lunes, 25 de febrero de 2013

Horacio Quiroga. Cuentos de la selva


EL LORO PELADO


Había una vez una banda de loros que vivía en el monte. De mañana temprano iban a comer choclos a la chacra, y de tarde comían naranjas. Hacían gran barullo con sus gritos, y tenían siempre un loro de centinela en los árboles más altos, para ver si venía alguien.

Los loros son tan dañinos como la langosta, porque abren los choclos para picotearlos, los cuales, después, se pudren con la lluvia. Y como al mismo tiempo los loros son ricos para comer guisados, los peones los cazaban a tiros.

Un día un hombre bajó de un tiro a un loro centinela, el que cayó herido y peleó un buen rato antes de dejarse agarrar. El peón lo llevó a la casa, para los hijos del patrón, los chicos lo curaron porque no tenía más que un ala rota. El loro se curó muy bien, y se amansó completamente. Se llamaba Pedrito. Aprendió a dar la pata; le gustaba estar en el hombro de las personas y con el pico les hacía cosquillas en la oreja.

Vivía suelto y pasaba casi todo el día en los naranjos y eucaliptos del jardín. Le gustaba también burlarse de las gallinas. A las cuatro o cinco de la tarde, que era la hora en que tomaban el té en la casa, el loro entraba también en el comedor, y se subía con el pico y las patas por el mantel, a comer pan mojado en leche. Tenía locura por el té con leche.

Horacio Quiroga
Cuentos de la selva
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Tanto se daba Pedrito con los chicos y tantas cosas le decían las criaturas, que el loro aprendió a hablar. Decía: «¡Buen día, lorito!...» «¡Rica la papa!...» «¡Papa para Pedrito!...» Decía otras cosas más que no se pueden decir, porque los loros, como los chicos, aprenden con gran facilidad malas palabras.

Cuando llovía, Pedrito se encrespaba y se contaba a sí mismo una porción de cosas, muy bajito. Cuando el tiempo se componía, volaba entonces gritando como un loco.

Era, como se ve, un loro bien feliz, que además de ser libre, como lo desean todos los pájaros, tenía también, como las personas ricas, su five o clock tea.

Ahora bien: en medio de esta felicidad, sucedió que una tarde de lluvia salió por fin el sol después de cinco días de temporal, y Pedrito se puso a volar gritando:

––¡Qué lindo día, lorito!... ¡Rica, papa!... ¡La pata, Pedrito! ––y no volaba lejos, hasta que vio debajo de él, muy abajo, el río Paraná, que parecía una lejana y ancha cinta blanca. Y siguió, siguió volando, hasta que se asentó por fin en un árbol a descansar.

Y he aquí que de pronto vio brillar en el suelo, a través de las ramas, dos luces verdes, como enormes bichos de luz.

––¿Qué será? ––se dijo el loro––. ¡Rica, papa! ¿Qué será eso? ¡Buen día, Pedrito!...

El loro hablaba siempre así, como todos los loros, mezclando las palabras sin ton ni son, y a veces costaba entenderlo. Y como era muy curioso, fue bajando de rama en rama, hasta acercarse. Entonces vio que aquellas dos luces verdes eran los ojos de un tigre que estaba agachado, mirándolo fijamente.

Pero Pedrito estaba tan contento con el lindo día, que no tuvo ningún miedo.

––¡Buen día, tigre! ––le dijo––. ¡La pata, Pedrito!

Y el tigre, con esa voz terriblemente ronca que tiene, le respondió:

––¡Bu-en día!

––¡Buen día, tigre! ––repitió el loro––. ¡Rica papa!... ¡rica, papa!... ¡rica, papa!...

Y decía tantas veces «¡rica papa!» porque ya eran las cuatro de la tarde, y tenía muchas ganas de tomar té con leche. El loro se había olvidado de que los bichos del monte no toman té con leche, y por esto lo convidó al tigre.

––¡Rico té con leche! ––le dijo––. ¡Buen día, Pedrito!... ¿Quieres tomar té con leche conmigo, amigo tigre?

