en el número especial ––panorámico de la plástica moderna–– publicado en 1946 por Cahiers d’Art.
[2] Véase: Jacques Roumain: Le sacrifice du Tambour Assoto(r).


martes, 16 de octubre de 2012

César Vallejo. España, aparta de mí este cáliz


V. IMAGEN ESPAÑOLA DE LA MUERTE

                                                                  
¡Ahí pasa! ¡Llamadla! ¡Es su costado!
¡Ahí pasa la muerte por Irún:
sus pasos de acordeón, su palabrota,
su metro del tejido que te dije,
su gramo de aquel peso que he callado... ¡si son ellos!

¡Llamadla! ¡Daos prisa! Va buscándome en los rifles,
como que sabe bien dónde la venzo,
cuál es mi maña grande, mis leyes especiosas, mis códigos terribles.
¡Llamadla! Ella camina exactamente como un hombre, entre las fieras,
se apoya de aquel brazo que se enlaza a nuestros pies
cuando dormimos en los parapetos
y se para a las puertas elásticas del sueño.
¡Gritó! ¡Gritó! ¡Gritó su grito nato, sensorial!
Gritara de vergüenza, de ver cómo ha caído entre las plantas,
de ver cómo se aleja de las bestias,
de oír cómo decimos: ¡Es la muerte!
¡De herir nuestros más grandes intereses!

(Porque elabora su hígado la gota que te dije, camarada;
porque se come el alma del vecino)

César Vallejo
España, aparta de mí este cáliz
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¡Llamadla! Hay que seguirla
hasta el pie de los tanques enemigos,
que la muerte es un ser sido a la fuerza,
cuyo principio y fin llevo grabados
a la cabeza de mis ilusiones,
por mucho que ella corra el peligro corriente
que tú sabes
y que haga como que hace que me ignora.
¡Llamadla! No es un ser, muerte violenta,
sino, apenas, lacónico suceso;
más bien su modo tira, cuando ataca,
tira a tumulto simple, sin órbitas ni cánticos de 
          dicha;
más bien tira su tiempo audaz, a céntimo  impreciso
y sus sordos quilates, a déspotas aplausos.
Llamadla, que en llamándola con saña, con figuras,
se la ayuda a arrastrar sus tres rodillas,
como, a veces,
a veces duelen, punzan fracciones enigmáticas, globales,
como, a veces, me palpo y no me siento.

¡Llamadla! ¡Daos prisa! Va buscándome,
con su cognac, su pómulo moral,
sus pasos de acordeón, su palabrota.
¡Llamadla! No hay que perderle el hilo en que la lloro.
De su olor para arriba, ¡ay de mi polvo, camarada!
De su pus para arriba, ¡ay de mi férula, teniente!
De su imán para abajo, ¡ay de mi tumba!


lunes, 15 de octubre de 2012

Rabindranath Tagore. La luna nueva


LA PATRIA DEL PROSCRITO

 
Madre, la luz palidece en el cielo gris. ¿Qué hora es? Ya me cansa el juego y vengo a tu lado. Es sábado, nuestro día de fiesta. Deja tu trabajo, madre, ven a sentarte a la ventana y dime, que ya no recuerdo, dónde está el desierto de Tepantar de que habla el cuento.

La sombra de la lluvia ha cubierto el cielo de punta a punta. ¡El feroz relámpago desgarra las nubes con sus  uñas!

Cuando las nubes truenan, ¡qué agradable es sentir cómo tiembla mi corazón y estrecharme contra ti! Cuando la lluvia pesada azota horas y horas las hojas del bambú, y nuestras ventanas gimen, sacudidas por el viento, ¡cómo me gusta sentarme a tu lado en la estancia, mientras me cuentas algo del desierto de Tepantar de que habla el cuento!

