martes, 26 de febrero de 2013

Hans Christian Andersen. Cuentos II




Había en una callejuela una casa muy vieja, muy vieja; tenía casi trescientos años, según podía leerse en las vigas, en las que estaba escrito el año, en cifras talladas sobre una guirnalda de tulipanes y hojas de lúpulo. Había también versos escritos en el estilo de los tiempos pasados y, sobre cada una de las ventanas, en la viga se veía esculpida una cara grotesca, a modo de caricatura. Cada piso sobresalía mucho del inferior, y bajo el tejado habían puesto una gotera con cabeza de dragón; el agua de lluvia salía por sus fauces, pero también por su barriga, pues la canal tenía un agujero.

Todas las otras casas de la calle eran nuevas y bonitas, con grandes cristales en las ventanas y paredes lisas; bien se veía que nada querían tener en común con la vieja, y seguramente pensaban:

«¿Hasta cuándo seguirá este viejo armatoste, para vergüenza de la calle? Además, el balcón sobresale de tal modo que desde nuestras ventanas nadie puede ver lo que pasa allí. La escalera es ancha como la de un palacio y alta como la de un campanario. La barandilla de hierro parece la puerta de un panteón, y además tiene pomos de latón. ¡Habráse visto!»

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Frente por frente había también casas nuevas que pensaban como las anteriores; pero en una de sus ventanas vivía un niño de coloradas mejillas y ojos claros y radiantes, al que le gustaba la vieja casa, tanto a la luz del sol como a la de la luna. Se entretenía mirando sus decrépitas paredes, y se pasaba horas enteras imaginando los cuadros más singulares y el aspecto que años atrás debía de ofrecer la calle, con sus escaleras, balcones y puntiagudos hastiales; veía pasar soldados con sus alabardas y correr los canalones como dragones y vestiglos. Era realmente una casa notable. En el piso alto vivía un anciano que vestía calzón corto, casaca con grandes botones de latón y una majestuosa peluca. Todas las mañanas iba a su cuarto un viejo sirviente, que cuidaba de la limpieza y hacía los recados; aparte de él, el anciano de los calzones cortos vivía completamente solo en la vetusta casona. A veces se asomaba a la ventana; el chiquillo lo saludaba entonces con la cabeza, y el anciano le correspondía de igual modo. Así se conocieron, y entre ellos nació la amistad, a pesar de no haberse hablado nunca; pero esto no era necesario.

El chiquillo oyó cómo sus padres decían:

––El viejo de enfrente parece vivir con desahogo, pero está terriblemente solo.

El domingo siguiente el niño cogió un objeto, lo envolvió en un pedazo de papel, salió a la puerta y dijo al mandadero del anciano:

––Oye, ¿quieres hacerme el favor de dar esto de mi parte al anciano señor que vive arriba? Tengo dos soldados de plomo y le doy uno, porque sé que está muy solo.

El viejo sirviente asintió con un gesto de agrado y llevó el soldado de plomo a la vieja casa. Luego volvió con el encargo de invitar al niño a visitar a su vecino, y el niño acudió, después de pedir permiso a sus padres.

Los pomos de latón de la barandilla de la escalera brillaban mucho más que de costumbre; diríase que los habían pulimentado con ocasión de aquella visita; y parecía que los trompeteros de talla, que estaban esculpidos en la puerta saliendo de tulipanes, soplaran con todas sus fuerzas y con los carrillos mucho más hinchados que lo normal. «¡Taratatrá! ¡Que viene el niño! ¡Taratatrá!», tocaban; y se abrió la puerta. Todas las paredes del vestíbulo estaban cubiertas de antiguos cuadros representando caballeros con sus armaduras y damas vestidas de seda; y las armas rechinaban, y las sedas crujían. Venía luego una escalera que, después de subir un buen trecho, volvía a bajar para conducir a una azotea muy decrépita, con grandes agujeros y largas grietas, de las que brotaban hierbas y hojas. Toda la azotea, el patio y las paredes estaban revestidos de verdor, y aun no siendo más que un terrado, parecía un jardín. Había allí viejas macetas con caras pintadas, y cuyas asas eran orejas de asno; pero las flores crecían a su antojo, como plantas silvestres. De uno de los tiestos se desparramaban en todos los sentidos las ramas y retoños de una espesa clavellina, y los retoños hablaban en voz alta, diciendo: «¡He recibido la caricia del aire y un beso del sol, y éste me ha prometido una flor para el domingo, una florecita para el domingo!»

Pasó luego a una habitación cuyas paredes estaban revestidas de cuero de cerdo, estampado de flores doradas.

«El dorado se desluce pero el cuero queda», decían las paredes.