Pero el tigre se puso furioso porque creyó que el loro se reía de él, y además, como tenía a su vez hambre, se quiso comer al pájaro hablador. Así que le contestó:

––¡Bue-no! ¡Acérca-te un po-co que soy sor-do!

El tigre no era sordo; lo que quería era que Pedrito se acercara mucho para agarrarlo de un zarpazo. Pero el loro no pensaba sino en el gusto que tendrían en la casa cuando él se presentara a tomar té con leche con aquel magnífico amigo. Y voló hasta otra rama más cerca del suelo.

––¡Rica, papa, en casa! ––repitió gritando cuanto podía.

––¡Más cer-ca! ¡No oi-go! ––respondió el tigre con su voz ronca.

El loro se acercó un poco más y dijo:

––¡Rico, té con leche!

––¡Más cer-ca to-da-vía! ––repitió el tigre.

El pobre loro se acercó aún más, y en ese momento el tigre dio un terrible salto, tan alto como una casa, y alcanzó con la punta de las uñas a Pedrito. No alcanzó a matarlo, pero le arrancó todas las plumas del lomo y la cola entera. No le quedó una sola pluma en la cola.

––¡Toma! ––rugió el tigre––. Anda a tomar té con leche...

El loro, gritando de dolor y de miedo, se fue volando, pero no podía volar bien, porque le faltaba la cola que es como el timón de los pájaros. Volaba cayéndose en el aire de un lado para otro, y todos los pájaros que lo encontraban se alejaban asustados de aquel bicho raro.

Por fin pudo llegar a la casa, y lo primero que hizo fue mirarse en el espejo de la cocinera. ¡Pobre Pedrito! Era el pájaro más raro y más feo que puede darse, todo pelado, todo rabón, y temblando de frío. ¿Cómo iba a presentarse en el comedor, con esa figura? Voló entonces hasta el hueco que había en el tronco de un eucalipto y que era como una cueva, y se escondió en el fondo, tiritando de frío y de vergüenza.

Pero entretanto, en el comedor todos extrañaban su ausencia:

––¿Dónde estará Pedrito? ––decían. Y llamaban––: ¡Pedrito! ¡Rica, papa, Pedrito! ¡Té con leche, Pedrito!

Pero Pedrito no se movía de su cueva, ni respondía nada, mudo y quieto. Lo buscaron por todas partes, pero el loro no apareció. Todos creyeron entonces que Pedrito había muerto, y los chicos se echaron a llorar.

Todas las tardes, a la hora del té, se acordaban siempre del loro, y recordaban también cuanto le gustaba comer pan mojado en té con leche. ¡Pobre Pedrito! Nunca más lo verían porque había muerto.

Pero Pedrito no había muerto, sino que continuaba en su cueva sin dejarse ver por nadie, porque sentía mucha vergüenza de verse pelado como un ratón. De noche bajaba a comer y subía enseguida. De madrugada descendía de nuevo, muy ligero, e iba a mirarse en el espejo de la cocinera, siempre muy triste porque las plumas tardaban mucho en crecer.

Hasta que por fin un día, o una tarde, la familia sentada a la mesa a la hora del té vio entrar a Pedrito muy tranquilo, balanceándose como si nada hubiera pasado. Todos se querían morir, morir de gusto cuando lo vieron bien vivo y con lindísimas plumas.

––¡Pedrito, lorito! ––le decían––. ¿Qué te pasó, Pedrito? ¡Qué plumas brillantes que tiene el lorito!

Pero no sabían que eran plumas nuevas, y Pedrito, muy serio, no decía tampoco una palabra. No hacía sino comer pan mojado en té con leche. Pero lo que es hablar, ni una sola palabra.

Por eso, el dueño de casa se sorprendió mucho cuando a la mañana siguiente el loro fue volando a pararse en su hombro, charlando como un loco. En dos minutos le contó lo que le había pasado: un paseo al Paraguay, su encuentro con el tigre, y lo demás; y concluía cada evento, cantando:

––¡Ni una pluma en la cola de Pedrito! ¡Ni una pluma! ¡Ni una pluma!

Y lo invitó a ir a cazar al tigre entre los dos.