¿Dónde está, madre? ¿En qué orilla de qué mar? ¿Al pie de qué montañas? ¿En el reino de qué rey? Allí no habrá, como aquí, vallas entre los campos, ni en los prados habrá caminos para que, por la tarde, los campesinos regresen a su pueblo, y las recogedoras de leña vayan del bosque al mercado. Mucha arena, algunos matojos de hierba amarillenta y un solo árbol en el que anidan dos viejos pájaros astutos es lo que habrá en el desierto de Tepantar.

Rabindranath Tagore
La luna nueva
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Me imagino que un joven príncipe, montado en un caballo gris, cruza a solas el desierto en un día tan sombrío como hoy. Va en busca de la princesa que languidece en la cárcel del gigante, en la otra orilla de ese mar desconocido. Mientras la lluvia desciende como un telón y el relámpago salta como un hombre víctima de súbito dolor, ¿piensa el príncipe en su pobre madre abandonada por el rey, en su madre que limpia el establo y se seca las lágrimas de los ojos, mientras él cabalga por el desierto de Tepantar de que habla el cuento?

Mira, madre, todavía es de día, pero hay ya la oscuridad de la noche. Nadie anda por el camino de la aldea. El pastorcillo volvió muy pronto de los pastos, y los hombres dejaron los campos: sentados en las esteras de sus chozas, contemplan las nubes amenazadoras.

Mamá: he guardado mis libros en el estante. Te lo ruego, no me pidas hoy que estudie. Cuando sea mayor como mi padre, ya aprenderé todo lo que hay que saber. Pero hoy, por una vez tan sólo,  madre, dime dónde está el desierto de Tepantar de que habla el cuento.


domingo, 14 de octubre de 2012

Arístides Valdés Guillermo. Esbozos con figura de muchacha


INTERMEZZO

                                                 
Nadie sabrá que tú lanzas
toda la luz a mi encuentro,
que ––hada feliz–– hacia el centro
de mi otoño te abalanzas.
Nadie sabrá que le amansas
a mi nombre su espejismo
ni que, huyendo del abismo
donde me descubro a veces,
hecha de palabras, creces
desde el fondo de mí mismo.

Nadie sabrá que tú existes
cuando en la noche te hundes,
Arístides Valdés Guillermo
Esbozos con figura de muchacha
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cuando, hambrienta, le confundes
el corazón a los tristes.
Nadie sabrá que resistes
de lo incierto la mordida
ni que, sudando aterida
junto al frío que me asedia,
tu soledad le remedia
su soledad a otra vida.

Nadie sabrá que, ya inerte
la ponzoña del vacío,
victimaria de mi hastío,
tú escaparás de la muerte.
Nadie sabrá que la suerte
de tu ser ––su ejecutoria––
será quebrantar la noria
que sediento me ha dejado,
para hundir en mi costado
las flechas de tu memoria.

Pero tú sabes mi duende,
sus caprichos, su estocada.
Tú sabes que esa emboscada
de tus labios me sorprende.
Tú sabes cómo se aprende
tu desnudez mi costumbre.
Tú sabes que con la lumbre
de tu sueño me acorralas
porque, soñando, te igualas
a una estrellita en la cumbre.


Jaime Sabines. Poemas


LOS AMOROSOS...

                                                            
Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.

Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.
Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.
Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son los insaciables.
Los que siempre ––¡qué bueno!–– han de estar solos.

Los amorosos son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.

En la obscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.

Jaime Sabines
Poemas
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Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.

Los amorosos son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.

Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor como en una lámpara de inagotable aceite.

Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.

Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.

Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo,
complacidas, a arroyos de agua tierna y a cocinas.
Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida.
Y se van llorando, llorando
la hermosa vida.

Kahlil Gibran. El profeta


DEL CRIMEN Y EL CASTIGO

                                                                       
Entonces, uno de los jueces de la ciudad se adelantó y dijo: “Háblanos del crimen y el castigo.”

Y él respondió, diciendo:

“Es cuando vuestro espíritu va vagando en el viento que vosotros, solos y sin guarda, cometéis una falta para con los demás y, por lo tanto, para con vosotros mismos. Y, por tal falta cometida, debéis llamar a la puerta del bienaventurado y esperar por un momento.