Había sillones de altos respaldos, tallados de modo pintoresco y con los brazos a ambos lados. «¡Siéntese! ¡Tome asiento! ––decían––. ¡Ay! ¡Cómo crujo! Seguramente tendré la gota, como el viejo armario. La gota en la espalda, ¡ay!»

Finalmente, el niño entró en la habitación del mirador, en la cual estaba el anciano.

––Muchas gracias por el soldado de plomo, amiguito mío ––dijo el viejo––. Y mil gracias también por tu visita.

«¡Gracias, gracias!», o bien «¡crrac, crrac!», se oía de todos los muebles. Eran tantos, que casi se estorbaban unos a otros, pues todos querían ver al niño.

En el centro de la pared colgaba el retrato de una hermosa dama, de aspecto alegre y juvenil, pero vestida a la antigua, con el pelo empolvado y las telas tiesas y holgadas; no dijo ni «gracias» ni «crrac», pero miraba al pequeño con ojos dulces. Éste preguntó al viejo:

––¿De dónde lo has sacado?

––Del ropavejero de enfrente ––respondió el hombre––.
Tiene muchos retratos. Nadie los conoce ni se preocupa de ellos, pues todos están muertos y enterrados; pero a ésta la conocí yo en tiempos; hace ya cosa de medio siglo que murió.

Bajo el cuadro colgaba, dentro de un marco y cubierto con cristal, un ramillete de flores marchitas; seguramente habrían sido cogidas también medio siglo atrás, tan viejas parecían. El péndulo del gran reloj marcaba su tictac y las manecillas giraban, y todas las cosas de la habitación se iban volviendo aún más viejas; pero ellos no lo notaron.

––En casa dicen ––observó el niño–– que vives muy solo.

––¡Oh! ––sonrió el anciano––, no tan solo como crees. A menudo vienen a visitarme los viejos pensamientos, con todo lo que traen consigo, y, además, ahora has venido tú. No tengo por qué quejarme.

Entonces sacó del armario un libro de estampas, entre las que figuraban largas comitivas, coches singularísimos como ya no se ven hoy día, soldados y ciudadanos con las banderas de las corporaciones: la de los sastres llevaba unas tijeras sostenidas por dos leones; la de los zapateros iba adornada con un águila, sin zapatos, es cierto, pero con dos cabezas, pues los zapateros lo quieren tener todo doble, para poder decir: es un par. ¡Qué hermoso libro de estampas!

El anciano pasó a otra habitación a buscar golosinas, manzanas y nueces; en verdad que la vieja casa no carecía de encantos.

––¡No lo puedo resistir! ––exclamó de súbito el soldado de plomo desde su sitio encima de la cómoda––. Esta casa está sola y triste. No; quien ha conocido la vida de familia, no puede habituarse a esta soledad. ¡No lo resisto! El día se hace terriblemente largo, y la noche, más larga aún. Aquí no es como en tu casa, donde tu padre y tu madre charlan alegremente, y donde tú y los demás chiquillos estáis siempre alborotando. ¿Cómo puede el viejo vivir tan solo? ¿Imaginas lo que es no recibir nunca un beso, ni una mirada amistosa, o un árbol de Navidad?  Una tumba es todo lo que espera. ¡No
puedo resistirlo!

––No debes tomarlo tan a la tremenda ––respondió el niño––. Yo me siento muy bien aquí. Vienen de visita los viejos pensamientos, con toda su compañía de recuerdos.

––Sí, pero yo no los veo ni los conozco ––insistió el soldado de plomo––. No puedo soportarlo.

––Pues no tendrás más remedio ––dijo el chiquillo.

Volvió el anciano con cara risueña y con riquísimas confituras, manzanas y nueces, y el pequeño ya no se acordó más del soldado.

Regresó a su casa contento y feliz; transcurrieron días y semanas; entre él y la vieja casa se cruzaron no pocas señas de simpatía, y un buen día el chiquillo repitió la visita.

Los trompeteros de talla tocaron: «¡Taratatrá! ¡Ahí llega el pequeño! ¡Taratatrá!»; entrechocaron los sables y las armaduras de los retratos de los viejos caballeros, crujieron las sedas, «habló» el cuero de cerdo, y los antiguos sillones que sufrían de gota en la espalda soltaron su ¡ay! Todo ocurrió exactamente igual que la primera vez, pues allí todos los días eran iguales, y las horas no lo eran menos.