El dueño de la casa, que precisamente iba en ese momento a comprar una piel de tigre que le hacía falta para la estufa, quedó muy contento de poderla tener gratis. Y volviendo a entrar en la casa para tomar la escopeta, emprendió junto con Pedrito el viaje al Paraguay. Convinieron en que cuando Pedrito viera al tigre, lo distraería charlando, para que el hombre pudiera acercarse despacito con la escopeta.

Y así pasó. El loro, sentado en una rama del árbol, charlaba y charlaba, mirando al mismo tiempo a todos lados, para ver si veía al tigre. Y por fin sintió un ruido de ramas partidas, y vio de repente debajo del árbol dos luces verdes fijas en él: eran los ojos del tigre.

Entonces el loro se puso a gritar:

––¡Lindo día!... ¡Rica, papa!... ¡Rico té con leche!... ¿Quieres té con leche?...

El tigre, enojadísimo al reconocer a aquel loro pelado que él creía haber muerto, y que tenía otra vez lindísimas plumas, juró que esa vez no se le escaparía, y de sus ojos brotaron dos rayos de ira cuando respondió con su voz ronca:

––¡Acér-ca-te más! ¡Soy sor-do!

El loro voló a otra rama más próxima, siempre charlando:

––¡Rico, pan con leche!... ¡ESTÁ AL PIE DE ESTE ÁRBOL!...

Al oír estas últimas palabras, el tigre lanzó un rugido y se levantó de un salto.

––¿Con quién estás hablando? ––bramó––. ¿A quién le has dicho que estoy al pie de este árbol?

––¡A nadie, a nadie! ––gritó el loro––. ¡Buen día, Pedrito!... ¡La pata, lorito!...

Y seguía charlando y saltando de rama en rama, y acercándose. Pero él había dicho: está al pie de este árbol para avisarle al hombre, que se iba arrimando bien agachado y con la escopeta al hombro. Y llegó un momento en que el loro no pudo acercarse más, porque si no, caía en la boca del tigre, y entonces gritó:

––¡Rica, papa!... ¡ATENCIÓN!

––¡Más cer-ca aún! ––rugió el tigre, agachándose para saltar.

––¡Rico, té con leche!... ¡CUIDADO, VA A SALTAR!

Y el tigre saltó, en efecto. Dio un enorme salto, que el loro evitó lanzándose al mismo tiempo como una flecha en el aire. Pero también en ese mismo instante el hombre, que tenía el cañón de la escopeta recostado contra un tronco para hacer bien la puntería, apretó el gatillo, y nueve balines del tamaño de un garbanzo cada uno entraron como un rayo en el corazón del tigre, que lanzando un bramido que hizo temblar el monte entero, cayó muerto.

Pero el loro, ¡qué gritos de alegría daba! Estaba loco de contento, porque se había vengado ––¡y bien vengado!–– del feísimo animal que le había sacado las plumas!

El hombre estaba también muy contento, porque matar a un tigre es cosa difícil, y, además, tenía la piel para la estufa del comedor. Cuando llegaron a la casa, todos supieron por qué Pedrito había estado tanto tiempo oculto en el hueco del árbol, y todos lo felicitaron por la hazaña que había hecho.

Vivieron en adelante muy contentos. Pero el loro no se olvidaba de lo que le había hecho el tigre, y todas las tardes, cuando entraba en el comedor para tomar el té, se acercaba siempre a la piel del tigre, tendida delante de la estufa, y lo invitaba a tomar té con leche.

––¡Rica, papa!... ––le decía––. ¿Quieres té con leche?... ¡La papa para el tigre!

Y todos se morían de risa. Y Pedrito también.


viernes, 14 de diciembre de 2012

Dante Castro Arrasco. Cuentos


PEPEBOTAS


Quién le iba a decir a usted que ese hombre se buscaría su propio mal. Le llamábamos Pepebotas, aunque su nombre verdadero era José Peña. Ganadero que creció desde abajo y a punta de esfuerzo, habría sido feliz si no se hubiera atosigado de tanto orgullo. La vanidad pierde al hombre, eso es tan cierto como que me llamo Juan Cortez.