Como el océano es vuestro dios personal. No conoce los caminos del topo ni busca los agujeros de la serpiente. Pero vuestro dios personal no habita sólo en vuestro ser; mucho en vosotros es aún hombre, y mucho en vosotros no es hombre todavía, sino un pigmeo informe que camina dormido en la niebla, en busca de su propio despertar.

Y del hombre en vosotros quiero yo hablar ahora, porque es él y no vuestro dios personal, ni el pigmeo en la niebla, el que conoce el crimen y el castigo del crimen.

Kahlil Gibran
El profeta
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A menudo os he oído hablar de aquel que comete una falta como si no fuera uno de vosotros, sino un extraño y un intruso en vuestro mundo. Pero yo os digo que, así como el santo y el justo no pueden elevarse más allá de lo más alto que existe en cada uno de vosotros, así el débil y el malvado no pueden caer más bajo que lo más bajo que está también en vosotros. Y así como una sola hoja no se vuelve amarilla sino con el silencioso conocimiento del árbol todo, así el que falta no puede hacerlo sin la voluntad oculta de todos vosotros.

Como una  procesión marcháis juntos hacia vuestro dios personal. Sois el camino y sois los caminantes. Y cuando uno de vosotros cae, cae para que los que le siguen no tropiecen en la misma piedra. ¡Ay!  Y cae por los que le precedieron, por aquellos que, siendo de paso más rápido y seguro, no removieron, sin em­bargo, la piedra del camino.

Y esto aún, aunque las palabras pesen duramente sobre vuestros corazones: el asesinado no es irresponsable de su propia muerte. Y el robado no es libre de culpa al ser robado. El justo no es inocente de los hechos del malvado. Y el de las manos blancas no está limpio de lo que el felón hace.

Sí; el reo es, muchas veces, la víctima del injuriado. Y, aún más a menudo, el condenado es el que lleva la carga del sin culpa. No podéis separar el justo del injusto ni el bueno del malvado, porque ellos se hallan juntos ante la faz del sol, así como el hilo blanco y el negro están tejidos juntos. Y, cuando el hilo negro se rompe, el tejedor debe exami­nar toda la tela y examinar también el telar.

Si alguno de vosotros trajera a juicio a la mujer infiel, haced que pesen también el corazón de su marido en la balanza y midan su alma con medidas.

Y haced que aquél que azotaría al ofensor mire en el espí­ritu del ofendido.

Y si alguno de vosotros castigara en nombre de la justicia y descargara el hacha en el árbol malo, haced que mire las raíces y encontrará, en verdad, las raíces de lo bueno y lo malo, lo fructífero y lo estéril juntos y entrelazados en el silente corazón de la tierra.

Y vosotros, jueces, que debéis ser justos: ¿Qué juicio pronunciaríais sobre aquél que, aunque honesto en la carne, fuera un ladrón en espíritu? ¿Qué pena impondríais al que destruye la carne y es, él mismo, destruido en el espíritu? ¿Y cómo juzgaríais a aquel que es, en acción, un opresor y un falso, pero que es, sin embargo, también agraviado y ultrajado?  ¿Y cómo castigaríais a aquéllos cuyo remordimiento es ya mayor que su falta?  ¿No es  el  remordimiento  la  justicia administrada por la ley misma que desearíais servir?

Sin embargo, no podréis cargar al inocente de remordi­miento, ni librar de él el corazón del culpable. Vendrá el remordimiento espontáneamente en la noche para que los hombres se despierten y se contemplen a ellos mismos.

Y vosotros, que pretendéis entender de justicia, ¿cómo podréis hacerlo si no miráis todos los hechos en la plenitud de la luz? Sólo así sabréis que el erecto y el caído no son sino un solo hombre, de pie en el crepúsculo, entre la noche de su yo pigmeo y el día de su dios personal, y que la coronación del templo no es más alta que la piedra más baja de sus cimientos.”