––¡No puedo resistirlo! ––exclamó el soldado––. He llorado lágrimas de plomo. ¡Qué tristeza la de esta casa! Prefiero que me envíes a la guerra, aunque haya de perder brazos y piernas. Siquiera allí hay variación. ¡No lo resisto más! Ahora ya sé lo que es recibir la visita de sus viejos pensamientos, con todos los recuerdos que traen consigo. Los míos me han visitado también, y, créeme, a la larga no te dan ningún placer; he estado a punto de saltar de la cómoda. Os veía a todos allá enfrente, en casa, tan claramente como si estuvieseis aquí; volvía a ser un domingo por la mañana, ya sabes lo que quiero decir. Todos los niños colocados delante de la mesa, cantabais vuestra canción, la de todas las mañanas, con las manitas juntas. Vuestros padres estaban también con aire serio y solemne, y entonces se abrió la puerta y trajeron a vuestra hermanita María, que no ha cumplido aún los dos años y siempre se pone a bailar cuando oye música, de cualquier especie que sea. No estaba bien que lo hiciera, pero se puso a bailar; no podía seguir el compás, pues las notas eran muy largas; primero se sostenía sobre una pierna e inclinaba la cabeza hacia delante, luego sobre la otra y volvía a inclinarla, pero la cosa no marchaba. Todos estabais allí muy serios, lo cual no os costaba poco esfuerzo, pero yo me reía para mis adentros, y, al fin, me caí de la mesa y me hice un chichón que aún me dura; pero reconozco que no estuvo bien que me riera. Y ahora todo vuelve a desfilar por mi memoria; y esto son los viejos pensamientos, con lo que traen consigo. Dime, ¿cantáis todavía los domingos? Cuéntame algo de María, y ¿qué tal le va a mi compañero, el otro soldado de plomo? De seguro que es feliz. ¡Vamos, que no puedo resistirlo!

––Lo siento, pero ya no me perteneces ––dijo el niño––. Te he regalado, y tienes que quedarte. ¿No lo comprendes?

Entró el viejo con una caja que contenía muchas cosas maravillosas: una casita de yeso, un bote de bálsamo y naipes antiguos, grandes y dorados como hoy ya no se estilan. Abrió muchos cajones, y también el piano, cuya tapa tenía pintado un paisaje en la parte interior; dio un sonido ronco cuando el hombre lo tocó; y en voz queda, éste se puso a cantar una canción.

––¡Ella sí sabía cantarla! ––dijo, indicando con un gesto de la cabeza el cuadro que había comprado al trapero; y en sus ojos apareció un brillo inusitado.

––¡Quiero ir a la guerra, quiero ir a la guerra!  ––gritó el soldado de plomo con todas sus fuerzas; y se precipitó al suelo.

¿Dónde se habrá metido? Lo buscó el viejo y lo buscó el niño, pero no lograron dar con él.

––Ya lo encontraré ––dijo el anciano; pero no hubo modo, el suelo estaba demasiado agujereado; el soldado había caído por una grieta, y fue a parar a un foso abierto.
Pasó el día, y el niño se volvió a su casa. Transcurrió aquella semana y otras varias. Las ventanas estaban heladas; el pequeño, detrás de ellas, con su aliento conseguía despejar una mirilla en el cristal para poder ver la casa de enfrente: la nieve llenaba todas las volutas e inscripciones y se acumulaba en las escaleras, como si no hubiese nadie en la casa. Y, en efecto, no había nadie: el viejo había muerto.

Al anochecer, un coche se paró frente a la puerta y lo bajaron en el féretro; reposaría en el campo, en el panteón familiar. A él se encaminó el carruaje, sin que nadie lo acompañara; todos sus amigos estaban ya muertos. Al pasar, el niño, con las manos, envió un beso al ataúd.

Algunos días después se celebró una subasta en la vieja casa, y el pequeño pudo ver desde su ventana cómo se lo llevaban todo: los viejos caballeros y las viejas damas, las macetas de largas orejas de asno, los viejos sillones y los viejos armarios. Unos objetos partían en una dirección, y otros, en la opuesta. El retrato encontrado en casa del ropavejero fue de nuevo al ropavejero, donde quedó colgando para siempre, pues nadie conocía a la mujer ni se interesaba ya por el cuadro.

En primavera derribaron la casa, pues era una ruina, según decía la gente. Desde la calle se veía el interior de la habitación tapizada de cuero de cerdo, roto y desgarrado; y las plantas de la azotea colgaban mustias en torno a las vigas decrépitas. Todo se lo llevaron.

––¡Ya era hora! ––exclamaron las casas vecinas.

En el solar que había ocupado la casa vieja edificaron otra nueva y hermosa, con grandes ventanas y lisas paredes blancas; en la parte delantera dispusieron un jardincito, con parras silvestres que trepaban por las paredes del vecino. Delante del jardín pusieron una gran verja de hierro, con puerta también de hierro. Era de un efecto magnífico; la gente se detenía a mirarlo. Los gorriones se posaban por docenas en las parras, charloteando entre sí con toda la fuerza de sus pulmones, aunque no hablaban nunca de la casa vieja, de la cual no podían acordarse.