Una noche libábamos cerveza en la bodega de Ostolaza. Ese negocio sólo abría cuando le daba la gana al dueño de averiguar la vida de los prójimos. Y clientes éramos campesinos y ganaderos de cuesta abajo, porque cuesta arriba sólo verá el monte tupido, la maleza que nadie transita sino los monos. Hombres aburridos de la tranquilidad montubia, se reunían para recontarse las mismas anécdotas, intercambiar consejos del agro o terminar yéndose a los puños. No sirve sentarse ahí a tomar cuando el aguardiente ha venido fiero.

Pepebotas llegaba de vender ganado luciendo su último par de chuzos, tan nuevecitos que deslumbraban a la luz de la vela. Debajo de las mangas del pantalón se alzaban las cañas de botas vaqueras, iguales a las películas de pistoleros. Debía tener algo así como una docena de pares de botas tejanas, hechas a mano en las talabarterías de Lima o de Huancayo. Alguien dice por ahí que don Pepe fue un niño descalzo, que aprendió a odiar la pobreza y por eso se hizo rico y bien calzado.

Como el dinero vuelve soberbio al hombre, odiaba a quienes no podían hacerlo. Esa noche, mientras tomábamos escuchando sus consejos para el éxito, entró otro cliente. Será un gusto presentárselo: don Marcos Obregón, único campesino de cuesta arriba, quien alguna vez fue líder sindicalista de mineros en Cerro de Pasco, y aquí trató de hacer lo mismo sin éxito.

Dante Castro Arrasco
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Pepebotas odiaba a Obregón. Creía que los comunistas eran ociosos y envidiosos, así lo decía. Primero lo invitó a tomar, aunque se rehusara. Tanto insistió que el pasqueño creyó en sus buenas intenciones. ¿Por qué no confraternizar?, se habrá dicho a sí mismo, pensando ingenuamente en que los seres humanos podemos cambiar. Al poco rato, las bromas de Pepebotas fueron subiendo de tono.

––¿Sabes qué Obregón?... Ahora nada vales. ¿Dónde está tu izquierda de mentirosos y ladrones? Se fueron todos al tacho, nadie les cree. Y tú has terminado pobre, sin poderles dar a tus hijos lo que yo les doy a los míos.

––No hablemos de política, don Pepe. El alcohol es mal consejero para eso.

––Claro pues, qué vas a querer politiquear ahora. Te has pasado años prometiéndole a la gente lo mismo, diciendo que todos seríamos iguales. Ahora que a los comunistas se les cagó el pastel, no quieres hablar de política.

––La gente que mezcla trago y política, se apasiona fuerte. Es como el chofercito carretero que se emborracha...

––Lo que pasa es que los comunistas como tú son unos cobardes.

––No todos, don Pepe ––acoté––. Hay de los que guerrean con armas.

––¿Los terrucos, dices?... Ya no hay tampoco. Por aquí no vienen. Si Obregón fuera valiente, se haría terruco. Pero aquí está con la peor chacra, el más pobre de la región. Cobarde o fracasado, que es lo mismo.

––Me despido mejor  ––se levantó el aludido––. Ya empezamos a faltarnos el respeto.

Al principio creímos que se alzaba llevándose su sombra a otra parte. Pero Pepebotas se le fue encima a trompadas; luego lo pateó viéndolo caído en el fangal de afuera. Intervinimos para que no lo matara a golpes. Obregón tenía los pulmones podridos del aire viciado de los socavones, las piernas debilitadas por los años y la mala suerte. Era un abuso pegarle a ese hombre.

––Sírveme otra ronda, futuro subprefecto... Me gusta tomar con la gente trabajadora, no con ociosos ––estaba orgulloso de su hombría.

––Usted se sobrepasa, don Pepe... Ese varón a nadie le ha hecho daño.

––¿Y quién lo va a defender, carajo?... Con estas puntas de acero lo he pateado. ¿Alguien las quiere probar?

Señaló sus botas que habían perdido brillo con el barro y la sangre ajena. Una pena, le digo. Luego se dedicó a limpiarlas con un pañuelo tan bonito que no merecía ese oficio.

––A los terrucos los han abatido como a cuyes. Tengo amistades militares, políticos también, que los tranquilizo con una ternera. Ese es el verdadero orden, carajo. La ley de la vida está escrita con plata.