Pasaron muchos años, y el niño se había convertido en un hombre que era el orgullo de sus padres. Se había casado, y, con su joven esposa, se mudó a la casa nueva del jardín. Estaba un día en el jardín junto a su esposa, mirando cómo plantaba una flor del campo que le había gustado. Lo hacía con su mano diminuta, apretando la tierra con los dedos. ––¡Ay! ¿Qué es esto? ––dijo. Se había pinchado; y sacó del suelo un objeto cortante.

¡Era él! ––imaginaos––, ¡el soldado de plomo!, el mismo que se había perdido en el piso del anciano. Extraviado entre maderas y escombros, ¡cuántos años había permanecido enterrado!

La joven limpió el soldado, primero con una hoja verde, y luego con su fino pañuelo, del que se desprendía un perfume delicioso. Al soldado de plomo le hizo el efecto de que volvía en sí de un largo desmayo.

––Deja que lo vea ––dijo el joven, riendo y meneando la cabeza––. Seguramente no es el mismo; pero me recuerda un episodio que viví con un soldado de plomo siendo aún muy niño. ––Y contó a su esposa lo de la vieja casa y el anciano y el soldado que le había enviado porque vivía tan solo. Y se lo contó con tanta naturalidad, tal y como ocurriera, que las lágrimas acudieron a los ojos de la joven.

––Es muy posible que sea el mismo soldado ––dijo––. Lo guardaré y pensaré en todo lo que me has contado. Pero quisiera que me llevases a la tumba del viejo.

––No sé dónde está ––contestó él––, y no lo sabe nadie. Todos sus amigos habían muerto ya, nadie se preocupó de él, y yo era un chiquillo.

––¡Qué solo debió de sentirse! ––dijo ella.

––¡Espantosamente solo! ––exclamó el soldado de plomo. Pero ¡qué bella cosa es no ser olvidado!
––¡Muy bien! ––gritó algo muy cerca; pero aparte del soldado, nadie vio que era un jirón del tapiz de cuero de cerdo. Le faltaba todo el dorado y se confundía con la tierra húmeda, pero tenía su opinión y la expresó:

––El dorado se desluce pero el cuero queda.

Sin embargo, el soldado de plomo no lo pensaba así.



Hans Christian Andersen. Cuentos I


EL PATITO FEO



¡Qué bien se estaba en el campo los días de verano! ¡Qué bonito era ver el trigo amarillo, la avena verde y el heno amontonado en los verdes prados! La cigüeña, sobre sus largas patas rojas, andaba por allí charlando en egipcio, idioma que había aprendido de su madre. Circundaban los prados grandes bosques y, en medio de ellos, había profundos lagos. Definitivamente, ¡el campo era maravilloso!

A pleno sol, se alzaba allí una vieja casa señorial rodeada por profundos canales; desde lo alto del muro hasta el agua crecían grandes plantas de enormes hojas, tan altas que un niño pequeño podría meterse debajo de ellas de pie. Aquel lugar era tan salvaje y agreste como el más espeso de los bosques, y allí había construido una pata su nido. Estaba empollando sus polluelos, pero ya empezaba a perder la paciencia, pues apenas recibía visitas después de tanto tiempo como llevaba. Los demás patos preferían nadar en los canales antes que pararse a charlar con ella.

Por fin, uno tras otro, fueron rompiéndose los huevos.

––¡Pío, pío! ––decían los patitos a medida que asomaban sus cabezas por el cascarón.

––¡Cuac, cuac! ––dijo la mamá pata, y entonces todos los patitos salieron correteando lo mejor que sabían, y miraban por todas partes bajo las verdes hojas; la madre los dejó mirar cuanto quisieron, porque el verde sienta bien a los ojos.

––¡Qué grande es el mundo! ––dijeron los pequeños. Naturalmente, tenían ahora muchísimo más espacio del que habían tenido dentro del huevo.

––¿Creéis, acaso, que esto es todo el mundo?  ––dijo su madre––. Pues debéis de saber que se extiende más allá del jardín, hasta el campo del pastor; pero yo nunca he ido tan lejos. ¡Bueno, ya estáis todos! ––añadió levantándose del nido––. ¡No, no los tengo todos! Ahí está todavía el huevo más grande. ¿Cuánto tiempo va a tardar? ¡Ya me estoy cansando!

Y se sentó de nuevo a empollar.

––Bueno, ¿cómo anda todo? ––dijo una vieja pata, que venía de visita.

––¡Falta un huevo, pero ya va tardando mucho ––dijo la pata que empollaba––. No se rompe por nada, pero fíjate en los otros. Son los patitos más preciosos que he visto. Todos se parecen a su padre, el muy bribón, que ni siquiera ha venido a verme.

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––Déjame ver el huevo que no se rompe ––dijo la pata vieja––. ¡Te apuesto a que es huevo de pava! A mí también me engatusaron una vez y las pasé canutas con los polluelos. Tenían miedo al agua, ¡no te digo más! De ninguna manera podía hacerlos entrar en el agua; yo graznaba y los agarraba, pero de nada servía. Déjame que vea el huevo. ¡Vaya, claro que es un huevo de pava! Déjalo ahí y enseña a nadar a los otros.

––Voy a seguir empollándolo un rato ––dijo la pata––. He estado tanto tiempo que bien puedo seguir un poco más.

––Allá tú ––dijo la vieja pata, y se marchó contoneándose.

Al fin se rompió el enorme huevo. «¡Pío, pío!», dijo el polluelo y  salió rodando. Era grande y  muy feo, y la pata exclamó:

––¡Es un patito terriblemente grande! No se parece a ninguno de los otros. Pero no será jamás un pavito. Para saberlo..., ¡al agua con él! Yo misma lo empujaré si es necesario.

El día siguiente fue espléndido; el sol lucía en las verdes hojas gigantescas. La mamá pata, con toda su familia, se acercó al foso y... ¡plum!, saltó al agua: «¡Cuac, cuac!», dijo, y todos los patitos saltaron al agua uno tras otro; el agua les cubrió la cabeza, pero al instante volvieron a aparecer, flotando de maravilla. Las patas se movían por sí mismas sin ninguna dificultad y todos, incluso el patito gordo y gris, salieron nadando.

––¡No, no es un pavo! ––dijo la pata––. No hay más que ver con qué agilidad mueve las piernas, y lo derecho que se mantiene. ¡No hay duda de que es uno de mis pequeños! Y, después de todo, si se le mira con atención, vemos que es bastante guapo. ¡Cuac, cuac! ¡Venid conmigo a que os enseñe el mundo y os presente en el corral de los patos, pero estad siempre junto a mí, para que nadie os pise; y tened mucho cuidado con el gato!

Y así entraron en el corral de los patos. Se había organizado un tremendo escándalo en él, porque dos familias se disputaban la cabeza de una anguila, que al final terminó en el estómago del gato.

––¡Ya veis, así anda el mundo! ––dijo la madre de los patitos, relamiéndose el pico, porque también a ella le hubiera gustado llevarse la cabeza de la anguila––. ¡Para qué tenéis las piernas! ––dijo––. Venga, vamos, y haced una reverencia al pasar ante la anciana pata, la más distinguida de todos nosotros. Tiene sangre española, y por eso es tan rolliza. ¡Y mirad: lleva una cinta roja en la pata! Es la distinción más grande que puede mostrar un pato; significa que nadie piensa en quitarla de en medio y será siempre respetada por todos, los animales y los hombres. ¡Bien derechos, no dobléis las piernas! Un patito bien educado separa bien los pies, como hacen papá y mamá. ¡Mirad: así! Haced una reverencia y decid: ¡Cuac!

Y así lo hicieron; pero los patos que había por allí los miraron con desdén y dijeron en voz alta:

––¡Vaya! Ahora tendremos también que aguantar a esta gentuza. ¡Como si no fuésemos ya suficientes! ¡Qué horror, qué pinta tiene ese patito!  ¡A ése no lo soportamos!  ––Y al momento se le echó encima un pato y le picoteó en el cuello.

––¡Déjalo tranquilo! ––dijo la madre––. ¡No ha hecho daño a nadie!

––Sí, pero es demasiado grande y raro ––dijo el pato que le había picado––, y habrá que destriparlo.

––¡Vaya preciosidad de criaturas que tiene la mamá pata! ––dijo la anciana con la cinta en la pierna––. Todos son preciosos excepto ése, que ha salido algo raro. Me gustaría que lo hiciese de nuevo.

––No puede ser, señora ––dijo la madre de los patitos––. No tiene buena presencia, pero tiene un carácter muy cariñoso, y nada tan bien como los otros, y me atrevería a decir que incluso mejor. Espero que cuando crezca mejore su aspecto y, con el tiempo, no se vea tan grande. ¡Ha permanecido demasiado tiempo en el cascarón, por lo que no ha sacado la proporción debida! ––Y entonces le acarició el cuello con el pico y le alisó el plumón––. Además, es un pato macho ––agregó––; así que no importa tanto que sea un poco feo. Espero que se haga muy fuerte, para que tenga éxito en la vida.

––Los otros patitos son encantadores ––dijo la vieja––. Quiero que os sintáis como en vuestra propia casa y, si encontráis una cabeza de anguila, podéis traérmela.

Con estas palabras de la vieja pata, se consideraron como si fueran de la familia.