Contoneaba el cuerpo como quien da un discurso de tribuna. Tremendo hombre capaz de entropar a las reses más ariscas. Joven y bien cebado, no había entre nosotros quién le hiciera frente.

Al poco rato pasaron dos paisanos noticiándonos que los soldados andaban cerca. Ostolaza se puso de pie para cerrar el negocio.

––¿De qué te preocupas tú, futuro subprefecto?

––Con los milicos no me juego, don Pepe.

––Hágale caso ––dije––. A veces los cachacos cometen abusos.

––¿Abusos dices?... Ya les dije que tengo amistades en la capital de la provincia. Abusos cometen con los nadies o con los que tienen culpas que purgar.

––Con los que tienen culpas, es justicia.... Con los inocentes, es abuso.

––¿Por qué eres tan indio, tan huevón?... ¿Acaso no has servido en el ejército?

––Por lo mismo.

––Abusar de un don nadies, pasa. Si llegan, yo les hablaré. ¿Sí o no, mi futura autoridad? Te voy a hacer subprefecto moviendo influencias del gobierno.

Y llegaron en poco menos de rondas, ya cuando el alcohol estaba entorpeciéndonos los sentidos y Peña seguía invitando cigarros. Erizados costales de huesos salieron a ladrarles. Sentimos pasos de botas en el ripio del camino, rozar de uniformes gruesos y rastrillar de fusiles automáticos en la penumbra de la noche. Se me heló el espinazo.

––¡Adelante, servidores de la patria! ––gritó Peña enardecido.

Un sargento asomó saludando respetuosamente. Era bajo de estatura, serrano joven, con cara de haber servido poco tiempo. El fango de sus borceguíes contrastaba con el recuperado brillo de las botas vaqueras de Peña.

––¡Viva el ejército peruano!.... ¡Viva el Perú!

––Gracias, caballero... Sólo queremos interrumpirlos para pedirles un poquito de agua pa’ las cantimploras.

––¿Agua?.... Agua toman mis reses, muchacho. Sírveles cerveza a estos héroes que patrullan los montes. ¡Yo pago!

Ostolaza intercambiaba miradas con los demás parroquianos. No había oportunidad de irse por la insistencia de Peña y por la cerrada presencia de los cachacos.

––¿Cuántos son,  mi sargento? ––pregunté ofreciéndole el vaso y la botella. Gentilmente rechazó.

––¡Para invitarles, no se pregunta cuántos son, sino que vayan entrando! ¿Una caja es suficiente?

––Estamos en servicio, caballero. En otra oportunidad será.

Peña exigió que Ostolaza le entregara la caja y salió a encontrarlos. Afuera, una decena de sombras le dieron las buenas noches. Los perros, que habían dejado de ladrarles, se acercaban desconfiados para oler sus pantalones.

––Dice su jefe que en servicio no pueden tomar... ¿Es cierto?

––Bueno, amigo, por esta vez... consentiré el relajo.

––Así habla un oficial... Dime el nombre de tu superior para que te asciendan... Yo soy José Peña.

Destaparon botellas usando la doble uña de una bayoneta, como si estuvieran acostumbrados a eso. Los que habíamos servido, reconocimos esa maña de cuarteles.

––Mira, Ostolaza, estos jóvenes dan su vida para que tú sigas haciendo plata. Ellos combaten al terrorismo. ¿No es un orgullo brindarles cerveza?

––¿Hay todavía terroristas por aquí, mi estimado? ––preguntó el que llevaba insignias de cabo.

––Nunca he visto uno. Pero te puedo decir que hoy acabo de descojonar a un comunista. Detesto a esa especie de lacra, carajo. ¡Son unas mierdas!

Al escuchar la palabra “comunista”, los soldados intercambiaron miradas de sorpresa. Ostolaza y yo nos acercamos al eufórico Peña para advertirle.

––Señor Peña, no es justo lo que está haciendo. Va a perjudicarlo.

––¡Qué perjudicarlo!... ¿Te gustaría que te quiten tu propiedad para repartirla entre unos huevones?... Es lo que ha venido predicando ese cabrón desde que yo era mancebo.

––¿Y dónde se le puede encontrar a ese comunista, amigo?