Pero el pobre patito que había salido el último del huevo y que era tan feo, recibió picotazos, empujones y burlas, tanto por parte de los patos como de las gallinas.

––¡Es demasiado grande y feo! ––decían todos, y el pavo, que había nacido con espuelas, por lo que se creía un emperador, se infló como un barco a toda vela, se fue derecho hacia él y comenzó a hacer glu-glu hasta que se puso rojo como un tomate. El pobre patito no se atrevía ni a moverse; estaba muy triste de ser tan feo y de ser la burla de todo el corral.

Así pasó el primer día.  Después las cosas fueron empeorando.  El patito sufrió la persecución de todos, incluso sus hermanos se portaron muy mal con él y no paraban de decirle:

––¡A ver si te agarra el gato, espantajo!

Y su madre decía:

––¡Qué lástima que no se pierda por el campo!

Y los patos le picaban, las gallinas le picoteaban y la muchacha que traía de comer a los animales, un día incluso le dio un puntapié.

Harto de todo el patito huyó del corral. Saltó revoloteando sobre el seto, y los pajarillos que estaban en los arbustos salieron volando espantados:

––¡Es que soy tan feo! ––pensó el patito, y cerró los ojos, pero sin dejar de correr. De esta forma llegó al gran pantano, donde viven los patos salvajes. Allí pasó toda la noche, abrumado de cansancio y pesadumbre.

Por la mañana alzaron el vuelo los patos silvestres y observaron al nuevo compañero:

––¿Quién eres tú? ––preguntaron, y el patito hizo reverencias a todos lados y saludó lo mejor que sabía.

––¡Qué feo eres! ––dijeron los patos salvajes––. Pero a nosotros nos trae sin cuidado, con tal que no pretendas casarte con alguna de nuestras hermanas.

¡Pobre patito! Él no tenía la más mínima intención de contraer matrimonio, a lo más que aspiraba era a que le  permitiesen reclinarse en los juncos y beber un poco de agua del pantano.

Allí pasó dos días enteros, hasta que llegó una pareja de gansos silvestres. No hacía mucho que habían salido del cascarón, por lo que eran muy impulsivos.

––¡Oye, compañero! ––dijeron––. Eres tan feo que nos caes bien. ¿Te vienes con nosotros a otras tierras? Aquí, en el pantano de al lado, viven unas preciosas gansas silvestres, todas solteras, que saben graznar espléndidamente. Es la ocasión para conseguir tu felicidad, por feo que seas.

––¡Bang, bang! ––retumbó de pronto por encima de ellos, y los dos gansos silvestres cayeron muertos en los juncos, tiñendo el agua con su sangre. Volvieron a retumbar en el aire nuevos disparos y bandadas de gansos salvajes se elevaron de los juncos. Era una cacería en toda regla; los cazadores rodeaban el pantano, incluso algunos se sentaban en las ramas de los árboles extendidas sobre los juncos. El humo azul se elevaba por entre los oscuros árboles y se mantenía suspendido sobre el agua, como nubes.

Por el lodo del pantano llegaron chapoteando los perros de caza. Juncos y cañas se movían en todos los sentidos; fue espantoso para el pobre patito, que inclinó la cabeza para meterla bajo el ala; pero, en ese preciso instante apareció junto a él un perro enorme y espantoso, con la lengua colgándole de la boca y los ojos terriblemente brillantes; acercó su hocico al patito, mostró sus agudos dientes y...  ¡clac¡, se marchó otra vez sin tocarlo.

––¡Uf, menos mal! ––suspiró el patito––. ¡Soy tan feo que ni siquiera el perro tiene ganas de comerme! ––Y se estuvo muy quieto, mientras los perdigones silbaban entre los juncos y, uno tras otro, los disparos atronaban el aire.

Hasta bien entrado el día no volvió a quedar todo en calma, pero el pobre polluelo no se atrevió a levantarse; esperó varias horas aún antes de salir del pantano con toda la rapidez que pudo. Corrió por campos y prados; pero hacía mucho viento, lo que le hacía más difícil la carrera.

Hacia el anochecer llegó a una pobre casita de labradores; era tan miserable que ni siquiera sabía de qué lado caerse, por lo que se mantenía en pie. El viento silbaba tan ferozmente en torno al patito, que este tuvo que sentarse sobre la cola para no ser arrastrado por el huracán, que soplaba cada vez con mayor fuerza. Entonces vio que la puerta se había desprendido de una bisagra y colgaba tan torcida, que a través de la abertura podía colarse en la cocina, y así lo hizo.

Vivía allí una anciana  con su  gato y su gallina; el gato, al que llamaba Hijito, sabía encorvar la espalda y ronronear, y hasta echaba chispas, si se le acariciaba a contrapelo; la gallina tenía unas patas muy pequeñas y cortas, por lo que la llamaban Gallinita Patas Cortas; ponía buenos huevos y la vieja la quería como si fuera hija suya.

Por la mañana descubrieron sin tardanza al extraño  patito y el  gato comenzó  a ronronear y la gallina a cloquear.

––¿Qué pasa? ––exclamó la mujer mirando a su alrededor, pero su vista no era buena, y así creyó que el patito era una pata gorda que se había extraviado.

––¡Qué agradable sorpresa! ––dijo––. ¡Ahora podré tener huevos de pata, con tal de que no sea macho! Vamos a verlo.

Y el patito fue admitido a prueba durante tres semanas, pero no hubo huevo alguno. Y el gato era el señor de la casa y la gallina era la señora, y solían decir:

––Nosotros y el mundo ––porque creían que ellos eran la mitad y la mejor parte.

El patito pensaba de otra manera, pero la gallina no le permitió expresar su opinión.

––¿Sabes poner huevos? ––le preguntó la gallina.

––¡No!

––Entonces será mejor que no abras la boca.

Y el gato dijo:

––¿Sabes encorvar el lomo, ronronear y echar chispas?

––¡No!

––Entonces no tienes que opinar cuando habla la gente sensata.

Y  el  patito se sentó en un rincón, muy desanimado; entonces pensó en el aire fresco y en la luz del sol; le acometió un extraño antojo de flotar en el agua, hasta que al fin no pudo más y se lo contó a la gallina.

––¿Qué es lo que te pasa? ––preguntó ella––. No tienes nada que hacer, por eso te vienen esos caprichos. Pon huevos  
o ronronea. Verás cómo se te quitan esas ideas.

––Pero es muy agradable nadar  ––dijo el patito––. ¡Es tan delicioso meter la cabeza y bucear hasta el fondo!

––Pues sí que debe ser divertido ––dijo la gallina––. ¡Vaya loco que estás hecho! Pregúntale al gato, que es el ser más listo que conozco, si le gusta flotar en el agua o bucear. Pregúntale a nuestra ama, la vieja, que no hay nadie en el mundo más listo que ella. ¿Crees tú que se le ocurre flotar en el agua y meter la cabeza?

––¡No me comprendes! ––dijo el patito.

––Claro que no te comprendo, ni sé quién te podrá entender; no pretenderás nunca ser más listo que el gato y que la señora, por no hablar de mí misma. ¡No seas tonto, muchacho!, y da gracias por todas las cosas buenas que has conseguido hasta ahora. ¿No te encuentras en un hogar cálido y confortable y tienes buenos compañeros de los que algo podrás aprender? Pero veo que eres un tonto y no resulta divertido que permanezcas aquí. Puedes creerme que lo hago por tu bien; te digo cosas desagradables, pero sólo los verdaderos amigos dicen las verdades, porque te quieren. Lo que has de hacer es poner huevos y aprender a ronronear y a echar chispas.

––Creo que me iré al ancho mundo ––dijo el patito.

––Pues vete ––dijo la gallina.

Y el patito se marchó; se zambulló en el agua, buceó, pero los demás animales no le hacían caso por lo feo que era.

Pronto llegó el otoño; en el bosque, las hojas se volvieron amarillas y rojas, el viento las arrancó, y ellas danzaron en remolinos bajo el cielo frío; flotaban las nubes cargadas de granizo y de nieve, y sobre la cerca se posaba el cuervo y chillaba: «¡Au, au!», del frío que tenía. Sí, uno se quedaba helado si pensaba en ello; el pobre patito lo pasaba muy mal.

Una tarde, cuando el sol se ponía plácidamente, salió de entre los arbustos toda una banda de hermosas y grandes aves. El patito nunca había visto ninguna tan hermosa, de un blanco resplandeciente, con largos y flexibles cuellos. Eran cisnes que, lanzando un grito fantástico, extendieron sus espléndidas y largas alas y escaparon volando de las tierras frías a los países cálidos, hacia el mar libre; se elevaron muy altos, muy altos y el patito feo se sintió extrañamente inquieto. Giró en el agua como una rueda, levantó el cuello en dirección a ellos y lanzó un grito tan agudo y extraño que hasta él mismo se asustó. ¡Ah, jamás podría olvidar a aquellos maravillosos y felices pájaros! En cuanto los perdió de vista, buceó hasta el fondo y, cuando volvió a salir a la superficie, estaba como fuera de sí. No sabía cómo se llamaban los pájaros, ni hacia dónde volaban, pero les tenía un afecto tal como no había sentido antes por nadie. No les envidiaba, porque no podía permitirse desear para sí semejante esplendor. Se hubiera dado por satisfecho con que los patos lo hubieran admitido con ellos. ¡Pobre animal, feo y estrafalario!