––No estoy de acuerdo con lo que está haciendo, Peña. Por más que usted invite...

––Déjelo parir, oiga. No lo ataje ––me advirtió el cabo.

Las botellas seguían circulando entre la tropa. Pepe Peña volvió a enfangar sus botas nuevas saliendo al medio del camino para indicarles con detalle por qué sendero estaban los pagos del pasqueño Obregón. Todavía había luz en su cabaña. Tres soldados fueron comisionados para traerlo.

––Debe estarse curando la pateadura... ––murmuré–– ...Y ahora le van a colocar otra, hasta quitarle la vida.

––¿Viste? Así es como se hace, Ostolaza. Si todos colaborasen con el ejército, nunca prosperaría el terrorismo. Y hay que vigilar para que estos gramputas no vuelvan a surgir. ¡Salud, carajo!

Ya no hablábamos. Nos quedamos de testigos, para ver si con nuestra presencia podíamos impedir lo que iba a suceder. Al poco rato, traían mancornado al sufrido Obregón, que parecía resignado a su final.

––Ahora, pues, comunista de mierda, habla tus cojudeces. ¡Rebuzna carajo!

––Déjelo a nosotros, señor. No se haga mala sangre.

Los demás soldados se pusieron de pie. Eran de la misma estatura que Obregón.

––Amiguito.... ¿Cierto que eres terrorista?

Los soldados rieron de la ocurrente pregunta del sargento.

––Señor soldado.... nadies puede decirme terruco.... Yo, antes, sindicalista en Cerro de Pasco... sí señor... Jamás terrorista. Ahora sólo envejezco en el olvido. Me matarás injustamente...

––¿Y por qué este caballero te ha dado de trompadas?... ¿Ah?... ¿Por gusto?

––Por abuso nomás ha sido, señor... Nada le he hecho para que me ponga la cara así. ¿Qué culpa tengo yo?

––Y si me lo sueltan un ratito, vuelvo a sacarle la puta madre. ¡Basura humana!

––Tranquilo, amigo... Está aquí la fuerza armada para eso. Más bien invítenos otra rueda, si no es mucha confianza.

––Plata tengo... Y pago por ver.  Ostolaza, bájate una docena más.

Temíamos resultados harto conocidos. El personal de tropa se iba achispando mientras circulaba el único vaso de mano en mano. Cuando el tendero asomó con nuevas cervezas,
las preguntas se dirigían a Pepe Peña.

––Y usted, ¿por qué le ha pegado a este hombre?

––Carajo, eso ni se pregunta. Él mismo lo ha confesado.

––Le pegó por sus ideas subversivas, ¿no? ¿O es que acaso también agita a la gente?

––¿Este huevón? ––rió a mandíbula batiente––. Este ya no agita ni la cama de su mujer.

El sargento ordenó a sus subalternos que le llevaran aparte al prisionero. Un gran árbol de matapalo se erguía solemne al frente de la tienda, pasando la carretera. Hasta allí lo empujaron dejándolo a solas con el superior. Creímos que lo torturarían al pobre pasqueño. Mientras tanto, las botellas circulaban con rapidez,  vaciaban el vaso prontamente y estallaban rabiosas espumas contra las piedras.

––¿Qué estarán hablando? ––la curiosidad carcomía a Pepebotas.

––Lo que ha hecho usted, don Pepe, no tiene nombre. ¡Tanto rencor!

––¿Por qué no lo dejó dormir su pateadura a Obregón? Es un buen vecino.

––¡Mierda! Si parece que estuvieran confabulados con él. ¿No será que ustedes son también agitadores?

Callamos. De pronto nos pesaba hablar demás. El sargento regresó en medio de la oscuridad trajinando al prisionero del brazo.

––He interrogado al detenido. Tomaremos medidas...

––Al menos ya le habrá dado un buen susto ––dije––. Déjelo ir...

––Tómenle las medidas que quieran. Salud por la fuerza armada. ¡Viva el Perú!

––Antes de retirarnos, quiero brindar con usted, amigo Peña. Pero como acostumbramos a brindar nosotros. ¿Me permite?

––Por supuesto mis valientes. Brindemos al modo de los militares.