Y llegó el invierno, extremadamente frío; el patito se veía obligado a nadar para impedir que el agua se volviese hielo; pero cada noche el hueco en que nadaba se iba haciendo más y más pequeño; terminó por helarse, por lo que se oía crujir la capa de hielo; el patito tenía que mover constantemente las piernas para que el agua no se congelase; al final estaba tan fatigado que se tendió completamente inmóvil sobre el hielo, esperando su final.

A la mañana siguiente, muy temprano, pasó un campesino, que lo vio y, rompiendo el hielo con su zueco, lo recogió y se lo llevó a su mujer. Entre los dos lo reanimaron.                          

Los  niños  quería  jugar con él, pero el patito feo creyó  que le iban a hacer daño y se metió, espantado, justo en el cántaro de leche, con lo que la leche se vertió por la cocina. La mujer comenzó a gritar alzando los brazos al cielo, y entonces voló a la artesa, donde estaba la mantequilla y después al barril de la harina; cuando salió de él ¡qué aspecto tenía! La mujer chillaba y lo perseguía con las tenazas de la lumbre, y los niños se empujaban unos a otros para atrapar al patito, riendo y gritando. Fue una suerte que la puerta estuviese abierta;   escapó por entre los arbustos a la nieve recién caída, y se tendió en ella como atontado.

Pero resultaría demasiado penoso enumerar todos los apuros y desdichas que tuvo que sufrir durante el duro invierno... Permanecía entre los juncos del pantano cuando el sol volvió a calentar de nuevo; las alondras cantaban; había llegado la primavera.

Entonces agitó de golpe sus alas, resonaron estas más fuertes que de costumbre y lo elevaron vigorosamente. Casi sin darse cuenta se encontró en un vasto jardín, donde los manzanos estaban en flor y las lilas exhalaban su aroma y colgaban de las largas y verdes ramas sobre un sinuoso arroyo. ¡Qué delicioso era disfrutar de este sitio lleno de la fragancia de la primavera! De pronto, justo enfrente de donde él se encontraba, salieron de la espesura tres magníficos cisnes blancos, con el plumaje inflado, y se deslizaron suavemente sobre el agua. El patito reconoció los espléndidos animales y se sintió sobrecogido por una extraña melancolía.

––¡Volaré hacia esas regias aves! Sé que me matarán a picotazos, por atreverme, tan feo como soy, a acercarme a ellos. Pero ¡qué importa! ¡Prefiero que ellos me maten a que me picoteen los patos, me piquen las gallinas, me desprecie la moza que cuida del corral y tenga que sufrir los rigores del invierno!

Y así, voló hasta el agua y nadó en dirección a los espléndidos cisnes. Éstos le vieron  y se  lanzaron hacia él con las plumas erizadas.

––¡Matadme, matadme si queréis! ––dijo el pobre animal, e inclinó la cabeza sobre el agua a esperar la muerte. Y, ¿qué fue lo que vio en el agua transparente? Vio bajo él su propia imagen, pero ya no era un torpe pájaro gris oscuro, feo y repugnante: era un cisne.

¡Poco importa haber nacido en un corral de patos, cuando se ha salido de un huevo de cisne!

Se sentía compensado de sobra por todas las penalidades y contratiempos  que había sufrido;  pensaba sólo en su felicidad, en toda la belleza y alegría que le esperaba.

Y los grandes cisnes nadaban en torno suyo y lo acariciaban con el pico.

Habían entrado en el jardín unos niños que echaron pan y trigo al agua, y el más pequeño gritó:

––¡Hay un cisne nuevo! ––Y los otros niños exclamaron con gritos de júbilo:

––¡Sí, ha venido uno nuevo!

Y batieron palmas y bailaron alrededor. Fueron después corriendo a buscar a sus padres, y echaron pan y galletas al agua y todos dijeron:

––¡El nuevo es el más hermoso! ¡Tan joven y tan esbelto!

Y los cisnes mayores se inclinaron ante él.

Entonces sintió mucha vergüenza y hundió la cabeza bajo las alas, no sabía por qué; era inmensamente feliz, pero no sentía ni pizca de orgullo, porque un buen corazón nunca se vuelve orgulloso; pensó de qué manera había sido perseguido y escarnecido y ahora oía a todos decir que era la más espléndida de las aves, la más hermosa. Y las lilas inclinaban sus ramas ante él hasta tocar el agua, y el sol brillaba cálido y amable. Entonces ahuecó sus plumas, irguió su esbelto cuello y se llenó de gozo su corazón.

No soñó jamás que una felicidad semejante fuera posible cuando sólo era un patito feo.