Los soldados se pusieron de pie empuñando sus fusiles mientras el sargento recibía la botella y el vaso recién vaciado por su anfitrión. Algunos avivaron el fuego de la fogata que antes prendieron al pie del camino.

––Quiero brindar con todos por nuestro padre fundador, José Gabriel Condorcanqui, por el Ejército Popular Tupacamarista, por el socialismo. ¡Viva el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru!

––¡Viva!

––¡Con Mariátegui!... ¡Y Guevara!

––¡El pueblo! ...¡Se prepara!

––¡Patria o muerte!

––¡Venceremos!

El rostro de Pepebotas empalideció. Quiso sonreír para celebrar la broma, pero no era tal. Mientras sus captores lo inmovilizaban de brazos y piernas, maldijo a la madre que tuvo la cortesía de parirlo.

––Cuelguen a este soplón en lo alto de ese árbol.

––¡Hijos de!... ¿Acaso no son soldados?

––¿Lo dices por los uniformes?... Se los quitamos a unos cadáveres que estarán mosqueándose allá lejos.

Y parecían acostumbrados a disponer de la vida ajena, porque en pocos segundos Peña pataleaba de asfixia con la garganta quebrada por una soga parecida a la que él usaba para domar reses. Cuando estuvo con la lengua amoratada y los ojos en blanco, uno de ellos pidió papel de despacho al tendero Ostolaza. Con corcho quemado, escribió el epitafio de Pepebotas: “Muerte a los soplones y abusivos”/ MRTA/ Túpac Amaru vive, vuelve, vencerá.

Le habían quitado diez mil soles, de los cuales nos obligaron a aceptar mil para cada uno. Al pobre Obregón, le dieron el doble que a nosotros en compensación de sus heridas. Y yo le puedo decir que nunca antes había visto, fuera del cine, balancearse un ahorcado con botas vaqueras: le faltaban las espuelas tintineando.  

La noche se los tragó entre el aullido fúnebre de los perros. Sólo se quedó Obregón contemplando al muerto a la luz de la luna amanecida. Un brillo cósmico le resplandecía en los ojos, como las chispas de la fogata que se negaba a apagarse en la orilla de la carretera.  

27/02/2001
6.30 am



Rabindranath Tagore. Ofrenda Lírica


48


El mañanero mar del silencio se que­bró en ondas de cantos de pájaros. Las flores estaban contentas junto al camino. Un tesoro de oro se derramó por entre las rajadas nubes. Pero nosotros seguía­mos a prisa nuestro camino, sin hacer caso.

No cantábamos nuestra alegría ni jugá­bamos; no nos llegamos a la aldea a comprar ni a vender; no hablábamos ni sonreíamos, ni nos parábamos a descan­sar. Íbamos más de prisa cada vez, con las horas.

Llegó el sol al cenit, y las tórtolas se arrullaron en la sombra; las hojas secas danzaron y volaron en el aire caliente del mediodía; el pastorcillo se adormiló a la sombra del baniano. Y yo me eché, orilla del agua, y estiré mi cuerpo rendi­do sobre la yerba.

Rabindranath Tagore
Ofrenda Lírica
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Mis compañeros me insultaron con desprecio y, erguidas las cabezas,  sin mirar atrás ni pararse un instante, siguie­ron afanosos y se perdieron en la bru­mosa lejanía azul. Cruzaron prados y colinas, pasaron extraños países distan­tes...

¡Sea tuyo todo el honor, escuadrón heroico del sendero interminable! Tu mofa y tu reproche me tentó a levantar­me; pero yo no respondí; me di por bien perdido en la cima de mi alegre humilla­ción, a la sombra de una vaga felicidad.

La paz de la verde sombra, que el sol recamaba, se tendió lenta sobre mi cora­zón. Olvidé el porqué de mi viaje y per­dí, sin lucha, mi pensamiento en un laberinto de sombras y canciones.

Y cuando salí de mi sueño, mis ojos abiertos te vieron ante mí, anegando mi sueño en tu sonrisa. ¿Cómo había yo pensado que era largo y penoso el cami­no, que no era necesario luchar tanto para alcanzarte?